La obediencia

Basilio Rueda

1975-05-30

Esta circular, al igual que la de la oración, ha sido redactada tomando como base una serie de conferencias del Hno. Superior General, quien ha revisado personalmente, con el mayor cuidado, el texto original francés.

A modo de prólogo

Son estas  líneas fruto de largos años de reflexión acerca del misterio de la obediencia.

Años vividos, primero como simple religioso; luego, en el Movimiento por un Mundo Mejor,  donde trabajé, al servicio de la Iglesia, por el bien de muchos países y de no pocas familias religiosas; finalmente, como Superior General de nuestro querido Instituto.

Paulatinamente, he ido descubriendo la capital importancia que tiene la obediencia en el misterio de la salvación, y la necesidad de renovarnos no únicamente en el terreno de las estructuras y de la práctica de dicha virtud, sino más bien  en lo que verdaderamente tiene de carismática.

Escrita ya la presente circular, he leído, antes de redactar este prólogo, algunos libros y artículos de actualidad relativos a la obediencia. De su lectura estoy sacando una doble impresión:

a)  Al hablar de una renovación de la obediencia, apunta más bien a una renovación de la autoridad, lo cual no carece ciertamente de importancia.

b) Cuando intentan situar en su puesto a la obediencia carismática y la comparan con los otros consejos evangélicos, tienen puestos los ojos en una obediencia organizada y codificada, en lugar de centrar su interés en lo que debe constituir, creo yo, el meollo de la obediencia.

Ese meollo (o ese núcleo, como queráis llamarlo), no es otro que la pasión por cumplir la voluntad de Dios y por dar siempre la preeminencia al divino querer.

Ello presupone el dar de mano a cualquier proyecto personal preconcebido, en aras de la voluntad divina, y el poner en práctica aquellos medios realistas que me lleven a descubrirla y a ejecutarla, como son la oración y la mediación de otra persona.

Diríase que se hallan los autores modernos demasiado condicionados por el notorio estrechamiento que está hoy sufriendo el campo de la obediencia, y también por los yerros y abusos de la misma autoridad.  Consecuencia de ello: la visión que tienen de la obediencia no penetra en el fondo del misterio y no es tampoco capaz de descubrir que nuestra obediencia es, ante todo, una obediencia cristiana, por encima de su carácter eclesial y religioso.

 Más aún: se las ven y se las desean cuando quieren situar a la obediencia en el rango de auténtico consejo evangélico, y aun cuando logren situarla, no le otorgan la misma importancia que a la virginidad y a la pobreza.

Ni que decir tiene que les asiste la razón, colocados como están detrás de esa mirilla, por cuanto la vida de virginidad y el desprendimiento de todos los bienes en favor de los menesterosos, por seguir a Cristo, son gestos tangibles y radicales. Gestos que hacen visible la realidad del Reino y que, en lo tocante a la virginidad, están prefigurando el modo de amarnos que tendremos en la vida del más allá. Cierto y muy cierto. Pero si estamos haciendo de la obediencia el pariente pobre, es porque no ha encontrado toda su verdad y porque aparece tan sólo como sumisión a un superior dentro del orden constitucional.

Olvidamos que debe orientarse, en el límite humano de lo posible, hacia el servicio integral de una búsqueda y de un descubrimiento de la voluntad divina, de una voluntad divina que llega a ser la sustancia de nuestra vida. (“Tengo un alimento que vosotros desconocéis”).

De ello se derivan dos consecuencias:

a) La obediencia es realmente una señal de que el Reino está presente, desde el momento en que uno se somete totalmente al querer de otro, y que ese otro es Dios. Semejante acto de olvido de sí mismo y de don de sí mismo no es menos radical que la virginidad ni que la pobreza.

b) Puédese, que por otra parte, decir que hay aquí más que un consejo: algo esencial de la vida cristiana y, por lo tanto, de la vida religiosa.

No se concibe un Cristo fuera de la obediencia perfecta al Padre. Se da, pues, el ideal de nuestra condición de cristianos.

Digamos, por lo tanto, que el remozamiento de la obediencia no es tan sólo un elemento de la renovación; constituye, por decirlo así, la piedra de toque que permite discernir si la renovación que el Concilio Vaticano II nos pide es auténtica, o bien la hemos adulterado.

Levantar bandera contra los abusos de la autoridad es muy simplista. Las pancartas de esa “contestación” aparecen un tanto amarillentas. Gran cordura demostraríamos si, en lugar de dar pábulo a ese ardor poco menos que inútil frente a un enemigo condenado a desaparecer, nos despertásemos a la realidad y leyésemos en el diario de la vida. Acaso percibiésemos, a través de esa lectura, cómo va naciendo una nueva forma de mediación a impulsos del soplo del Espíritu.

Si nos empeñamos, con todo, en seguir esgrimiendo los viejos eslogans contra el autoritarismo, habrá que matizar las cosas. Allí donde hoy se peca una vez por exceso de autoridad, pécase de decenas de veces por defecto.

Me permito citar aquí, para ilustrar lo que estoy diciendo, cierta conversación que tuve con un Hermano bastante joven, pero muy capaz de juzgar acertadamente acerca de la situación.

– Hermano Superior General: Se dice que está usted preparando una circular de la obediencia. ¿Va usted a decirnos algo de las increíbles dificultades que halla hoy el Superior, luego del Concilio Vaticano II?

– No pienso decir nada sobre el particular (al menos no se me ha ocurrido hasta ahora). Haré más bien hincapié en las exigencias que el nuevo género de obediencia tiene para con los Superiores.

– ¡Lástima!, porque el poder hoy gobernar se ha convertido para no pocas Congregaciones en un problema que las está trayendo de calle. Vemos, en efecto, la de fracasos y hasta derrotas que se están echando a sus espaldas quienes nos gobiernan. Y no faltan religiosos que faltan gravemente a la caridad, aun cuando los veamos empeñados en trabajar por la unidad y la caridad.

He aquí lo que acontece, por ejemplo, en mi Provincia:

Entre aquellos – escasos en número – que podrían ejercer el servicio de la autoridad, los hay que, sencillamente, escurren el bulto. Otros han aceptado el cargo y tratan de cumplirlo lealmente, sin buscar una fácil popularidad, y han perdido, en efecto, toda popularidad. Lo malo es que el Consejo Provincial les había pedido aceptar el ser Superiores, a lo que habían accedido por espíritu de servicio y obediencia.

Ahora bien, más tarde se les obligó a sacrificarse de nuevo pidiéndoles que presentasen la dimisión, como consecuencia, al fin y al cabo, de haber proclamado, sin cobardías, el Evangelio delante de la comunidad.

Otro pequeño grupo aceptó también el cargo, pero siguió luego la fácil política de cerrar los ojos ante los abusos, por no crearse dificultades.

Los hubo, por fin, que aceptaron el cargo, se mantuvieron fieles a los deberes evangélicos que el cargo trae consigo, y han sido aceptados por la comunidad.

Hasta aquí mi interlocutor.

Análisis el suyo bastante realista y que me ha hecho reflexionar no poco.

Al buscar la renovación de la autoridad, tan maltratada en nuestros días, no hay por qué destruir a nuestros mejores hombres, ni tampoco dar entrada, so pretexto de renovación, a estilos de vida religiosa que no son ni sal ni levadura.

Tomemos muy a pechos el no anular en el Superior toda capacidad profética. Cierto que no siempre le viene al Superior las persecuciones por causa del Evangelio (pensemos también en sus yerros), pero resulta asimismo difícil encontrar un Superior verdaderamente evangélico, en el que alguna vez no se haya cebado la contradicción y la crítica.

Sea de ello lo que fuere, me vais a permitir que os hable de mi propia experiencia, a fin de no dejar en el aire, en un plano meramente teórico, cuestión tan compleja como esta de que estamos hablando.

Hace, como sabéis, ocho años que soy Superior General. Pues bien, creo que he venido ejerciendo personalmente la autoridad con espíritu de servicio, sin haberme nunca considerado como propietario de la misma, y sin deseo alguno de conservarla. Y os puedo asegurar que no he sufrido en absoluto de esa soledad de que se lamentan tantos Superiores, que afirman haber sentido en torno a sí un vacío, luego de su nombramiento para el cargo.

No; en ningún momento me he sentido como separado de mis Hermanos, ni tampoco he notado en ellos la menor falta de afecto a mi persona.

Lo digo sencillamente, para que sirva de testimonio, sin el menor asomo de reacción autodefensiva.

Creo poder también decir con toda sencillez que mi concepto de la obediencia, gracias a los esfuerzos que se vienen haciendo entre nosotros por cambiar la imagen de la autoridad, encaja cada vez mejor en las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

Quisiera me aceptaseis la siguiente afirmación: Lo que hay que hacer no es tanto transformar, a un tiempo el ejercicio de la autoridad, cuanto transformar, a un tiempo, el ejercicio de la mediación y el ejercicio de la obediencia.

Dios mismo, la tradición y la experiencia han conferido al Superior cierto papel en el seno de la Iglesia y de las comunidades. Se trata de un papel de coordinación y de animación y de mediación. No vamos, ni mucho menos, a suprimirlo; tratemos, eso sí, de ver cómo articularlo mejor y cómo volverlo más eficiente, por medio del diálogo creativo de cada religioso y de la colaboración mediadora de la comunidad.

De ese papel mediador de la comunidad quiero hablar luego, al final de la circular, aunque sea en forma de apéndice. Porque la comunidad está, en efecto, llamada no sólo a descubrir el bien común, sino también a ser vehículo de encuentro, de mediación y de reconciliación con la voluntad del Padre.

Queridísimos Hermanos:

Os presento, pues, la circular sobe la obediencia.

En principio, hubiera querido publicarla antes que la de la oración; pero advertí pronto lo difícil de ahondar en el tema de la obediencia, sin haber antes provocado en los lectores un intento, al menos, de renovación que sólo la oración podía provocar. Hubiera sido temerario, en efecto, lanzarme a sembrar una doctrina sólida como la que voy a exponer, sin haber preparado convenientemente el terreno.

Barrunto que, al leerme ciertos espíritus progresistas, van a quedar sorprendidos a caso molestos, por cuanto el viento del progresismo no suele hoy henchir las velas de la obediencia.

Y también preveo, por parte de quienes se atrincheraron en la obediencia como en un baluarte, que van a desahogar así su desilusión: “Verdaderamente, no era ésa la idea que nosotros teníamos de la obediencia”.

Permítaseme replicarles: ¿Puedo yo dar a mi Congregación un alimento que le vaya a sentar mal?

Consciente soy, pues, de la multiplicidad de reacciones, a veces contrapuestas, que mis líneas van a suscitar. Unos extraerán de ellas todo lo bueno que contienen; otros, una parte tan sólo; quiénes echarán el agua a su molino; quiénes, serán víctimas de una especie de indigestión espiritual.

¡Plegue al Señor multiplicar los casos de semilla caída en terreno fértil y bien preparado!

Yo intitularía esta circular: “POR UN NUEVO DESCUBRIMIENTO DE LA OBEDIENCIA CONSAGRADA, Y POR UNA REALIZACIÓN DE LA MISMA EN GRADO MÁXIMO”.

 

I — AFIRMACIONES O COMPROBACIONES

 

A) ECLIPSE DE LA OBEDIENCIA

 

1. La obediencia es un valor que hemos perdido.

No estoy teorizando, sino espigando realidades que he visto en diversas Provincias.

Puedo asegurar que he conocido Hermanos – los hay todavía, aunque en número reducido – que fueron formados en una obediencia muy estricta y que consideraban realmente cualquier artículo de la Regla como expresión de la voluntad de Dios, aplicable siempre al diario vivir. Voluntad de Dios era también para ellos el menor deseo del Superior. Tal mentalidad había situado a varios de ellos en una posición (o una vía, si se quiere) bastante sólida, hecha de serenidad, realismo y equilibrio.

En esa ininterrumpida fidelidad que no desprecia ni siquiera los detalles, y de la que el P. Champagnat fue modelo, viose brotar, lozana, la planta del desprendimiento de sí mimos, de la humildad y de la mansedumbre.

No puedo por menos de citar aquí el caso del Hermano Miguel Antonio (Michel-Antoine, griego de nacionalidad). Su biografía apareció en el “boletín del Instituto” (vol. 28, p. 364).

Este hermano, nacido en el seno de una familia de religión ortodoxa, tuvo que afrontar, para hacerse católico, las iras de un tío suyo violentamente opuesto a la conversión y que lo intimidó diciéndole que lo iba a denunciar a la policía. Nuestro convertido llegaría a ser, con el tiempo, pieza clave del sector marista de Grecia. Lo veremos hecho un eminente profesor, especialista en historia del arte, queridísimo tanto de las familias católicas como de las ortodoxas. ¡Bien lo demostraron con ocasión de los funerales  (1-10-1969), en  los que la catedral de San Dionisio resultó pequeña para acoger a los numerosos amigos del finado!

Tenía el Hermano Miguel Antonio un alma de niño. Tanto, que el P. Borboux, que había recibido una de sus últimas confesiones, me dijo: “Este hermano vive ya en el Cielo”.

Había dirigido yo en Grecia un retiro de animación, en el transcurso  del cual desarrollé algunas ideas que sobre la obediencia expongo en esta circular. Un buen día me viene a encontrar el Hermano y me dice:

“Comprendo perfectamente las consideraciones que usted nos ha hecho, pero el llamamiento que yo siento en mí es diferente. Mi ideal ha sido siempre obedecer ciegamente, como un niño que vive confiado por completo en los brazos de Dios, nuestro Padre”.

Yo le respondí sin titubeos:

“Ciertamente, ese llamamiento es auténtico. No constituye la norma general, pero hay personas a las que el Espíritu Santo les pide ser signos de un total abandono y de  una renuncia a la cualquier proyecto personal, con el fin de permanecer siempre en actitud de escucha delante de Dios, sin discusión alguna. Siga usted, mi querido Hermano, por ese camino”.

Como me preguntase en qué podía prestarme servicio, le pedí que pusiese por escrito el diálogo que acabábamos de tener, así como la conferencia que sobre la Virgen había dado el P. Borboux. Sería éste su último acto de obediencia, puesto que, escritos ambos textos y depositados en Correos dentro de un sobre a mi nombre, fallecía pocas horas después este santo varón que, día tras día, se había esforzado por cumplir, hasta que le llegase el postrer suspiro, la voluntad de Dios.

Dejando aparte casos como los que acabo de poner ante vuestros ojos, si consideramos cuál sea hoy día en general la postura de los religiosos frente a la obediencia, podríamos catalogarlos en tres grupos diferentes:

a) Un primer grupo lo integran aquellos religiosos que tendrían que rectificar (“reformular”, por servirme de un vocablo que se ha convertido en usual, no sé si con el consentimiento de la Academia Española de la Lengua) la idea que tienen de la obediencia. Son religiosos que permanecen fieles, eso sí y que ven en la obediencia un significado; pero que sitúan más bien dicha virtud en la categoría de las pequeñas virtudes, cuya práctica exige algún que otro esfuerzo, si bien no demasiadas veces… Tal actitud nos lleva a formularnos la siguiente pregunta: ¿Supera en dureza esa obediencia a la del hombre más o menos bien casado y más o menos bien establecido en la vida profesional?

De ella podríamos deducir que es una virtud un tanto oscura y que nos la presentaron en el noviciado como la base del más exigente de los votos, aunque, a decir verdad, nunca creíamos demasiado en semejante teoría.

Hay que ayudar a los Hermanos que así viven su obediencia a descubrirle una nueva dimensión, apoyados en una teología más bíblica, y en una sicología que se está transformando en verdadera ciencia.

Entrambos pilares son hoy necesarios, tanto para construir como para apuntalar la obediencia.

b) Un segundo grupo de religiosos lo constituyen aquellos que han perdido por completo el sentido de la obediencia, fenómeno que puede tener doble causa: o bien cesó de practicarse la obediencia, de lo cual se siguió el que su mismo valor se vaciase de contenido; o bien se perdió primero la fe en la obediencia, y siguióse luego el abandono de la práctica.

En ambos casos, habrá que decir a esos Hermanos: “Amigos, si queréis ser coherentes con vosotros mismos, tendréis que cambiar la formulación de vuestro voto de obediencia”.

No de otra manera diríamos, por ejemplo,  a los franceses: “Si de veras detestáis la guerra, tendréis que cambiar en vuestro himno nacional esas estrofas llenas de ardor guerrero” [1]

c) Integran el tercer grupo aquellos religiosos, no carentes de fervor ni de seriedad, que ven en la obediencia  que venimos practicando algo demasiado simple y vaporosos; no les satisface el admirarla como entre nubes, sino que la obligarían a encarnarse.

Más que por obediencia, la tienen por mediación, y quieren una voluntad de Dios radical. Si suspiran por constituir pequeñas comunidades, no lo hacen – al revés de como lo harían algunos – por obrar a su antojo, sino para convertirse en mediadores, unos de otros, de la voluntad de Dios; para estimularse recíprocamente a una continua superación.

Hay en todos esos casos, o al menos debe haberla, una búsqueda del sentido, pues no está bien hacer los comediantes, al convocar a parientes y amigos sin otra finalidad, en fin de cuentas, que la de conservar el principio de un folklore religioso.

Vamos a intentar plantearnos algunas cuestiones concretas:

¿Desempeña el Superior en mi comunidad el papel de:

– auténtico coordinador?

– mero administrador?

¿Qué papel le obligamos nosotros a desempeñar?

¿Resplandece en él las exigencias evangélicas y puede por ventura hacerlas resplandecer?

Cuando las Provincias envían, por ejemplo, una deliberación al Consejo General, ¿qué esperan de éste: un discernimiento evangélico, o tan sólo una respuesta de tipo administrativo?

Cómo dice Monseñor Riobé[2]: “¿Por qué nuestros diferentes consejos se parecen más a consejos de administración que a comunidades de creyentes, preocupados por escrutar los signos de los tiempos?”.

Verdaderamente le vienen a uno ganas de pensar en una nueva formulación de la obediencia y en una práctica, también nueva, de dicha virtud.

En efecto, tienen hoy los Superiores que hacer frente no sólo a nuevas cuestiones de las que podrían decir que son un estímulo para el espíritu y que los mantiene intelectualmente en forma, sino también a nuevas posturas (por ejemplo, negarse un súbdito a obedecer en la práctica), para las cuales han de encontrar también una respuesta nueva, seria y evangélica, so pena de desmoronarse no sólo sicológicamente hablando, sino incluso espiritualmente.

 

2. ¿Por qué razones se ha perdido la obediencia?

Algo está sucediendo, y huelgan las explicaciones. Ni entra tampoco en mis propósitos analizar detalladamente las causas, preocupado como estoy por el futuro, mucho más que por el pasado.

No es sólo obediencia religiosa la que está hoy dando vuelos: también la obediencia militar ha cambiado mucho, de la última guerra mundial a esta parte.

Testigos somos de los grandes crímenes de lesa humanidad a que dio origen una obediencia ciega (recordemos, por ejemplo, la historia de ciertos regímenes totalitarios).

Una rebelión al estilo de Soljénitsyne era como el doblar a muertos de cierto patriotismo, en nombre del cual se venían justificando, no mucho ha, cualquier tipo de sumisión.

Sería erróneo el asimilar cierto género de obediencia religiosa, a la obediencia ciega que a veces se practicó en el ejército y que condujo incluso a barbaridades. Admitamos, sin embargo, que tales mandatos hubieran podido ser dados en nombre de la obediencia religiosa, por más que no se justificasen en nombre del Evangelio.

Ahora bien, cuando un valor se desnaturaliza, tarde o temprano deja de sentir el peso de su venganza.

Y sucede que una equivocación de bulto cometida por un Superior que abusa de autoridad, sube como alfiler, se la pone en plural y aparece como un espantajo.

Añadid a ello, si queréis, el desarrollo de cierto naturalismo empeñado en rechazar toda carga pesada, y ya tenéis rechazados, sin apenas daros cuenta, principios de sometimiento que habían resistido impávidos el paso de los siglos.

Dicho rechazo halla su justificación – ¡cómo no! – en los más variados pretextos.

No quiere decir, ni muchos menos, que se hayan perdido todos los valores. Más aún, hay que reconocer, por ejemplo, que el sentido moral de la nueva generación es más sensible a la justicia, a los pobres, etc.

Pero el valor de la obediencia, tal como se la venía considerando en los siglos precedentes, ha sufrido una devaluación irreparable.

Cualquier intento de revalorización nos obligará a caminar por derroteros que no pueden ya ser los de antaño, aun cuando siga nuestra “obediencia” conservando el mismo nombre.

 

3. ¿Por qué derroteros orientar la nueva obediencia?

Nadie sueñe con revalorizar cualquier tipo de obediencia. Se ha hecho, en efecto, lo bastante crítica la mentalidad moderna como para dar al traste con un valor, cuando no se tiene en él confianza.

¿Continuar sacralizando un acto o un gesto vacíos de contenido,  una palabra carente de solidez en su significado? ¡Ni hablar! El religioso está llamado en la Iglesia a ser testigo. ¿Lo será de veras con sólo hacer el comediante?…

Si nuestro voto es más que fariseísmo, caerá sobre nosotros aquella invectiva de Cristo: “¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia, y ni entráis vosotros ni dejáis entrar!”.(Luc. 11.52).

Importa, pues, mucho dar resueltamente de mano a cuanto no pase de mera estructura carente de sentido, o de puro gesto simbólico, o de compromiso que no vamos a cumplir.

E importa, no menos, que nos decidamos resueltamente a inventar una obediencia susceptible de ser amada, y luego pondremos en práctica, aun cuando encontremos a veces utópicas sus exigencias.

¿Es hacedera tal opción a escala institucional? Ciertamente que sí, con tal de que comprometamos a personas que se sientan llamadas y que quieran de veras seguir el llamamiento.

El llamamiento existe: No hay más que contemplar la vida de Jesús, en quien la obediencia al Padre era algo esencial. Si la Iglesia aprueba el estado de vida religioso, a pesar de sus limitaciones, es precisamente porque tal estado constituye una respuesta a la llamada de Cristo.

Ilógico sería, en el actual periodo de renovación, no poder acudir a la vida religiosa antes que a otras partes, para ver hecha realidad la imitación de la obediencia de Cristo.

 

B) ACLARACIÓN PREVIA

Antes de adentrarnos en el problema, creo necesario ponernos de acuerdo en materia de vocabulario. Porque, al emplear la palabra “obediencia” diez personas diferentes, pudieran muy bien cada una de ellas estar aludiendo a una realidad asimismo diferente.

1. Háblase en filosofía de concepto unívoco, y se aplica a las palabras que no sugieren más que una realidad. Cuando yo digo, por ejemplo, “rojo”, estoy refiriéndome a un color único y concreto, con independencia de la forma y tamaño de los objetos que tengan ese color.

2. Hay, por el contrario, conceptos análogos: son aquellos que pueden ser expresados con la misma palabra. Así por ejemplo, cuando yo digo: ”obediencia”, cabe preguntarse de qué obediencia se trata: si de obediencia cívica, contractual, política, religiosa, evangélica o carismática. (podríamos aludir aquí al carisma de los Fundadores).

Aun dentro de la obediencia religiosa, habría que especificar si se trata de obediencia dominicana, benedictina, etc. Porque la obediencia de un dominico se basa en tradiciones democráticas boloñesas del siglo XII. La obediencia jesuítica, por el contrario, hay que encuadrarla en las monarquías del siglo XVI.

En cuanto a la obediencia de un Instituto secular, por muy elevados que sean sus valores, no tenemos los Hermanos Maristas por qué considerarla como nuestra.

Pueden los Padres del Desierto haber hablado de obediencia en un sentido, y Juan XXIII en otro sentido muy diferente. Dice, por ejemplo, el autor de la “Pacem in Terris”: “Dado que la potestad de mandar se funda en el orden sobrenatural y proviene de Dios, si aquellos que mandan lo hacen en desacuerdo con ese orden y en contra de la voluntad de Dios, no tienen ya poder de obligar”. (“Pacem in Terris”, capítulo II).

Aun cuando los Padres del Desierto hubiesen suscrito, a buen seguro, ese texto pontificio, no cabe duda que cae fuera de la orientación que aquellos Padres daban a la formación del monje. Pensaban ellos más bien en la obediencia carismática, como vía segura hacia la vida contemplativa, hacia la conquista interior del hombre por el dominio de los instintos. Experiencia que continuaron en el correr de los siglos, y que sigue aún practicando tantísimos monjes orientales de diversas religiones. Experiencia que incluso están hoy viviendo los “gurús”, a quienes acuden no pocos jóvenes occidentales, ansiosos de conocerla.

Con una mentalidad así, sería uno capaz, por obediencia, de plantar coles cabeza abajo y de regar un palo seco plantado en tierra.

Juan XXIII, por el contrario, se dirigía a cristianos que necesitaban reaccionar con todas sus fuerzas frente a un mundo descristianizado y deshumanizado (pensemos en el férreo bloque de estados marxistas y en la violencia institucionalizada de no pocos países capitalistas).

Está claro que, en este contexto, la obediencia que mejor cuadra es la de tipo “contestatario”; una obediencia que busca, impertérrita, la justicia. ¿Quién es el que no percibe esa diversidad de motivaciones y de matices de ayer a hoy, en el campo de la obediencia?

Nada tiene, sin embargo, de sorprendente que, en momentos menos críticos que los que hoy estamos viviendo, no conociera tal o cual maestro de novicios más que un tipo de obediencia, claramente emparentada con la obediencia ciega.

Ni tenemos tampoco por qué rasgarnos las vestiduras ante ciertas reacciones violentas contra “formadores que nos tenían miserablemente engañados”. Y hay que reconocer que al maestro de novicios nunca le vino el menor remordimiento por haber hecho leer a sus novicios la vida de San José de Cupertino o la de San Félix Cantalicio.

Hubiera tenido que ser un santo o un genio para discernir los diversos matices del término “obediencia” y mostrarse sensible a ellos. ¡Para que andemos luego echando chiribitas porque el siglo pasado no tuvo televisión!

Lo pasado, pasado. Aceptemos el problema tal como hoy se presenta, tomemos al toro por los cuernos y adentrémonos decididos por los caminos que llevan al remozamiento de la obediencia.

 

II.- JALONES PARA UNA TEOLOGÍA DE LA OBEDIENCIA

 

Sería tiempo perdido el proponer la obediencia como ideal, sin echarle de nuevo, pero bien echados, sólidos cimientos bíblicos.

Voy, pues, a intentar poner algunos jalones que puedan guiarnos en la búsqueda de un valor nuevo de la obediencia.

 

A) EL CRISTIANISMO ES UNA RELIGIÓN DE AMOR

¿Qué otra cosa es el cristianismo sino el beso de amor histórico que el Padre da a la humanidad en la persona de Cristo y que luego prolonga por el Espíritu? El Padre es amor, hasta tal punto que, como dice San Juan, “envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados”. (I Juan, 4.10)

Y San Pablo: “Me amó y se entregó por mí”. (Gál. 2.20). El amor constituye la esencia, la médula del cristianismo. Un amor que brota, tímido, en el Antiguo Testamento y que estalla, exuberante, en Jesucristo. Ese amor del Padre a la humanidad culmina en una total alianza – la alianza en Jesús, la alianza en el Espíritu Santo – que nos introduce  en el corazón mismo del amor.

Todas las virtudes cristianas han de ser, pues, consideradas como amor y a partir  del amor. De tal manera que digamos, por ejemplo, de la prudencia: “Para el cristiano, no existe la prudencia. Es tan sólo una delicadeza del amor".

Para el cristiano no existe tampoco la obediencia: es tan sólo una forma amorosa de complacer a la persona amada, haciendo lo que le gusta.

Ni existe tampoco la virginidad para el verdadero discípulo de Cristo. Es tan sólo una forma de encauzar la fuerza sexual y afectiva, sembrada en nuestro cuerpo, y de dirigirla por completo hacia el Padre, a lo largo de toda nuestra vida.

Sólo quien ama sabe leer la voluntad de Dios, y sin la clave del amor, es muy difícil interpretar la obediencia cristiana.

El que obedece ha de hacerlo por amor. Los designios del Padre sobre nosotros son tan sólo expresión del amor apasionado que nos tiene, aun cuando el cumplimiento de su voluntad sea para nosotros lacerante.

 

B) DEMOS POR SEGURO QUE LA VOLUNTAD DE DIOS EXISTE

Dios está pidiendo algo al mundo, a la historia, a nosotros mismos.

Por desgracia, la creencia en la gloria de Dios no parece tener hoy mucho arraigo, y  a quien proclame todavía: “Ad maiorem Dei gloriam”, se le mirará de reojo como a una antigualla, como una persona que no ha evolucionado. Tiénense, sin embargo, por personas que han llegado al culmen de la evolución, aquellas que trabajan en “abrirse” y en “realizarse”.

A falta de criterios sólidos que nos lleven a comprender la voluntad de Dios, llegamos a decir verdaderas sandeces, como esta: “En la disyuntiva de tener que elegir entre ser madre de Dios y permanecer virgen, María se hubiera quedado con la virginidad”.

Tal afirmación se basa en el concepto que de la virginidad nos hemos forjado, como de algo que tiene de por  sí contenido, de algo mágico (veneración popular que rodeaba a las vírgenes encargadas de mantener el fuego sagrado). Nada de eso: María es, antes que nada, la sierva de Yahvé. Su predilección por la virtud está fundada en el amor al Padre.

¿Qué Dios la quiere virgen? Virgen será, pues, con todo el fervor y con toda la alegría de su alma serena, sin que llegue la virginidad a convertirse en obsesión.

Metámonos bien en la cabeza que uno de los fundamentos del cristianismo es el siguiente: tomar en serio la voluntad de Dios sobre mí; creer que yo puedo tener acceso a ella, e incluso decir como Jesús: “Padre, he acabado la obra que me encomendaste”. (Jn. 17.4)

Se trata, pues, de:

1º Reconstruir, para interpretarla en función del amor, la lectura de todo: obediencia, autoridad, sistemas de gobierno. etc.

En efecto, cualquier tipo de gobierno, cualquier sistema de autoridad que demuestre mayor interés por la organización que por el amor, se traiciona a sí mismo y está arrinconado el espíritu evangélico como cosa poco menos que inservible.

2º Tomar en serio la voluntad de Dios. Ahora bien, la voluntad divina no es una industria que produzca objetos manufacturados en serie, idénticos los unos a los otros, algo así como botellas de coca-cola, pongo por caso. Dios va creando la riqueza de su Iglesia con singular precisión, por una parte, y, al mismo tiempo, con extraordinaria variedad de naturalezas espirituales que se integran en un todo llamado Pueblo de Dios.

Podemos hablar de carismas y de complementariedad. Más todavía:

3º Tenemos que apasionarnos por la voluntad de Dios.

Tomar en serio la voluntad de Dios es algo más que cumplirla cueste lo que costare, como se cumpliría un deber. Se trata de un auténtico enamoramiento, de un amor apasionado que invada hasta lo más recóndito del alma.

Nada más falso que afirmar que cumplir la voluntad de Dios es “alienante”, como andan diciendo por ahí los pusilánimes.

La voluntad de Dios, el amor de Dios, no destruye ni mucho menos al hombre. Sin que valga evocar aquí la tragedia griega. Lloremos, enhorabuena, sobre Ifigenia y sobre Antígona, personajes en los que brilla la elevación de sentimientos. Pero no son ellos los que dan su verdadero sentido a la “realización” del hombre. Busquémoslo más bien en figuras como el Padre Kolbe, que se “realizó” plenamente cumpliendo la voluntad de Dios, por más destructora que algunos individuos la consideren.

La voluntad de Dios no es más que un medio (el medio, mejor dicho) de ver cuál pueda ser el mejor futuro para nosotros; el medio también de comunicar a los demás lo mejor de los dones espirituales y humanos, a través de la historia, por cuanto verdaderamente quiere Dios hacernos partícipes de un plan maravilloso de bondad y de amor.

Ello cambia de punta a cabo el color de la voluntad de Dios.

Pensemos, por ejemplo, en aquellas palabras del salmo 49: “Si tuviera hambre, no te lo diría: conozco todos los pájaros del cielo; tengo a mano cuanto se agita en los campos…”

Dios, en efecto no tiene necesidad de nada. Si pide, es siempre para nosotros, para nuestro bien, que es un bien colectivo. Nunca querrá, por ejemplo, que sea yo asesino de mi hermano.

Si mañana tengo que vivir con el Hermano Fulano de Tal, no puede Dios querer que busque yo mi dicha y mi “realización” a costa del sacrificio y de la sangre de mi hermano; ni que haga de él tarima de mis pies.

Lo que Dios quiere es que nos amemos fraternalmente y que juntos realicemos nuestro propio bien.

No es fácil, con todo, meternos ciertas ideas en la cabeza…

Hay que cambiar de color determinado ascetismo, pues Dios no es verdugo, mucho menos un verdugo sádico.

Y palpita siempre en el divino querer una ternura mucho mayor de lo que pudiésemos imaginar.

Por supuesto, sus planes escapan a nuestra limitada capacidad de entender las cosas: a la manera de adolescentes, no acabamos nunca de comprender cómo realiza papá esto o aquello. Y, sin embargo,  lo realiza.

 

C) LA VOLUNTAD DE DIOS NO SE PRESENTA SIEMPRE DE MANERA CLARA

No; la voluntad de Dios no se nos manifiesta siempre de modo tan claro que no deje lugar a dudas.

Es propio de la condición humana el tener que servirse de mediadores para descubrir esa voluntad. Si se quiere se mediador, no basta con quererlo. Puedo yo, por ejemplo, llevar viviendo mucho tiempo con determinada persona a la que amo de verdad, y no poder, sin embargo, decir cuál sea la voluntad de Dios sobre ella.

Querrían algunos – y no estamos ante ningún fenómeno excepcional – tener una especie de certitud matemática de la voluntad de Dios.

Querrían asimismo poder construir una serie de silogismo para justificarse ante sí de vivir haciendo su propio capricho, que ellos identifican con la voluntad de Dios.

Ese no es, de ningún modo, el camino que nos lleve a cumplir la voluntad divina. A la entrada del verdadero camino, podría muy bien colocarse un cartel con la siguiente inscripción: “Dios, por encima de mí, es un amor que se da a Sí mismo por mí, envuelto en el misterio , y que se me da como una tarea: de búsqueda, primero; de pasión amorosa y de realización, después.

Soy libre de aceptar o de rechazar la voluntad de Dios sobre mí, pero si la busco, ciertamente llegaré a descubrirla.”

Le vienen a uno a la memoria aquellas palabras de Isaías citadas por Jesús: “Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, y con sus oídos oigan, y con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane”. (Mateo 13.15)

No porque uno se niegue a escuchar, va Dios a violentar la libertad humana. Ni tampoco será Dios quien impida utilizar la propia fórmula a quienes tengan metido en la cabeza  que no existe fórmula matemática para descubrir la voluntad de Dios.

Ahí está precisamente la grandeza del amor: al amor no se impone, se ofrece tan sólo.

Dios se ofrece a nosotros como don y como gracia y se queda luego esperando nuestra respuesta.

 Nosotros deberíamos responder poniendo en juego la propia libertad y abrazándonos con el querer divino, que coincide con nuestro bien, con nuestra dicha y con nuestro porvenir.

Es la mejor manera de secundarle en la realización de los planes que para cada uno de nosotros tiene trazados, planes que apuntan siempre a nuestro gozo y a nuestra fecundidad.

Mientras no lleguemos a percibir esa impronta de la voluntad divina, estaremos llevando el juego divino de nuestra vida con dioses del antiguo mundo helénico, si se quiere, pero no con el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.

 

D) DIOS QUIERE SALVARNOS Y HACERNOS SALVADORES

Hay en la voluntad de Dios elementos maravillosos, como el siguiente:

Dios quiere que seamos salvadores de nuestros hermanos, salvadores íntimamente unidos a su Hijo en la obra de la Redención y de la transformación del mundo.

No se nos llama solamente a desempeñar un papel pasivo, como el de la acogida, hermosísimo, ciertamente, pero pasivo.

Estamos llamados a trabajar activamente con Cristo en la difusión del Reino, en la construcción de un mundo mejor, de un mundo digno de los hombres, de un mundo de buena voluntad en el que pueda la paz establecer su casa.

Contemplemos a María, la mujer ideal: en un tiempo en que apenas se pedían a la mujer otras funciones que las meramente pasivas, vemos a María enrolada en un movimiento extraordinario de marcha hacia un mundo nuevo, comparable tan sólo al de Pablo de Tarso.

Con aquel sentido de la contemplación patente en los Evangelios de la infancia, y con aquel sentido suyo de iniciativa que demostró en Caná y en el Gólgota, es ella la mujer extraordinaria que acoge la iniciativa del Señor. ¡Qué dinamismo el suyo, de la Visitación a Pentecostés! Mujer fortísima, impide cualquier exceso de pasividad en el arte de obedecer.

Hay que saber, pues, captar la longitud de onda de la voluntad divina y no perderla ni un instante; de lo contrario, la verdadera vida quedará inmovilizada; permaneceremos embobados como escuchando emisiones de “varietés”, y seguiremos creyendo que eso de vivir alegres es uno de tantos artificios, fruto de la inteligencia o de la técnica.

No faltarán, en cualquier época, religiosos que busquen la liberación en el campo de la sicología; que tienen su micro-proyecto individual, sus fantasías, y que son todos ellos víctimas de las motivaciones que la publicidad ha ido preparando; religiosos que se buscan a sí mismos y que son incapaces de sacudirse ese mundillo de la técnica individualista que los viene tiranizando desde hace tal vez decenas de años.

¡Siempre como niños que no tienen idea de lo que sea útil ni de lo que sea nocivo!

Como misterio que es, suele la voluntad de Dios presentársenos mezclada con otros elementos. Conocemos indudablemente los grandes principios; pero aplicar luego esos grandes principios a descubrir la voluntad de Dios en los menudos detalles, eso ya es otra cosa… Sólo se puede conseguir por la acción del Espíritu Santo que viene en nuestro auxilio con sus dones, llámese prudencia sobrenatural, consejo, discernimiento de espíritus o sabiduría  cristiana. Voluntad de Dios sobre ti, sobre mí: algo inédito cada día. Tal es el sentido del libro de Roger Shutz: “Vivir el hoy de Dios”. Importa mucho pensar en ello.

 

E) VOLUNTAD NATURAL Y VOLUNTAD SOBRE NATURAL

Cuando estamos ya captando la voluntad de Dios y derrama ella su luz sobre nosotros, de manera que podamos desenredar las dificultades de nuestro tablero de ajedrez, descubrimos el siguiente fenómeno:

Por una parte, la voluntad de Dios implica una curiosa conjunción de elementos naturales, por cuanto Dios no se opone a la naturaleza; de ella, más bien, echa mano habitualmente. Y, sin embargo, la voluntad de Dios la constituyen también elementos que hacen a la naturaleza desbordarse por completo. Nos da la divina voluntad bienes que dejan muy atrás, iluminándolos, nuestros propios bienes, y que proporcionan un tipo de gozo muy ajeno a la naturaleza.

Intentaré de la manera más sencilla, exponeros una idea que me vienen rondando hace tiempo:

Si me hubiera yo casado acertadamente con una mujer dotada de las mejores prendas personales y hubiéramos tenido unos hijos encantadores, creo que podría hoy llevar una vida colmada de satisfacciones y de honda espiritualidad conyugal. ¿Hubiera sido mi dicha de esposo y de padre feliz, mayor que la que me ha procurado el Instituto Marista? Luego de madura reflexión, tengo que decir: No; ni la mujer ni lo hijos me hubieran podido dar la intensidad del gozo que la vida marista me ha proporcionado.

Y, sin embargo, la vida marista no es una vida normal, y al joven le parece anormal del todo. A mí ni se me había jamás ocurrido, hasta una fecha determinada, abrazarme con ella. La misma idea de ser sacerdote se me hacía insoportable, y el ser marista ni siquiera lo pensaban de mí los demás. Cuando la voluntad de Dios se hizo patente y hablé de ello a mi profesor, me dijo éste: “Quédate donde estás y déjanos en paz a nosotros”. Ese profesor era marista y no carecía de motivos para hablarme así. Sólo que cuando Dios quiere una cosa, ya se las arregla para hacerse oír. Un buen día agarra a uno por los cabellos, como hizo el ángel con Habacuc, y los  transporta a Nínive… o a Roma.

¿Quiero significar con ello que va la voluntad de Dios a ponernos en una situación fuera de lo natural, por encima de nuestras posibilidades?

Lo que yo digo es lo siguiente:

La voluntad de Dios juega con dos elementos: de un lado, con la naturaleza, convencida ésta de que sólo puede realizarse a sí misma en tales o cuales condiciones; de otro lado, con lo incomprensible, a saber, con una ayuda increíble de lo Alto, ayuda que la fe de nuestros mayores acogía tranquilamente, pero la “descreencia” de hoy no acepta con demasiada facilidad.

Digamos que la fe está hoy pasando por un período crítico que podríamos considerar como de “endurecimiento del tímpano”. Prueba, por cierto, bastante dura.

Enviad, por ejemplo, a David Oistrakh[3], reputado como el mejor violinista del mundo, a trabajar durante ocho días a una mina con una excavadora, y veréis qué concierto… Por de pronto tendremos a un músico tarado, no sabemos por cuánto tiempo.

Tiene la voluntad de Dios infinitos matices, que my pocos aciertan a explicar, al menso de manera clara y convincente; sólo las almas en quienes anida una finura espiritual podrían hablarnos de ellos con conocimiento de causa.

¿Quién podría, pongo por caso, explicarnos racionalmente cómo haya podido Dios llevar a la muerte a su propio Hijo?

En vano intentaremos racionalizar la voluntad de Dios con arreglo a la estrecha idea de nuestro pequeño bien, como medida de criterio para discernir esa voluntad.

Fácilmente aceptamos la voluntad del Padre cuando son mínimas sus exigencias. La cosa cambia, sin embargo, desde el momento en que las exigencias se vuelven costosas.

¡Y pensar que es ahí donde la cristificación alcanza su mayor hondura!

No seré yo quien endose al a voluntad divina todas las tonterías que comenten los hombres; v. gr., mandar sin haber reflexionado y decir, por añadidura, a la víctima de mi atolondramiento: “No tiene usted más que ver en el mandato la voluntad de Dios”. Es una explicación demasiado simplista, Como dice un obispo: “El respeto profundo que debemos a la palabra de Dios debe hacernos lo bastante delicados como para no tomar nunca por palabra de Dios la palabra humana, por mucho respeto que esta última nos merezca; sin situar nunca ambas al mismo nivel”.

Hay muchas cosas que ocurren en contra de la voluntad del Padre y a pesar del poder que tiene el Padre. Si alguno pregunta:

“¿Por qué lo permite Dios?”,  habrá que responderle: Porque no somos marionetas y Él toma muy en serio nuestra libertad. De ahí que confíe verdaderamente la historia de la salvación a la libre voluntad de los hombres y a la guía de su Espíritu. Y podemos realmente suscitar obstáculos al plan de Dios. Precisamente consiste la grandeza divina en jugar con esa libertad humana – que es una verdadera libertad –; con ese hombre que tiene verdadero poder de obrar el mal, aun cuando Dios no quiere que obre así.

Dios es, por su Espíritu, lo suficiente poderoso como para guiar a la humanidad y a la Iglesia hacia la Redención, a pesar del hombre. No hay que olvidarlo.

No pongamos, pues, demasiado fácilmente la etiqueta de “voluntad de Dios” a cualquier cosa; convengamos, por el contrario, luego de hacer entrar en juego la experiencia, en que hay cosas negativas que suceden sin saber uno de qué manera y que juegan, según el querer de Dios, un papel importantísimo en el camino hacia la cristificación.

Pienso ahora en cierto Hermano, enfermo de cuidado y víctima de intensos dolores. No llegaba a una aceptación de su estado “¡He sufrido tanto!” … Y luego: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

Un Hermano que lo visitaba con frecuencia, le dijo: “No; Dios no te ha abandonado. Te hace semejante a Jesús y te muestra, por el afecto de que todos te estamos dando prueba, que realmente es Padre. ¿Aciertas a llamarlo Padre?. Replicó el enfermo: “Es difícil”…

Dos días antes de su muerte, volvía a él la calma y el abandono en la voluntad de Dios; gracia que le había obtenido, sin duda, la oración fervorosa de cuantos le rodeaban.

No basta con que se diga una a sí mismo: “Dios quería que sufriese así”. En el caso del enfermo de que acabo de hablaros, un examen del acontecimiento nos permite sencillamente pensar: Dios quería, a través del mal físico del dolor, realizar un gran bien.

 

F) LÍNEA HISTÓRICA DE LA OBEDIENCIA

 

a) El misterio de la obediencia en la Biblia

Hállase, a lo largo de la historia de la salvación, una línea continua de obediencia. No explícita, ciertamente, pero existe aun cuando no se la nombre, pues lo de menos es el vocablo.

¡El concepto vaya si aparece claro! ¡Como que si algo da unidad a toda la historia de la salvación es precisamente la alianza con Dios!, con un Dios que desciende hasta la humanidad, hasta un pueblo preferido; hace de él su aliado, con un acto de amor, y le da una ley: “Si observares mi Ley y caminares por mis sendas, Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo…”.

Y ello se lo repite sistemáticamente a Abrahán, Isaac, Jacob, José y a todos los grandes Patriarcas; es algo que va creando en Israel una mentalidad.

Llegará la cautividad, y todo ese pueblo, despojado, destruido, disperso, ese pueblo sistemática y constantemente perseguido, va a tener que continuar creyendo en la Alianza. Aprenderá de los profetas dónde está el verdadero sentido de esa Alianza: No se trata de un pacto ya hecho, sino de un pacto que tendrá plena realización en el Mesías.

Y Jesús cumplirá, efectivamente, esa Alianza. ¿Cómo? Bajo la forma de una obediencia la más absoluta que pudiera uno pensar. Si; por una obediencia, impregnada y penetrada de la voluntad del Padre: “Yo no hago mi voluntad, ni son mías las palabras que yo digo”. “Si dijera que no conozco al Padre, sería como vosotros, un mentiroso”. (Jn 8.55). “Lo que hace al Padre, lo hace también el Hijo. El Hijo no puede nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre”. (Jn 5.19). “Vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre”. (Jn 8.44)

La Alianza realizada en Cristo es, pues, ante todo, alianza de una vida consagrada por entero a cumplir los planes de Dios. Ya se lo dijo Jesús a Pedro: “Tenéis que estar dispuesto a extender los brazos, a dejarte ceñir y a ser llevado adonde no quisieras”.

Me viene a la memoria un artículo escrito hace algunos años, en el que se zahería la pasividad de quienes se contentan con realizar un programa establecido antes que ellos en materia de obediencia religiosa: “Un cristiano – decía el articulista – nunca será para el mundo un hombre positivo ni una fuerza motriz de la historia, sino una persona que siempre a la zaga de los demás”.

La verdad habría que buscarla en estas palabras de un gran teólogo: “El que los cristianos no hayan sido bastante revolucionarios no hay por qué achacárselo a su obediencia, sino más bien al hecho de que no ha sido precisamente la obediencia a la Palabra de Dios la virtud que haya gozado entre ellos de mayor predicamento.”  Porque la verdad es que la voluntad de Dios es un poderoso impulso que lanza al cristiano a comprometerse en el mundo y a luchar con denuedo por transformar el mundo. A condición, por supuesto, de luchar contra la superficialidad y contra la esclerosis del espíritu.

Importa, pues, mucho recordar, en contra de cierta literatura que anda por ahí, que nos cansaríamos en vano si buscásemos en las entrañas de la historia los motivos válidos para impulsar al hombre a oponerse a la voluntad de Dios.

Digan lo que digan los sicólogos, está bastante clara la Escritura: Nadie puede oponerse a la voluntad de Dios apoyándose en la propia Escritura.

Por otra parte, no es necesario hace hincapié en tal o cual texto para justificar la obediencia; basta con apoyarse en el conjunto de los textos.

Es, en particular, la entera postura obediente de Cristo la que debe informar la conducta del cristiano, y la vida cristiana tiene por fuerza que conformarse con la exhortación del Apóstol: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios” (Col. 3.1)

Cada uno de nosotros es, en efecto, portador de un misterio: Jesucristo es yo mismo, y yo mismo soy Jesucristo, en el más hondo significado de la expresión.

 

b) Implicaciones en la vida cristiana

Careados con este misterio, está claro que no cabe en nosotros cualquier género de conducta. El cristiano auténtico se siente atraído por Jesús, enamorado de Jesús, hasta tal punto que ve nacer en sí una nueva forma sicológica de ser y de pensar. Las manifestaciones de tal sentir no admiten equívocos. Puede darse, por ejemplo, que en medio de un mundo en crisis, no halle un  Hermano aquellas palabras, aquella flexibilidad de espíritu, ni aquella técnica apropiada para anunciar a Jesús  por medio de una catequesis adaptada a nuestro tiempo. Pero si ese hermano ama de veras a Jesús, no será todo ello como lanzar por la borda un peso molesto, sino un arrancarle del corazón algo que le es muy querido. No se trata, ni mucho menos, de una herida del amor propio, sino de un dolor radical que atenaza el alma al ver a Cristo rechazado.

Quisiera citar aquí el caso, extraordinario porque sí, de uno de los profesores que tuve en la Universidad. De uno profesor que me enseñó filosofía de la ciencia, sexología, teoría del conocimiento, metafísica, etc., y que nunca explicó propiamente una lección de religión. Pero ¡qué lecciones las suyas tan impregnadas de fe y de espíritu evangélico! La religión no era para él un paréntesis que se abre y se cierra para dar entrada a un retazo de ciencia religiosa, ni a un anuncio publicitario. En él vivía la fe como flor eternamente fresca y de irresistible atractivo. Una flor siempre presente en sus lecciones. Aún explicando materias profanas, era impresionante ver cómo abordaba temas de fe, de vida religiosa, de todo cuanto grande y bello hay en el mundo.

Cuando alguna de sus clases caían en sábado, día en que organizábamos en mi comunidad una salida semanal, sentía de veras el perderme aquella clase de tan extraordinario maestro. Lo mismo  ocurría a la mayor parte de mis condiscípulos, si por a o por b no podían asistir a una clase de Oswaldo Robles.

Fue, con todo, más tarde cuando conocí íntimamente a mi profesor, durante la preparación de mi tesis. Al preguntarle un buen día por su salud, me respondió: “No ando bien. Siento agudos dolores en la columna vertebral y se me ha prescrito incluso morfina como calmante. Los médicos me dicen una cosa, pero yo sé bien que es otra – no en vano tenía dos doctorados y poseía, además, elevados conocimientos en medicina. De aquí a tres meses voy a tener una hemorragia cerebral que me llevará al sepulcro”.

Algo sabía yo de su trabajo agotador. Dormía tan sólo cuatro horas; dedicaba cada mañana una hora a la oración personal y asistía, además, muy temprano al Santo Sacrificio, para comenzar puntualísimo el trabajo profesional. Creyéndome en la obligación de recomendar moderación a mi querido maestro, le dije un día con toda confianza: “Tendría usted que aminorar el ritmo de trabajo y descansar un poco”.

“No – me contestó, sereno -; sé muy bien que no voy a durar más de tres años, y quisiera quemarlos por entero en el mejor servicio de Cristo y de la Iglesia”. Esa idea constituía en él una verdadera obsesión.

De él recogí también la siguiente confidencia: “Ya lo ve: mis dolores son terriblemente agudos. Pero le puedo asegurar que estoy prácticamente, desde que comenzaron, llevando una vida de unión íntima y casi continua con Dios. Me parece que lo estoy viendo y que lo palpo. A ese precio, merece la pena abrazarse con lo que venga, llámese dolor o llámese muerte”.

Dejé la capital, para no volver a ella más que unos tres años después. Una de mis primeras visitas fue para el doctor Oswaldo Robles: Lo encontré en una clínica, casi agonizante, víctima, como había predicho, de una hemorragia cerebral. Logró salvarlo un primo suyo, eminente neurólogo, si bien quedó mi buen amigo medio paralizado y con afasia. Tuvo coraje para comenzar de nuevo estudios de español, francés y alemán. Fueron cinco años de sobrehumano esfuerzo, que le dejaron acomplejado: No hablaba ya en voz alta; había perdido la elocuencia y se le dormían los oyentes. A sus antiguos alumnos, que intentábamos darle ánimos, nos replicaba: “No me vais a engañar; estoy ya hecho una lástima”. Cierto que ni la lucidez ni la riqueza de pensamiento habían sufrido en él merca alguna. De ahí el que siguiese escribiendo como antes, a pesar de que le faltaba la elocuencia en la cátedra. Echóse una vez a llorar  lágrima viva delante de mí, en un desahogo que duraría como unos cinco minutos. “Cálmese, mi querido amigo – le dije -. ¿Acaso se le vino abajo aquella generosa aceptación de la voluntad de Dios?”. “Nada de eso, mi querido Hermano Basilio; puedo asegurarle delante de Cristo que nunca, en veinticinco años de triunfos universitarios, he pensado ni por un minuto en Oswaldo Robles; mi pensamiento se ha centrado en Jesucristo, y si ahora lloro es por que he perdido el único instrumento de que disponía para trabajar por el Reino”.

Permitidme que cite todavía la siguiente anécdota de mi profesor: Cargaba a sus alumnos de un trabajo bárbaro. Un sábado, lo recuerdo muy bien, había explicado brillantemente en la cátedra durante tres horas. ¡Tres horas de apretado y sólido discurso!  Al comenzar la clase del día siguiente, teníamos que presentarle, por turno, una síntesis de la última lección explicada. Aquella vez nos mandó , además leer el “Discurso del Método”, de Descartes, y presentarle por escrito una crítica de lo leído. Comienza la clase y se dirige a mí: “¿Podría usted, señor Rueda, darme una síntesis oral de lo explicado el último día?”. Yo me disculpé ingenuamente diciendo: “Perdone; me he dedicado de lleno al “Discurso del Método” y no me ha quedado tiempo para resumir mentalmente la última lección que usted nos explicó”.

Respondióme el maestro con la mayor serenidad: “Supongo que no tomará a  mal lo que voy a decir: Apenas supe que usted, alumno mío, era religioso, me dije: “He aquí un hombre que Cristo me envía para que yo lo prepare al mejor servicio de la Iglesia y del Reino”. Me gustaría de veras que, la próxima vez, cercene usted tiempo del sueño o de la comida, si es preciso, para que no tenga que venirme con la misma excusa de hoy”.

Ni que decir tiene que lecciones como ésta no las olvida uno así como así. Y si os he contado esta serie de anécdotas, supongo que estáis adivinando el porqué. La gran lección por extraer sería la siguiente: Frente a los problemas que hoy suscita la catequesis, compréndese el que haya Hermanos con razones válidas para no enseñar Religión – convendría estudiar cada caso con el Superior -, pero jamás debe resignarse un Hermano a dejar de transmitir, cuando enseña, el mensaje de Cristo. No caben indiferencias.

Ya los veis: Yo me considero hijo espiritual de un profesor que nunca me dio clases de religión y, sin embargo, ¡Cómo inundó mi alma de un alto espíritu evangélico!

Y la primera lección que me dio fue precisamente la de la obediencia. Cuando ya tenía yo mi tesis a punto de acabar, he aquí que me envían al Juniorado. Voy a encontrar a mi profesor y le digo: “Tengo ya casi todo listo, pero resulta  que me envían fuera de aquí”. Su respuesta fue la siguiente: “Hermano, si Dios le pide marcharse, no cabe discusión. Yo me muevo en el terreno de la ciencia y la ciencia no vale lo que vale Jesucristo”.

Más tarde, acabado mi tesis y habiéndome ofrecido una cátedra en la Facultad de Filosofía de los Jesuitas, he aquí que se me envía al Mundo Mejor, lo cual suponía dar de mano a la enseñanza de la filosofía para ponerme al alcance de un auditorio popular. También entonces tuvo mi maestro una frase edificante: “No titubee, Hermano, ni por un solo instante; váyase y obedezca”.

Me siento bastante libre de poder hablar de Oscar Robles porque ya murió y porque la experiencia con él vivida es de veras aleccionadora. No es la obediencia cristiana una ley externa que se impone, sino que procede del interior. Es fruto del Espíritu Santo y se produce en esa vida interior que llamamos ”Cristo viviente en nosotros”. Se trata, nada menos, que del propio Cristo, el cual, “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle, fue escuchado por su reverencial temor. Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia”. (Heb 5.7-8) La expresión es muy significativa: aprendió la obediencia.  Todavía tenemos a Cristo dispuesto a ir aprendiendo la obediencia en nosotros.

 

III — LEYES INTRÍNSECAS DEL MISTERIO DE LA OBEDIENCIA

 

A) LA LEY FUNDAMENTAL ES JESÚS

El fundamento de la obediencia cristiana es Jesucristo. No está sujeto a la Ley, sino que está por encima de la Ley, y al estar Él por encima de la Ley, nos libera a nosotros con el fin de que seamos verdaderamente libres. Así se desprende de la doctrina de San Pablo: “Vosotros habéis muerto a la Ley por el Cuerpo de Cristo”. (Rom. 7.4)

Toda la epístola a los romanos es un canto de triunfo que proclama la muerte de la Ley y la incomparable superioridad de la fe en Cristo Jesús. Jesús mismo lo había dicho: “La obra de Dios es que creamos en Aquel que Él ha enviado”. (Jn. 6.29)

Lo esencial de la actitud de Jesucristo en el mundo viene indicado en el capítulo segundo de la epístola a los filipenses: “Él (Cristo Jesús), a pesar de tener la forma de Dios, no reputó como botín codiciable el ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y así, por el aspecto, siendo reconocido como hombre, se humilló haciéndose obediente hasta al muerte y muerte de cruz, por la cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre”. (Filip. 2.6-9)

 He aquí la síntesis.

Con todo, Jesús no temía afirmar su personalidad en relación con la Ley. Deberíamos leer con calma las siguientes frases, verdaderamente expresivas: “Habéis oído que se dijo a los antiguos…; pero yo os digo…” (Mat. 5.21 ss.). “Pues yo os digo que lo que hay aquí es más grande que el templo”. (Mat. 12.6). “El hijo del hombre es señor del sábado”. (Mat. 12.8)

Sólo que Jesús, aunque está muy por encima de la Ley, no se aprovecha de esa excepcional situación. Si está por encima de la Ley, es únicamente para hacerse completamente obediente y obtener de nosotros una total adhesión a su obediencia.

No se trata de un voluntarismo que nos capacite para practicar un sesenta o setenta por ciento de los 613 preceptos que constituían el código de los fariseos, sino de ser los continuadores de Cristo en la total sumisión al Padre.

Esa es, ni más ni menos, la misión de Jesús, tal como nos ha sido transmitida, ante todo por la oración sacerdotal: “Mientras yo estaba con ellos, conservaba en tu nombre a estos que me has dado”. (Jn 7.12) “Yo ya no estoy en el mundo… Mientras yo voy a ti, guarda en tu nombre a estros que me has dado”. (Jn 7.11) “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn. 17.15) “Tu palabra es verdad”. (Jn 17.17).

Esta oración sacerdotal es el texto básico para que vivamos al ritmo del corazón de Cristo, y tiene su digno remate en aquella frase tan significativa: “Yo te he glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar”. (Jn 17.4) Frase más importante aún – más explicable, si se quiere – que la de “consumatum est”, susceptible esta última de muchas interpretaciones.

Ha cumplido, pues Jesús su obra de jefe de fila. La palabra de San Pablo (Rom. 8.29) es, por otro lado, mucho más precisa: Es el “primogénito entre muchos hermanos”, pues no se trata únicamente de un modelo que imitar, sino de una vida que debe continuarse.

Cristo, en efecto, fue sustraído por la muerte y por la resurrección a la ordinaria condición humana; el nuevo estado de su cuerpo lo arrebata físicamente a la historia. Aquel hombre llamado Jesús, hijo de María, recibió, por así decirlo, una inyección del Verbo y se despojó de su personalidad para vivir la personalidad del Verbo; mantendríase luego vivificada a lo largo de toda su vida.

Al perder, por la muerte y la resurrección, las condiciones físicas de actuación en la Humanidad, vese necesitado de acudir a otras naturalezas humanas, a otras voluntades, a otros pies, a otras manos, a otros libres árbitros que quieran ofrecerse: “Señor, no puedes contar con la humanidad física de Jesús. Heme aquí; yo te ofrezco, íntegra, para tu Verbo, otra Humanidad, no tan sólo un cuerpo; unos pies, unas manos, una cabeza… Te ofrezco un libre árbitro, una sicología, un corazón; inúndame de tu Espíritu, porque yo quiero que tu Verbo llegue a posesionarse de otros hombres en quienes pueda vivir, con el fin de continuar la tarea que comenzó y de llevar a feliz término entre los hombres tu historia de salvación”.

Y realmente el Verbo que hizo vivir de manera divina a Jesucristo hombre, que habita hoy en nosotros como en otros Cristos, quiere crear hombres obedientes, revolucionarios de la historia.

Tenemos ahí la clave de la obediencia cristiana. Sólo merece sacralizarse una obediencia cristiana, una obediencia orientada en ese sentido, un sistema, una forma de gobierno que permitan convertir esta teoría en realidad, por cuanto es ella uno de los pocos consejos evangélicos a los cuales llega uno a comprometerse con otro.

 

B) LAS LEYES DE LA OBEDIENCIA EVANGÉLICA.

Es cuestión de saber si los sistemas de obediencia vigentes hoy en la Iglesia son, en efecto, auténticamente evangélicos.

No basta con pronunciar la palabra obediencia para creernos ya ante un valor cristiano. Es la obediencia un concepto “análogo”, susceptible por lo tanto de múltiples interpretaciones. Puede darse, en el seno de una institución religiosa, un sistema de gobierno administrativo, comercial, industrial, contractual, democrático, etc.

El hecho de estar constituida una sociedad por personas consagradas, no la priva para nada de su ser humano. Más aún: es relativamente fácil caer en un naturalismo – humanismo si se quiere – en el cual van a entenderse muy bien personas maduras, pero donde no quede lugar ni para el misterio de la gracia ni para el misterio de Cristo obediente a su Padre.

Insisto, pues en la idea de “leyes intrínsecas de la obediencia”, pues el problema está en saber cómo puede funcionar una obediencia evangélica que no venga impuesta desde fuera, ni que sea facultativa.

Se trata de ver en virtud de qué leyes vaya a nacer y tenga vida, en un ambiente humano real, el misterio de la obediencia.

 

1. Jesús es modelo y fuente de obediencia

Conviene insistir en que Cristo es el modelo y el manantial de nuestra obediencia. De lo contrario inútilmente buscaremos aquel texto o aquellos textos bíblicos en los que fundamentar nuestra obediencia religiosa: nos perderíamos en estériles discusiones. El fundamento es sencillamente – lo he dicho ya sin rodeos – toda la Biblia y, sobre todo, toda la existencia terrena del Verbo. Podría muy bien sintetizarse en aquella frase de Jesús: “El padre es mayor que Yo”. (Jn 14.28)

Con estas palabras quiere Cristo recordarnos aquella postura suya de obediencia, en virtud de la cual cumplió en todo momento con la voluntad del Padre, y realizó una misión de la que podría decir, al final de su carrera mortal: “La he cumplido fielmente” Frase que nos lleva a un Jesús, no sólo maestro de obediencia, sino dador de los medios que llevan a la obediencia. Y esa especie de poder que nos da de obedecer es precisamente lo que pone en marcha nuestra obediencia. Puédese, por lo tanto, afirmar que cuando no somos obedientes o no tenemos ganas de obedecer, estamos demostrando que no dejamos a Cristo actuar en nosotros.

La vida del cristiano no tiene por qué ser diversa de la vida de Cristo (estoy refiriéndome a la vida divina, en el más estricto sentido del vocablo). Vida que da origen al poder actuar; a cierto modo de ser, de pensar, de sentir, de concebir, de querer. ¿Cómo tenerla en letargo, habiendo sido hecha para crecer, para que reproduzcamos en nosotros los gestos de Cristo y gustemos de aquello que a Cristo agradó?

Es el Cristianismo como una nueva naturaleza humana que se ofrece al Verbo en determinado momento de la historia , A este Verbo lo encarna Dios para salvación del mundo, fundamentalmente y antes que nada en Jesús, el Hijo de María; introdúcelo en la comunidad de una sola persona divina y le hace llevar a cabo la salvación del mundo por medio de la obediencia. (Fil. 2.8)

Esta obediencia irá Él incluso a enterrarla, a incorporarla al cosmos, para arrancarla luego a ese cosmos, y ello lo realiza con su muerte y resurrección. De entonces esa parte, su nueva presencia en el mundo ejerce una doble actuación: a) directa, por los sacramentos que ha transmitido, por su palabra presente en la Escritura y por su Espíritu Santo que nos conduce en toda verdad; b) indirecta: su acción quedaría, con todo, bloqueada e inacabada, porque, a menos de un milagro, el vehículo de encarnación y de presencia tangible que existía en el Verbo encarnado no la ejerce ya directamente. Precisa, pues, que la continúe indirectamente, en nuevos miembros que lo revelen en esa disponibilidad hacia el Padre que se hizo alma en el hijo de María.

No se trata de una sacralización ritual que se realice en tal o cual día (el del bautismo) y se acomode luego a una vida cualquiera, sino de una sacralización de conversión que pone en su debido sitio fermentos destinados a elevar el mundo cristificándolo. Uno de dichos fermentos es la obediencia religiosa, por la cual ofrece el hombre su vida al Padre, para ser transformada de continuo, un día y otro día.

 

2. Existen, con todo, diferencias entre Cristo y los cristianos.

a) Jesús sabe en todo tiempo qué es lo que quiere el Padre, y los sabe siempre sin ningún género de misterio. No necesita de mediación: la voluntad de Dios para llegar a Cristo es inmediata. Para nosotros, sin embargo la voluntad del Padre no siempre aparece clara. Momentos hay en los que hasta un santo tiene que preguntarse, acosado de incertidumbre: “¿Qué debo hacer? ¿Qué pide Dios de mí?”. No hay más que leer las cartas del Padre Champagnat…

b) Cristo quiere siempre lo que quiere el Padre. No quiere nunca lo que al Padre no le agrada. Y quiere todo aquello que el Padre también quiere.

Al tratarse de nosotros, la cosa, por desgracia ya cambia. No siempre queremos con el Padre ni como lo quiere el Padre; con frecuencia le damos un “no”. Y cuantas veces rechazamos la luz de lo Alto y vamos a “buscar consejos a Egipto” y “cocemos a nuestro gusto” los datos del problema para obtener la respuesta que deseamos, estamos haciendo los comediantes.

En los entresijos de ese juego tortuoso, donde se entrecruzan transmisiones y comunicaciones y donde pedimos tiempo, mucho tiempo, para reflexionar, realizamos un trabajo ya superficial, ya desenvuelto: lo único claro es que no queremos la voluntad de Dios o que, por lo menos, no la queremos íntegra.

c) Otra diferencia es precisamente la intensidad del amor con la cual queremos lo que quiere el Padre. Jesús lo quería siempre con todo su ser. Es de ello expresión visceral aquella frase suya: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Dios”. (Deut. 8.3; Mat. 4.3)

No es Jesús un platónico que se divierta en hacer filigranas de pensamiento. Es más bien un existencialista: para Él, las ideas se identifican con el vivir. Se nos da la verdad para que la introduzcamos en la vida; no para hacer con ella doctas lucubraciones.

Véanse, pues, otras diferencias entre Jesús y nosotros. Permitidme hacer hincapié en esa mediación de la que no tiene Él necesidad, pero sí nosotros. Es posible que se recrimine con vehemencia a la Iglesia del postconcilio Vaticano II (no me refiero a los textos, sino a la vida) el modo cómo viven los religiosos, los sacerdotes, los seglares, la Iglesia en general. Acusación que podría formularse así: Se ha insistido mucho en la Iglesia como comunión, y muy poco en la Iglesia como mediación. Hemos acabado por transformarnos, como ocurre en el campo de la química, al perder el sentido de un elemento esencial de nuestra condición humana: la necesidad de ser salvados. Vacío que nos lleva a cometer actos de orgullo y de temeridad. Llegado el momento de abrir caminos, de poco nos servirá la fe en nuestro propio yo. Trátase, pues, de no ceder ni en sentido vertical ni en sentido horizontal, ni en apertura al Espíritu ni en mediación de la Iglesia.

Trae Gérad Bessière una comparación muy sugestiva: se trata de vadear un torrente en una noche de niebla. Tenemos que vadearlo y se cuenta con los medios. Lo importante es descubrir por qué lugar se puede hacer pie. Aun cuando nos creamos hombres de avanzadilla, no podemos olvidarnos de los demás. No se trata de pasar solos ni de elegir los compañeros de viaje; hay que hacerse cargo de toda la muchedumbre.

Aparece una doble tentación: a) la de aquellos que centran su interés en una Iglesia institucional demasiado estructurada y que piensan: “Aquí me hallo yo seguro; no me vengan con acciones del Espíritu Santo”; b) la tendencia de quienes confían todo a la acción del Espíritu Santo y pretenden vivir del soplo del Espíritu sin admitir apenas la mediación. Ahora bien, el hombre necesita en absoluto de la mediación. No hablo de una mediación de cada día, sino de una mediación absoluta, a causa precisamente de la distancia que hay entre Cristo y nosotros. Distancia que varía, como es lógico, de un cristiano a otro. Hay cristianos tan alejados de Cristo, que no pasan de ser una caricatura de Cristo. Tiene San Agustín, a este respecto, una frase muy aguda: “Oh Verdad eterna, cuando por primera vez te conocí, me alzaste para que viese…  y temblé de amor y de espanto, al descubrir lo alejado que estaba de ti, en aquella región donde las cosas son tan dispares entre sí” (VII, X,16)

Y no es que San Agustín esté aquí haciendo retórica. Lo que hace es una perfecta fotografía de su vida, y descúbrese tal como es frente al amor, “en aquella región donde las cosas son tan dispares entre sí”. Pero añade una respuesta alentadora de parte de Dios: “Yo soy el alimento de los grandes; hazte grande, y comerás… y vas a ser tú quien se transforme en Mí” (VIII, X, 16)

Cuando uno ha leído a San Agustín y oye luego decir tranquilamente a un cristiano: “Yo me basto solo y puedo también determinarme por mí mismo, sin necesidad de mediación”, se convence de lo necesitados que andamos de santos que nos digan lo contrario con su ejemplo. De santos como Francisco de Asís, que se llamaba a sí mismo gran pecador. Y, sin embargo, ¡qué parecido el suyo con el de Cristo, qué vecinidad con Jesús! No se necesita ser lince para ver transparentarse a Jesucristo en la vida de Francisco. De un hombre en quien la vida de Cristo llegará a cambiar los gustos. ¿Quién se sorprenderá, pues, de oírle cantar el himno a la hermana muerte?

La sonrisa ante la muerte, la  he visto yo también dibujada en el rostro de algún Hermano y de algún sacerdote. Si efectivamente va desarrollándose el Bautismo en un hombre para sostener aún el último acto de obediencia, le oiremos decir “sí” al Padre, cuando le envíe la muerte. Madurez del Bautismo, plenitud de la profesión, que confiere facilidad al acto difícil de morir: morir puede llegar a ser fácil e incluso deseable.

He ahí uno de los aspectos del parecido entre Jesús y nosotros.

Todos, quienes más, quien menos, tenemos necesidad de mediación. Cierto que conforme se va uno crisitificando y dejar obrar a Cristo, va también disminuyendo esa necesidad y aumenta el poder de autonomía en el Espíritu Santo. Cuanto más lejos se va, por el contrario, mayor la necesidad tienen uno de mediación.

Es lógico que sean los jóvenes quienes más necesiten de la mediación, por cuanto son todavía unos principiantes en la vida espiritual. Con todo, deben tener los mayores suficiente capacidad de compresión frente al joven que no acepta la mediación por una especia de reacción contra lo que él cree falsificaciones de la obediencia.

Pero que no se lleve tampoco a engaño la juventud: Su rebeldía es con frecuencia un mero pretexto, por cuanto esas falsificaciones que tanto les irritan, existieron ya en el pasado y quizá con mayor virulencia que hoy. Por otra parte, tendrían que darse cuenta de que la historia se va repitiendo: Esos que tan intransigentes se muestran ante el pretendido despotismo de los de arriba, es muy probable que caigan, de aquí a cinco diez años, en otro despotismo mucho más duro, cuyas víctimas serán los inferiores que tengan entonces a su cargo.

Ciertas alergias a la obediencia podrían achacarse, al menos en parte, a métodos de autoridad poco evangélicos. Llegan, en tales casos, un momento en que el obediente de tipo medio se percata de que algo no funciona, y se dice: “Estoy a punto de despersonalizarme, de alienarme por determinados actos de obediencia”.

Por otra parte, con quiera que los jóvenes tienen reacciones muy espontáneas (demasiado, a veces), no ponderan suficientemente las cosas y toman el rábano por las hojas. Lo malo es que son a veces los más necesitados de mediación quienes precisamente la rechazan.

 

3. Hay que tener en cuenta el peso de la experiencia humana y de la inmanencia humana.

Algunos van todavía más lejos, y se dicen: “¿Obedecer yo? ¿Para qué? Ya soy hombre granadito y me basto a mí mismo”.

Tal vez tengan su parte de razón. Pero, ¿quién es el hombre que puede considerarse “granado”” si se compara con Jesucristo?

El hombre maduro puede bastarse a sí mismo en muchos aspectos del orden natural o humano. ¿Trátase, por ejemplo, de una empresa? En contado con una buena planificación, un buen técnico de programación, un buen analista del mercado, una conveniente preparación pedagógica, podría muy bien decirse uno: “Me basto”. Y, por ese lado, estaría ciertamente de más el pedir ayuda al Superior, a menos que fuese un especialista en la materia.

Pero yo estoy aquí tratando de una obediencia evangélica y de la búsqueda de la voluntad de Dios en determinadas circunstancias. Ahora bien, lo que obstaculiza la voluntad de Dios en esa circunstancia es el pecado, que tiene la dimensión religiosa de ser antítesis de la voluntad de Dios. Cierto que algunos cursos de teología están hoy dando al traste con tal o cual idea superficial que del pecado teníamos. ¡Enhorabuena, si con ello borramos de la lista de pecados aquellos actos que nunca hubieran debido considerarse como tales! Una cosa, con todo, permanece esencialmente válida, a saber: que el pecado reside en lo más hondo del hombre, y que no hay que considerarlo tanto en las acciones cuanto en el corazón. Si el hombre es pecador, lo es, sobre todo de puertas adentro. Claramente lo explica San Juan en su primera epístola: “Si decimos que no hemos pecados, hacemos a Dios mentiroso y su Palabra no está en nosotros”. (I Jun. 1.10).

No podemos echar por la borda nuestra condición de pecadores, sin convertirnos por lo mismo en mentirosos. Como dice Jung comentando a Freud: “Toda la grandeza del mundo viene a decirnos, más o menos, lo siguiente: Tanto en el hombre salvaje como en el hombre civilizado, subiste el mismo animal subconsciente, que actúa agazapado en la cultura o en una mentalidad primitiva. Con una diferencia: que el hombre civilizado sabe a veces abusar del prójimo con formas elaboradas, mientras que el salvaje lo hace de un modo más espontáneo y directo”.

No es la cultura la que salva al hombre y lo evangeliza; más aún, con harta frecuencia se convierte en manantial de orgullo. Y no es que yo tenga nada contra la cultura, ni mucho menos; pienso, por el contrario, que hay que movilizarla y convertirla en fuente de aprovisionamiento para el futuro de la Humanidad, de una Humanidad que quiera ocuparse del hombre. Lo que no podemos hacer es sacralizar la cultura.

Tenemos planteado, pues el problema de la experiencia del pecado por parte del hombre ( ya se trate de un hombre salvaje, ya de un hombre civilizado y hasta muy civilizado), de la experiencia de la opción humana.

Sucede a menudo que, aun teniendo ganas de ver, no acertamos a ver claro; e incluso es frecuente el que estemos mirando de través. Confiados en nuestra madurez y en nuestra plenitud humanas, vienen ambas a ocupar el puesto que en el orden espiritual corresponde a la mediación.

Trátase, sin embargo, de dos órdenes diferentes, como diría Pascal. Déseles, en buena hora, a la experiencia y a la inmanencia humanas el puesto que se merecen, pero no alteremos la jerarquía de los valores.

Habida cuenta de los datos que de la historia de la salvación tenemos; no acierto yo a comprender el poder salvador de un Dios que prescinda de los hombres; como tampoco admito la teoría marxista de un poder humano que no cuente para nada con Dios.

Hay una frase de un autor moderno, que me gusta mucho. Os la brindo: “El Anticristo no será una persona, sino un momento en que los hombres dirán a Dios: No te necesitamos ni para ser buenos ni para hacer el bien. Nos bastamos a nosotros mismos”.

Es el caso del hombre que se repliega en el humanismo, rechaza el hecho religioso en él presente y proclama: “Basta con ser hombre”. Lo contrario sucede en el hombre que comienza en serio a ser el hombre de la voluntad de Dios: pondera certeramente en lo más íntimo de sí mismo lo que realmente es. A medida que va creciendo en fidelidad, hácesele cada vez más necesaria la mediación y advierte la importancia que tiene el dar con un hombre capaz de buscar con él, en nombre de Dios, la voluntad del Padre.

Tal necesidad será, con frecuencia, orientada no sólo como referida a un hombre, sino a un grupo de cristianos, que pueden ser tanto más capaces de consejos y de discernimiento, cuanto más compartan un mismo apostolado y una misma vocación.

 

4. La mediación a que aludimos tiene por fuerza que ser de orden cristiano.

El problema queda planteado en los siguientes términos: ¿Quién puede hacer de auténtico mediador en un orden de obediencia que sea también auténtica, frente a la palabra del Evangelio y frente a la vida cristiana?

No cabe otra mediación válida que la mediación de la Iglesia. Las palabras de Cristo son bien claras: “Nadie conoce al Padre, como no sea el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Mat. 11.27). ¿A quién quiere el Hijo revelárselo? La respuesta la tenemos en San Juan: “Vosotros sois mis amigos… No os llamo ya siervos, sino amigos, porque cuanto oí del Padre os lo he comunicado” (Jn 15. 14-15). “El mismo Padre os ama porque habéis creído que salí del Padre. Salí del Padre y he venido al mundo” (Jn 16.27)

Habrá también que citar otros pasajes, donde el Señor nos muestra que:

– Ha transmitido la doctrina

– Habla a la gente en parábolas, pero a los Apóstoles les comunica directamente lo que ha recibido del Padre.

– Ha venido para esclarecer la verdad y llevarla a su plenitud mediante la acción del Espíritu Santo. Dice, a este propósito: Sólo quienes poseen el Espíritu de Dios comprenden las cosas de Dios: “El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él”. (I Cor. 2.14)

Ahora bien, este Espíritu de Dios ha sido dado a la Iglesia. Cuando uno lee los capítulos XII, XIII y XIV de la primera epístola a los Corintios, siente sobre sí la profusión del Espíritu y, con ello, la necesidad de hallar en la Iglesia orden y seguridad, no para extinguir el Espíritu, sino para darle toda su fuerza coherente. Sin una fe eclesial, caemos en el peligro de salirnos de órbita.

Puede uno buscar elementos válidos y una verdadera luz en fuentes muy diversas, sin excluir las marxistas[4]. Lo que no debemos buscar es la mediación fuera de la Iglesia,  convirtiéndonos en satélites de un ideología, sea cual fuere ésta.

Ciertamente puede parecernos chocante el recibir algunas verdades de fuentes en las que uno no había ni siquiera pensado, y hemos de saber apreciar esas fuentes.

Líbreme Dios de repetir pura y simplemente lo que digan un Bonhoffer o un Garaudy, por ejemplo, por creerlos investigadores de la verdad. Sin embargo, es curioso ver cómo la misma verdad dicha por el Papa nos deja tan indiferentes. Tal vez quienes anduvieron antaño exclusivamente atentos a esa fuente de verdad ahora están pasando al otro extremo.

No es mi propósito incitaros a que volvaís al antiguo refugio para quedaros allí como agazapados. Lo que tenemos que hacer es sentirnos más Iglesia. Como dice Martelet: “Dios. al desposarse con la carne, se llama Cristo. Cristo, al desposarse con el hombre se llama Iglesia”.

Sea Cristo el único mediador, de acuerdo con la más pura interpretación luterana; sea también Cristo, de acuerdo con la doctrina paulina de la carta a los hebreos, el único Sacerdote. Pero sin olvidarnos de que Cristo, al abrazar la Humanidad, se llama Iglesia… Y a esa Iglesia le transmite Cristo, su poder mediador. Iglesia que viene a ser, por otra parte, nada menos que la Humanidad cristificada, incorporada a Cristo, Sacerdote como Él, Profeta y Rey. Y tal o cual don explícito, como es el de perdonar los pecados, pudiera muy bien no haber sido expresado por Jesús, por cuanto estaba ya formando parte de una Iglesia mediadora.

Ello no opone a que en esta Humanidad, convertida en la Iglesia y en prolongación del mismo Cristo, haya en seguida un sacerdocio ministerial que nadie puede poner en tela de juicio. Pero, en fin de cuentas, la mediación le viene a la Iglesia de su misma entraña, por el hecho de ser cristiana y evangélica.

Cualquiera, pues, que pretenda recibir la mediación, debe obtenerla de la Iglesia. No hay otro camino. Sustraerse a la Iglesia es lo mismo que sustraerse a la mediación. Comprendo perfectamente a un obispo que declaraba haber llegado a ser cristiano a los 34 años de edad, siendo así que era ya sacerdote desde hacía diez años, porque hasta entonces había vivido prácticamente bajo la Ley del Antiguo Testamento. Lo que yo no admito de ningún modo es que haya quien diga que tiene que dejar la Iglesia para vivir como cristiano. Majadería y muy grande, por cuanto sólo se es auténtico cristiano viviendo en comunidad, en comunión. Esa nueva Iglesia que algunos pretenden buscar debe, sin duda, hallarse bastante alejada del Evangelio.

Pensemos, más bien, en el ejemplo de Santa Catalina de Siena. Esta  intrépida mujer acepta la mediación de la Iglesia, pero al mismo tiempo se preocupa seriamente de convertir al  Papa, que tiene a la Iglesia en sus manos. He ahí la verdadera postura del cristiano, obligado por su condición de profeta a trabajar para que no pierda la Iglesia el sentido evangélico y para que, a fuerza evangélica, desempeñe el papel de mediadora. Pero, al mismo tiempo, tiene el cristiano que sentirse pecador y pedir, con toda modestia y humildad, la mediación de la Iglesia. De ahí que el remozarse de la obediencia no sea un asunto meramente casero, sino algo más importante, de dimensiones eclesiales. No se trata de hacer revivir virtudes como la modestia o la puntualidad. Es algo muy diferente.

 

5. Mediación a la medida de la persona

a) A la Iglesia incumbe el interpretarla legítimamente.

Maestra segura y auténtica de las cosas de Dios, sólo la Iglesia es capaz de interpretar genuinamente la Palabra de Dios. Lo dice muy bien Guardini: “Cuántas veces se lee la Palabra de Dios fuera de contexto eclesial, se convierte en manantial de equívoco”. La historia le da la razón.

b) Pero su mediación puede hallarse muy lejos de mí.

Hay que llevar el asunto más adelante: La mediación de la Iglesia debe ser una mediación en armonía con la persona y de su misma talla. Me explico: La Iglesia es universal y, por consiguiente, cuando hablamos de una Iglesia mediadora nuestra, no podemos dejar las cosas como en el aire, por cuanto la Iglesia es muy vasta.

Si tú eres, por ejemplo, inglés o malgache, no vas a esperar de la Conferencia Episcopal holandesa o española que te indiquen la voluntad de Dios sobre ti. Cierto que los obispos son todos sucesores de los Apóstoles; pero en este caso su mediación no se amolda a tu medida.

c) Quererla abiertamente, pero en forma realista.

Acude a mi memoria una canción infantil: El niño se duerme en los brazos de su madre y sueña que va a un colegio, donde obtiene brillantes calificaciones; que se gradúa luego de doctor: que entra luego en la carrera política y que va a ser elegido para un alto cargo, cuando muere asesinado. En esto, despierta, mientras la mamá le canta dulcemente al oído: “No te salgas de tu esfera”.

Son estas últimas palabras del estribillo en las que yo quisiera hacer ahora hincapié: Cada hombre tiene su propia esfera y, fuera de algunos casos, excepcionales, ha de hallar la mediación en esa su esfera y no en otra. Ya lo decía con gracejo el Padre Champagnat: “No vayáis a Egipto a buscar consejos”.

Lejos de nosotros el espíritu de capillita o de “ghetto”. ¿Cómo negar, pongo por caso, a un sacerdote la capacidad de dar acertadamente consejos sobre espiritualidad marista por el hecho de no ser él mismo marista? Ciertamente hemos conocido sacerdotes poseedores en alto grado del don de consejo, que ha guiado muy bien por las vías del espíritu a nuestros Hermanos; tenemos para con ellos un deber de profunda gratitud.

d) El medio: Una Iglesia enamorada de la Palabra de Dios.

El problema hay que plantearlo de otro modo: Si de veras queréis apasionadamente abrazaros con la voluntad de Dios, habéis de saberla leer, en tal o cual caso concreto, y leerla todos los días. No es fácil. Ni tampoco aparece siempre clara, cuando, por otra parte, estáis acaso haciendo trampas en vuestras relaciones con Dios, de ese Dios que sólo busca nuestro mayor bien. Necesitamos de luz para sortear las dificultades y para vencer nuestra incapacidad de ver la voluntad de Dios. Necesitamos de una ayuda, de alguien que sostenga nuestra voluntad en los momentos de flaqueza, de alguien que nos empuje por las vías del espíritu. Trátase, en efecto, de ir aprendiendo a amar, día tras día y cuanto más mejor.

Insisto en que tal mediación debemos encontrarla a nuestra medida, y la misma Iglesia tiene que andar muy solícita no sólo de la universalidad de su mediación, sino también del “aterrizaje” concreto de esa mediación. Podría suceder que tal o cual Iglesia local cayese en la tentación de replegarse sobre sí misma y bloquease, por ejemplo, las vocaciones misioneras; que no sintiese la llamada del Espíritu sobre alguno de sus miembros, por tener puesta la mirada en sólo sus propias necesidades. En tal caso, estaría muy en su punto el papel carismático de la vida religiosa, al hacer de ventana a una realidad local demasiado encerrada en sus propios límites.

Por desgracia, no siempre la vida religiosa desempeña ese papel. Por una parte, en efecto, suele estar organizada en Provincias, capaces de cerrarse como cualquier Iglesia local, y que ni siquiera tiene la justificación teórica de un mandato divino. Por otra parte, se da hoy cierta tendencia a seguir con demasiada facilidad opciones personales, lo cual desvía los grandes centros de interés hacia determinadas necesidades locales. Como consecuencia, no quedamos, en lo que a flexibilidad y apertura se refiere, por debajo de las mismas Provincias. Nos acecha, pues, el peligro de que vaya la vida religiosa replegándose sobre sí misma, cuando debería ser signo de universalidad para la Iglesia y para el mundo.

Nuestros juicios de valor  deben basarse en una visión universal, lo cual no impide el que seamos realistas, frente a casos como el siguiente: Un individuo que busca en el estudio su promoción personal y no el don de sí mismo; o que anda empeñado en una lejana aventura, en lugar de vivir en humilde contacto con las gentes del país.  Ha sido frecuente reducir en el pasado la obediencia a los límites del detalle: la hora de levantarse, por ejemplo, siendo así que era una visión de conjunto la que teníamos que considerar: posturas del Episcopado; opciones relativas a las diferentes formas de trabajo apostólico; equilibrio entre apertura e identidad; otras mil cuestiones que gravitan en torno a estas que acabamos de indicar.

Mediación auténtica y hecha a medida tiene que ser, en primer término, la mediación de una Iglesia  que se tiene por universal y que es, al mismo tiempo, local.

Por lo demás, una Iglesia auténtica no predica su propia palabra, sino la Palabra de Jesucristo; de no hacerlo así, pecaría de traidora al Evangelio.

¡Cuidado, pues! No vayamos a repetir la historia del pueblo judío en tiempos de Cristo. Jesús reprochaba a sus jefes el haber abandonado la Palabra de Dios y haberla sustituido por la tradición.

Una mujer judía, Simone Weil, observa muy acertadamente: Debe de haber algo verdaderamente grave que nos explique las maldiciones de Cristo y ese “algo grave” se nos revela en San Lucas: “¡Ay de vosotros, los legalistas, que os habéis llevado la llave de la ciencia! No entrasteis vosotros, y a los que querían entrar se lo habéis impedido” (Lc. 11.52)

Esta admonición del Señor es grave. No menos grave que aquella otra que nos refiere San Marcos: “Estáis así anulando la Palabra de Dios por vuestra tradición que os habéis transmitido”. (Mc. 7.13) Palabras que deben ciertamente inducirnos a una reflexión seria: ¿Se ha preocupado siempre la Iglesia de enseñar la Palabra de Dios? ¿O bien, se han inventado de nuevo tradiciones a las cuales tienen que someterse los hombres, prestando sólo atención a las invenciones humanas, buenas por lo demás, pero que relegan a un segundo plano la Palabra de Dios? Tal vez los hombres se han quedado tan a distancia de es Palabra, que no han podido prácticamente vivir de ella.

Sin embargo, lo había ya advertido Jesús: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado” (Jn. 7.16).

Él, Palabra de Dios, no se consideraba con derecho a decir su propia gloria” (Jn. 7.18) De ahí que “las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras” (Jn. 14.10).

Compréndese así fácilmente cómo la ley fundamental en una Iglesia que nace de Jesús, que prolonga a Jesús y que vive la vida de Jesús y que proclama esa vida por medio de la palabra eclesial, no puede ser otra que proclamar la Palabra que el Padre le encargó transmitir a los hombres.

e) Aún cuando la misma Palabra tenga varios ecos

Digamos que la Palabra del Señor es una cosa, y otra muy diferente extraer deducciones hic et nunc en cada circunstancia concreta.

Es innegable que una misma palabra puede suscitar, honesta y sencillamente, un pluralismo de ecos, por los cauces de una oración sincera y de una mediación irreprochable.

Puede muy bien la Iglesia concretar su mediación a través de un punto de disciplina eclesiástica. Está en su perfecto derecho, siempre que o pase de los justos límites. Y de no darse una verdadera calidad eclesial, no habrá tampoco verdadera mediación; más bien nos ofrecerá una jerigonza de mensaje.

Tiene la Iglesia que convertirse en sacramento de Jesucristo ante los ojos de aquellos para quienes es la Iglesia signo de que la Palabra de Dios les ha sido dirigida.

Una genuina transmisión del mensaje exige, por parte de la Iglesia el ponerse verdaderamente a la altura de la Palabra de Dios, el ver con la retina de Dios todos lo acontecimientos humanos, el estar exenta de condicionamientos y de prejuicios, ya provengan de intereses, ya de la moda, ya de cualquier otra contaminación del mundo.

f ) La sed de la palabra en aquel que la busca…

Si la mediación, nacida en un ambiente como el que preconizamos, se adapta realmente a la medida del hombre y si este hombre sabe acogerla con verdadera sed, la tenemos ya en condiciones de producir excelentes frutos.

Evidentemente constituye esa sed de acogida un elemento dinamizante: ¿Queremos de veras que se nos diga lo que Dios quiere de nosotros? ¿Sí o no? No se trata, por supuesto, de una consulta de orden sicológico. Quien anda sicológicamente deshecho, fácilmente dice y hace cuanto sea necesario para curarse. Pero lo que en tales circunstancias se busca es una terapia y no precisamente la voluntad de Dios.

Líbreme Dios de sentir el menor desprecio por los enfermos, pero convendría tal vez recordar el pensamiento de San Ireneo: “La gloria de Dios, es el hombre vivo…”. ¡Y muy vivo!

Ahora bien, cuando en el corazón de un cristiano se dan la mano un intenso amor a la voluntad divina y un hondo sentido de los problemas y de los límites de la propia persona (pecado, debilidad, oscuridad), llega un momento en que se precipita uno en búsqueda de un régimen de mediación denso y de calidad.

g) …puede exigir una mediación más estrecha.

La postura de ese cristiano es muy diversa de la que adoptó Martín Lutero, que se dijo a sí mismo: “Yo prefiero vivir del único sacerdocio que es el de Cristo”. El cristiano al que aludo no se contenta sencillamente con la mediación, común de la Iglesia. Apasionado por la voluntad de Dios y consciente de sus límites en la tarea de descubrirla, alcanza un punto de imposible retorno. Y se dice: “No quiero seguir escurriéndome por entre las rocas como el tranquilo arroyuelo, con su sistema de mediación demasiado vaporoso, demasiado idealista. Necesito un régimen de mediación más riguroso. Me arrojo en la misma central productora de energía”.

¿Es ello infantilismo? ¿Necesidad de un “seguro de vida”? Todo lo contrario, creo yo. Hay hombres de gran creatividad e inventiva, que necesitan de mediación más que ningún otro, y a los cuales puede la mediación aportarles disciplina y orientación, a condición claro está, de que encuentren un mediador abierto, dispuesto a no querer imponer nada que no guarde relación con sus necesidades y con el soplo de Espíritu.

 

6. Voluntad de Dios inteligentemente transmitida

Esa lectura de la Palabra de Dios no se hace ni automáticamente ni por milagro; está condicionada por una serie de factores. De ellos en general hablaré más adelante. Por ahora me contento con hacer hincapié en los dos factores que me parecen tienen mayor importancia:

a) Hay que vivir en contacto con el corazón de Dios, no aflojarle la mano, y hay que familiarizarse con su modo de ver y de sentir las cosas.

b) No nos forremos de ideas prefabricadas. Un director espiritual, un Superior deben abrirse a la acción del Espíritu y no querer imponer la propia espiritualidad ni la propia manera de ser. Si por ventura fuisteis así formados, no creáis que vais, sin más a transmitir esa riqueza como se transmite una heredad. Conscientes sois de lo mediocres que en vosotros mismo fueron los resultados.

Un ejemplo: Estamos hoy viendo a seglares seguir cursos de teología, practicar completos los ejercicios de San Ignacio, etc., pero siempre andan dándose de cabezazos por la falta de tiempo. Impónese, lo estamos viendo, una adaptación: tal o cual director espiritual suele ya distribuir los ejercicios completos de San Ignacio a lo largo de una año. Propone cada quincena un tema ignaciano de meditación, y luego le dará su dirigido cuenta a través, por ejemplo, de un diálogo. La idea es excelente (no faltan Hermanos que la han puesto ya en práctica), por tratarse de un buen entrenamiento para la dirección espiritual. Con todo, esté muy atento el director espiritual a no imponer una espiritualidad ignaciana, so pena de convertir el método inaceptable. Atento también a percibir lo que, a través de las circunstancias, quiera el Espíritu Santo decir a cada uno de sus dirigidos. Eso es todo.

 

7. Un régimen de mediación más denso de calidad.

a) Querer la mediación

Estamos llegando al meollo del asunto. El arroyuelo que se deslizaba entre las rocas, ha dado con la solución: precipitarse en la central.

Difícil resulta elegir la salida. Aquel que quiere cumplir la voluntad del Padre experimenta la necesidad de encontrar un guía que busque, tan lentamente por lo menos como el propio interesado, dónde está esa voluntad. Fácil es adivinar cómo no basta cualquier guía, sobre todo cuando el dirigido es de un temperamento vigoroso y de una gran imaginación.

El mayor escollo por sortear no es tanto el tenérselas que haber con un dirigido exigente, de una edad comprendida entre los cuarenta y los cincuenta años, sino el habérselas con un tipo que, en lugar de avanzar, se instala en el camino. La enfermedad menos grave del joven es aquella ingenuidad, un tanto estúpida, que se traduce a veces en una oleada de palabras revueltas. ¡Cuestión de saber tener un poco de paciencia para escucharlo! Los ya granados, mientras tanto, fabrican tal vez su nido, muy discretamente, eso sí; se acomodan en su “tiendecita” y descansan blandamente en una fe que poco o nada compromete, en una oración que no causa sobresaltos, en un diálogo incluso, pero que no implique compromisos. Saben muy bien, como se dice en buen castellano, “nadar y guardar la ropa”. No renuncian ni a Dios ni al mundo. Se diría que van a dar con la cuadratura del círculo: servir a Dios y a las comodidades de la vida. ¡Bonita manera de no servir a nadie!

Lo gordo es que tan solo difusamente se dan cuenta de su verdadera situación y tienen de continuo el mal sabor de una difusa insatisfacción. Ocasión maravillosa para que sientan la necesidad de una mediación de calidad. Pero, ¡que si quieres!

b) Quererla, mientras permanece una activo y en una postura de crítica.

No debe ser el cristiano hombre que busque y que viva pasivamente la mediación. La postura “perinde ac cadaver” no cae aquí muy bien, que digamos. Incluso la interpretación corriente de esa frase resulta inadecuada. No; aquel que busca la mediación, permanece activo en medio de ella, ya sea para procurar los datos necesarios, ya para no dejarse instrumentalizar por la autoridad o por el mediador.

Habida cuenta de lo que anteceda, podemos decir que la vida religiosa debería situarse en aquella zona donde la mediación es más intensa y exigente.

A buen seguro que si preguntamos a un Hermano: “¿Vino usted a la vida religiosa para encontrar una situación donde pueda interpretar del mejor modo posible la voluntad de Dios?”, nos responderá: “Yo tenía otras motivaciones, y no precisamente ésa”.

No todos han venido a la vida religiosa para ser obedientes o para ser vírgenes, o para ser pobres. De los diferentes valores que encarna una congregación religiosa, sólo uno o algunos de ellos – y no siempre los más importantes  – les movieron a entrar en la religión.

c) La conciencia de la necesidad de mediación tiene que seguir su normal proceso.

Hemos echado a caminar. Los años de formación han ido mostrando cuál es la naturaleza y, tomando como base nuestras primeras intuiciones, incompletas, hemos elegido un poco mejor y vamos progresando en la luz.

Ha llegado un momento en el cual hemos descubierto la obediencia en el meollo de nuestro proyecto existencial. No la obediencia como disciplina de gobierno, sino una obediencia viva; la de un grupo de hombres que quieren vivir al compás de la voluntad del Padre.

Llegó el momento de votos perpetuos: ¿Los hacíamos, o no? Acaso nos armamos un rompecabezas al considerar las consecuencias del voto de virginidad; pero no era ése, en fin de cuentas, el fondo de la cuestión. La virginidad atañe tan sólo a una zona de la personalidad humana; a una sola también – diferente, si se quiere, de la anterior – atañe la pobreza. La obediencia, en cambio, lo abarca todo, y es con ese voto con el que nos vamos derechos al fondo del problema: “¿Quieres vivir a tu talante, o quieres vivir cumpliendo la voluntad del Padre? No ignores que la voluntad del Padre lo abarca todo”.

Así es como debiera plantearse el compromiso definitivo. Por eso dije más arriba: Entre las diversas maneras de vivir el Evangelio, es la vida religiosa una de las que llevan aparejado el régimen de mediación más exigente.

d) Papel del director espiritual y del Superior.

Naturalmente, esa mediación se la busca a través de un Superior y de un director espiritual, cuyas zonas de influencia voy a intentar definir.

Supongamos que tengo director espiritual desde hace varios años. Me conoce a fondo. Le he contado la historia de mi vida interior, de mi vida cristiana con todo lo que supone: manera de estar inserto en el mundo y en la comunidad; opciones; labor de Dios en mi alma. Y refiriéndome a determinado punto, le digo: “No veo claro cómo debo proceder”. supongamos que me responde así: “Conociendo tal y cual aspecto de usted, me parece que el Señor le pide… En fin, veamos…, dialoguemos… ¡Ya está! Yo diría que… Y, en consecuencia, le ordeno tal y cual cosa”. Me faltaría tal vez tiempo para responderle: “No, Padre, usted no me ordena nada, porque es, sencillamente, un director espiritual”.

Ahí estuvo precisamente el fallo en los siglos que nos han precedido: en tener directores espirituales que se convertían en dictadores. Santa Juana de Chantal se vio libre de tales directores espirituales gracias a San Francisco de Sales, que supo ver claro. El director espiritual es un guía, un compañero que está conmigo a la escucha de la voluntad de Dios. Pero la libertad para decidir la tengo yo.

Mutatis mutandis, hablemos ahora del Superior: Al hacer yo voto de obediencia, no sólo me comprometo a vivir según la voluntad de Dios (lo que podría quedarse en mera frase, desprovista de valor práctico), sino que me comprometo a crear aquellas condiciones que hagan patente la voluntad de Dios, y que me permitan percibirla en mi vida y en mi quehacer. Cometería un atentado contra el espíritu, contra el corazón y contra el alma del voto de obediencia si, habiendo hecho tal voto, no crease luego las condiciones que permitan descubrir la voluntad de Dios en mi vida. Algo así como si fuese a recoger la cosecha en un campo que no me preocupé de cultivar y que ni siquiera sembré.

Así, pues, las condiciones que pongo al hacer el voto de obediencia me llevan a la siguiente reflexión: me comprometo no sólo al diálogo, no tan sólo al acatamiento de la mediación de una persona en mi vida, en búsqueda de la voluntad del Padre, sino que llevo las cosas más lejos: Cuando lleguemos al diálogo, cuando hayamos hecho sincera y lealmente lo posible por buscar la voluntad de Dios consiste en hacer esto o aquello , y me manda hacerlo, me comprometo también, por voto, a obedecer.

e) Los matices varían, pero lo esencial está claro.

Ya veis la diferencia entre director espiritual y Superior religioso. No sólo puede decirme el Superior, dentro – claro está – de los límites humanos, lo que quiere el Padre celestial, sino mandarme también que lo haga. Cierto que se le aconseja a él no mandar en virtud del voto, pero no se me aconseja a mí el no obedecer en virtud del voto.

Los votos a perpetuidad son algo muy serio, que compromete de por vida. No pongamos, por favor, en parangón la naturaleza cristiana y carismática de la obediencia, con tal o cual reglamentación canónica que puede llevarnos, por los vericuetos de la casuística, a una verdadera falsificación del voto.

Como veis, el camino que voy siguiendo para llegar a lo concreto de nuestra obediencia consagrada es bastante largo. Camino, con todo, necesario para dejar bien sentadas las cosas, pues hay que tener en cuenta que la obediencia consagrada atañe a todos los cristianos que, en la Iglesia de Cristo, han oído la llamada de Él a poner la vida entera bajo el signo de la voluntad de Dios, de tal manera que subordinen cualquier otro proyecto, y ello de por vida. Se trata de cristianos deseosos de adentrarse en un régimen que tome en serio el buscar la voluntad del Padre y que, de una u otra forma, se comprometan en esa tarea.

Los Institutos seculares, por ejemplo, hacen tan sólo un voto privado, en el seno de la Institución y con un mediador. Con frecuencia incluso reina en torno a ello tan tupido secreto que ni personas más allegadas están al corriente del asunto. Entre los religiosos, por el contrario, los votos se hacen en público, con el fin de dar testimonio ante los hombres. Pero en el fondo ambas formas de votos constituyen una misma cosa.

Nuestras Constituciones hacen hincapié en lo que acabo de decir. Luego de haber evocado las mediaciones un poco remotas – Soberano Pontífice, Ordinarios del lugar, Superiores mayores – añaden:

“Pero en la vida ordinaria / trate de descubrir / y ejecutar la voluntad del Padre

en comunión con el Superior inmediato, / con todo respeto y verdad,

y en unión asimismo con la comunidad”. (No. 26, líneas 26 a 30).

Es el Superior un compañero que me ayuda a encontrar, en ciertos casos, la comunión con al voluntad del Padre; en otros, a comprobar si es auténtica esa voluntad que yo creo haber encontrado.

No siempre es el Superior persona de mayor madurez y santidad, ni más habituada a leer el misterio de la voluntad de Dios, que cualquier otro religioso. Pero, eso sí: las personas más clarividentes en las vías de Dios al tratarse de los demás, no lo son tanto cuando se hallan frente a sus propios problemas. Como dice muy bien el refrán: “Nadie es buen juez en su propia causa” . Nada extraño, pues, que el acto de condividir fraternalmente las preocupaciones (“partage”), acto por el cual la Iglesia se encarna en la mediación del Hermano, atraiga muy a menudo gracias especiales del Espíritu Santo. Gracias de luz y de fortaleza, que tienen como principal objetivo el hacer que los hombres se necesiten recíprocamente más y más y crezca, por lo tanto, la fraternidad entre ellos. Fraternidad que hace, por otra parte, aparecer a los creyentes como Iglesia – comunión y como Iglesia – sacramento.

No se trata, por consiguiente, de un resultado meramente individual, sino de construir la Iglesia y de hacerla crecer. He ahí la base del papel de la comunidad en cuanto a mediación se refiere.

Indican también las Constituciones dónde hay que buscar la voluntad de Dios: no solamente en las órdenes del Superior, sino en los Mandamientos, en los consejos evangélicos, en las Constituciones, en el Directorio y… en los acontecimientos que adquieren valor de signo para el hombre de fe. (No. 26 líneas 36 a 40).

Estas directrices no tienen tanta necesidad de ser puestas al día (“aggiornamento”), cuanto de ser llevadas a la práctica.

 

8. Cualquier obediencia cristiana es una obediencia consagrada.

Se ha podido decir en estos últimos tiempos que toda obediencia cristiana era una obediencia consagrada. Cierto, muy cierto; como dice Tillard: todo cristiano que obedece por amor y por coherencia con su Bautismo, hace realmente un acto de obediencia consagrada. No se trata, en efecto, de un acto puramente humano, por cuanto es el Espíritu de Jesús quien obra en un cristiano y lo lleva a obedecer. Es el caso de un cristiano que yo conozco. Me decía confidencialmente: “Nunca me he rebelado. A los 32 años, perdí a mi mujer; me dejaba un hijo de año y medio y otro de muy pocos meses. De todo corazón me abracé a la voluntad del Padre”. ¿Es ello una consagración? Sin duda alguna; tenemos, nada menos, que el Bautismo en acción. Era incluso el gran argumento de Tillard para decir que no hay que hablar de una consagración religiosa, cuando ya el cristiano está consagrado, y que para encender una candela, es preciso que esté apagada.

No es que yo esté muy de acuerdo con esa argumentación; pero no quisiera reñir con nadie por cuestión de vocabulario. Lo que sí podemos afirmar con razón es lo siguiente: el acto de obediencia de un cristiano que obedece al Evangelio, en la fe a Dios y Padre de Jesús, es un acto de obediencia consagrada[5].

 

9. Pero la consagración religiosa es un matiz privilegiado de la obediencia cristiana.

La vida religiosa encarna, sin embargo, una obediencia de carácter diferente. Trátase, en efecto, de una obediencia que reviste, en el seno de la Iglesia, una forma más importante, más total.

Pondré un ejemplo: Estamos en una barriada de pescadores de una región turística. Bellísimo panorama, playa limpísima, pero hay momentos del día en que la resaca es peligrosa para los bañistas y además, merodean por allí los tiburones. Un domingo, al acabar la misa, anuncia el párroco: “Hay un feligrés que quiere decirnos algo”. Se abre paso por entre la gente un pescador a quien todo el mundo conoce; llega al presbiterio y, vuelto al público, dice: “Amigos, sabed que hace ya mucho tiempo que bulle en mi cabeza la idea siguiente: El cristiano es un hombre que, cuando llega la ocasión, no duda ni por un momento en exponer su vida por la salvación de sus hermanos, y que la mayor mentira que se puede transmitir es declarar que la caridad bien ordenada comienza por uno mismo, porque tal sentencia se opone al Evangelio. Somos los hijos de un Dios que no titubeó en ofrecer su Hijo a la muerte por todos nosotros.

Consciente, pues, de esta exigencia del amor cristiano, vengo aquí, mis queridos amigos, en presencia de Dios, en presencia de la Iglesia y en presencia vuestra, para hacer a perpetuidad el siguiente voto: Cuantas veces se vea una persona en peligro de ahogarse, me lanzaré al mar para salvarla, aun cuando haya tiburones por aquellos lugares. Ayúdame, Dios mío, con tu gracia para que pueda, llegada la ocasión, cumplir esta promesa que hoy hago por amor hacia Ti”.

Ciertamente, ese hombre, en virtud del Bautismo y si sabe bien nadar, tiene obligación de lanzarse al agua para salvar a un náufrago en peligro. Una cosa es, con todo, la obligación que tiene de obedecer a su Bautismo en determinada circunstancia, y otra, la resolución de poner al servicio de la Iglesia el testimonio público de caridad en forma de compromiso solemne, de una vez para siempre y de por vida.

Y veis, pues, cuál es el significado del voto de obediencia. Tal vez surja aquí entre vosotros algún interrogante: “¿Es así como hice yo el voto de obediencia? De no haber procedido con ese espíritu, ¿deberé yo ahora rehacer mi voto?”.

Tal reflexión revela ciertamente un despertar de conciencia capaz de trasformar nuestra vida, y que pudiéramos expresar así: “Señor, yo no había descubierto hasta hoy el sentido de mi obediencia. Pronuncié mi voto en presencia de la Iglesia, pero sin darme perfecta cuenta de lo que hacía; ahora lo comprendo mucho mejor. Si emito mi voto ante la Iglesia, es para que dé ésta un carácter sagrado a mi compromiso de vivir conforme a su voluntad, y de buscarla a través de los mediadores que Tú me das, y con su ayuda.

Me comprometo, con toda valentía, a obedecer de manera cristiana, siempre que el mediador hay venido en mi ayuda para descubrir tu voluntad”.

Existe, como veis, notable diferencia entre eso que llamo obediencia consagrada y lo que normalmente hacemos nosotros. Lo que distingue a la obediencia consagrada de la obediencia cristiana genérica, va mucho más allá del simple matiz.

Somos personas que hemos hecho voto de obediencia. Un seglar cualquiera pudiera my bien decirnos: “vuestro grupo apenas si provoca en mí interés alguno; y no vayáis por ello a pensar que yo no obedezco; al contrario, tengo que obedecer tanto como vosotros”. Mi respuesta a ese seglar se basaría en la parábola del pueblecito de pescadores. Quien ha hecho el voto, debe crear las condiciones que le permitirían cumplir lo prometido. Tendrá, por lo tanto, nuestro buen pescador que vivir junto al mar, quedar libre durante la época en que afluyan los turistas, buscar quizá un trabajo compatible con su dedicación a salvar náufragos, etc.

Llega el momento en que un bañista se hala en peligro: mar agitada, tiburones que merodean por la playa, etc. Nuestro buen pescador se amedrenta y no se lanza al agua. Otro cristiano, en cambio, que no ha hecho voto, se arroja al mar y perece. ¿Qué quiere ello decir? Que el compromiso es un don del Espíritu Santo, pero no necesariamente un signo de la santidad del sujeto.

Cuando uno se halla a las puertas de la muerte, únicamente la vida que ha llevado puede indicar si posee en alto grado el amor de Dios.

Dice, en efecto, el Señor: “No son los que me dicen Señor, Señor, quiénes entrarán en los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del Padre”. Consideremos el caso de uno de nosotros que ha hecho voto de pobreza y que, sin embargo, lleva un tren de vida confortable y no se preocupa de los pobres. Otro, en cambio, no ha hecho voto, pero tiene suficiente caridad como para ofrecer una parte de sus bienes, de su sueldo incluso, para socorrer al hermano necesitado; lleva, además, una vida austera y se le ve siempre dispuesto a servir al prójimo cuando sea necesario. Salta a la vista que, en el día del juicio, será el segundo considerado como auténtico pobre, mucho más que el primero: de poco le servirá a éste exhibir su “diploma oficial” de pobreza…

Gentes sencillas, que no han hecho voto de obediencia, pero que son muy fieles al deber de cada día, están ciertamente practicando la obediencia – en ocasiones perfecta – a la voluntad del Padre. Si yo les explicase: “La voluntad es el lugar de unión con Dios, por cuanto es también lo más profundo que se da en el ser”[6], tal vez no me comprenderían. Con todo, son los grandes testigos de dicha verdad. Yo, por el contrario, puede haberme decidido, por una frase como ésa, a emitir el voto de obediencia, pero como no se apoya mi vida real en esa misma fidelidad, encontraré, a pesar de mi voto, mayores dificultades que los cristianos que, sin haber hecho voto, guardan fidelidad. Ello no impide, sin embargo, el que una voluntad que de veras busca amoldarse a un proyecto de obediencia, pueda permanecer auténtica a pesar de ciertas debilidades.

Resulta, por otra parte, injusto el comparar a un mal religioso con un buen seglar. El cristiano, sobre todo el cristiano fervoroso, tiene ciertamente que responder a un llamamiento, en materia de obediencia, que lo va haciendo cada vez más coherente con su Bautismo, a medida que se suceden los acontecimientos en su vida. ¿Cuál es la frontera entre esa obediencia y la del religioso? Dos aclaraciones se imponen aquí:

1ª La intensidad de adhesión a la obediencia es mayor en el religioso, al menos en cuanto a formas de vida y a proyectos existenciales se refiere. Se da en él una especie de condensación que coloca toda la vida desde los comienzos bajo la obediencia; por el contrario, esa obediencia; aparece en el cristiano no religioso más difusa, menos decidida de antemano.

2ª Y, sobre todo, la obediencia religiosa constituye al mismo tiempo una más clara explicación. En efecto, de ser auténtica y coherente, conviértase en signo y anticipación dentro de la Iglesia. Signo que, en igualdad de condiciones, es mucho más legible en un religioso que en un seglar, aun tratándose de un cristiano consagrado dentro de la vida seglar (Institutos seculares).

 

IV — CONSECUENCIAS FUNDAMENTALES DE LA OBEDIENCIA CONSAGRADA

 

1. No se puede sacralizar cualquier tipo de obediencia.

Antaño solía, más o menos, sacralizarse casi todo, así por las buenas. Aprovechábanse, por ejemplo las rogativas para bendecir los coches, las casas, los animales, etc. No pocos sacerdotes prescinden hoy de semejantes ceremonias. Se diría que pecamos por defecto allí donde antes se pecó por exceso; pero, en fin de cuentas, no hay por qué escandalizarse de que un sacerdote se niegue a bendecir una fábrica, cuando sabe que en ellas se pisotean las leyes sociales.

Otro tanto podríamos decir de la obediencia y preguntarnos qué tipo de obediencia merece ser consagrada. No aquella, a buen seguro, vinculada a Superiores que no se preocupan de la voluntad de Dios, por cuanto el sentido mismo del voto es precisamente lo contrario: búsqueda de la voluntad de Dios.

 

2. Impónese, con tal  objeto, una “metanoia”.

Desde el momento en que el proyecto de obediencia ha sido sacralizado por unos votos públicos; desde el momento , también, en que la Iglesia lo adopta, es indispensable que los diversos factores que de cerca o de lejos atañen al voto, pasen por una “metanoia”, ya se trate del gobierno, ya de las estructuras, de la mediación, de las técnicas administrativas, etc. Se requiere, en efecto, que el proyecto de obediencia pueda ser comprendido, que no se lo falsee y que se transparente a través de él el Evangelio de Jesucristo y la imagen de Jesús obediente.

Curioso resulta ver Congregaciones religiosas preocupadas por encauzar  a sus miembros hacia el voto perpetuo de obediencia, sin que por otra parte les preocupe el discernir si la manera de dar órdenes es “neumática”, evangélica o puramente humana.

¿Qué es lo que pretendemos? ¿Preparar gente para que viva muy disciplinada en una sociedad? ¿O bien estamos tratando de crear un equipo, por así decir, de hombres fieles que, frente a las órdenes que se les den, se muestran eficaces, activos, organizados, no por una vigilancia externa, sino por un condicionamiento externo?

Quizá sea esto último una forma humana de obediencia muy plausible; ¿merece la pena, sin embargo, el vincularse a ella con un voto? ¿No estaremos entremezclando planos? Por otra parte, al voto de obediencia debería corresponder también un voto de autoridad, un voto de saber mandar a las personas que han dado a su obediencia el carácter de consagración. Quiero suponer que habéis captado bien la idea. No es precisamente del voto de quien necesitamos, sino de la realidad. SI hay que someter a discusión las realidades del Instituto, su gobierno y los diversos factores que entran en juego, tendremos que hacerlo tomando como base las leyes internas de la obediencia y no las órdenes de tipo administrativo o similares.

Acaso presente aquí alguno de vosotros la siguiente objeción: “Será mejor que dejemos en paz la sacralización, por cuanto es hoy la secularización el signo característico de la época”. ¡Alto ahí!, diría yo. Sacralicemos tan sólo lo que merezca y pueda sacralizarse. Porque la verdad es que carecen de fundamento muchas de las afirmaciones por las cuales intentábamos dar una dimensión religiosa a un régimen o a unos actos de gobierno y de obediencia, a los cuales habíamos puesto la etiqueta de “voluntad de Dios”. Puédese muy bien incluir ese régimen y esos actos en la categoría de disciplinas humanas, de principios de una sociedad madura que acepta condiciones de organización y eficacia; lo que no se puede es considerarlos como verdaderos actos de una obediencia que haya de ser sacralizada y propuesta luego a unos candidatos.

Veamos, por lo demás, qué es lo que nuestras Constituciones proponen al Superior:

 “Hermano entre los Hermanos, / les ayuda con paciencia, discreción y amor

a averiguar lealmente en qué dirección / personal y comunitaria

les mueve el Espíritu Santo”. (N.º 29. 5-9).

 

3. Pluralismo de formas en la obediencia.

Háblase de obediencia jesuita, de obediencia dominica, etc. ¿Dónde buscar una forma que sea verdaderamente nuestra? ¿Una forma que convenga mejor a nuestro Instituto? Hay que acudir, como es obvio, a la espiritualidad de la Congregación, al carisma que el Espíritu Santo nos ha dado como familia religiosa, y a las intenciones del Fundador, que la Iglesia ha ratificado al aprobar nuestro Instituto, luego de haberlas quizá modificado, o bien aceptándolas íntegramente.

 

4. Conviene distinguir entre signos de los tiempos y modas.

Venimos sufriendo en estos últimos años verdaderas epidemias, o más bien una serie de epidemias.

No tenía antaño los espíritus atrevidos el derecho a decir grandes cosas y, en cuanto se propasaban un poco, alguien les paraba los pies. Tratándose de doctrina, se les prohibía la enseñanza y se ponían sus escritos en el Índice. Ha venido luego una gran libertad, frente a la cual no han sabido reaccionar los espíritus no preparados, sometidos a un bombardeo de novedades con carácter de verdadera epidemia; fenómeno que se ha visto un poco por todas partes . Menos mal que la fiebre está ya cediendo. Con todo, habrá que mantenerse alerta para no confundir la moda pasajera con los signos de los tiempos.

¿Qué son, pues, los signos de los tiempos? Aquellos acontecimientos por medio de los cuales quiere Dios Provocar una respuesta evangélica por parte de la Iglesia. No se dan los signos de los tiempos para que los tomemos tal como se encuentran, sino para que los interpretemos: “¡Conque sabéis distinguir el aspecto del cielo y no podéis discernir las señales de los tiempos!” (Mat. 16.3)

Será precisamente esa interpretación la que nos habilite para no confundir los signos de los tiempos con las  modas, que de nada son signo, como no sea de la versatilidad humana. La gente irreflexiva, carente de espíritu critico y, sobre todo, la gente que no medita, no es capaz de leer de manera evangélica ni la Historia de la Iglesia ni la Historia del Mundo. Es para ellos como un calidoscopio. A merced siempre de cualquier viento que sople, son incapaces, sin embargo, de cabalgar en alas del soplo del Espíritu.

Puede darse – y de hecho se ha dado – una especie de manía por la vida comunitaria, e incluso por la vida de oración. (lejos de mí, que he publicado sendas circulares sobre la vida comunitaria y sobre la oración, el quitar importancia ni a una ni a otra. Ya me entendéis). Digo, sin embargo, que hay moda o manía, cuando se da la precedencia a un aspecto de estos pilares. Contémplase, por así decir, el capitel de los pilares y establécese, sin más, que como no sean de tal o cual estilo, ya no sirven para nada aquella construcción. Cierto que la decoración es un elemento importante, pero en fin de cuentas, es muy  otra la función de las columnas.

Así, pues, si  únicamente rezo porque los demás van a una casa de oración, o pertenecen a grupos de oración carismática, o participan en sesiones de “zent” con el fin de aprender a reconcentrarse, etc., la motivación que yo aduzco no difiere gran cosa de aquella que acudiría para practicar un deporte, hacerme vegetariano, etc.

En los dos últimos casos, puedo hallar excelentes razones para obrar, o bien puedo obrar por esnobismo. Acaso se dé también un auténtico sentido espiritual que me induzca a trabajar en la renovación de la vida comunitaria o de la vida de oración; pero también es muy posible que esté obrando por simple esnobismo.

Si acaso se estuviese en determinados países atravesando un período de apasionamiento por una cosa buena en sí, sepan los Superiores aprovechar de la corriente para salvar embarcaciones que andan a la deriva, aunque existe ciertamente un arte de conocer las corrientes. El apasionarse, v. gr., por las casa de oración, no durará siempre. Si este feliz período permite a religiosos y aspirantes establecer un verdadero contacto con Dios y ahondar la meditación de la Palabra, ¡bendito período! Será cuestión de ir reservando víveres para cuando llegue la época de las vacas flacas.

Acaso en el decenio de 1980 se considere el de 1970 como un período romántico, y quienes no se preocuparon mas que de la moda, no querrán por nada del mundo aparecer como románticos. Al haber edificado sobre arena, los veremos de nuevo abandonar la oración.

De ahí el que Roger Schutz, prior de Taizé, no quiera que haya un “movimiento de Taizé”. Nótase allí algo especial que ayuda no poco a los jóvenes a ser cristianos. Que aprovechen, pues, los jóvenes, no para ser admiradores de Taizé, sino para ser fervorosos cristianos en sus perspectivas células, parroquias, comunidades, etc.

Bien se nota que estamos en el siglo de las reacciones atómicas, de las reacciones en cadena. Todo cuanto el Espíritu Santo nos envía debe servirnos para marchar de continua hacia adelante, siempre más adelante.

El ecumenismo es un fenómeno de los más importantes que podamos presenciar; triste sería que únicamente nos interesásemos por él en lo que pudiera tener de folklórico o de llamativo. Así se explica el que vayan ya decayendo algunas de sus formas[7]: acaso les falten partidarios convencidos.

Otro peligro que nos acecha es el de confundir signos de los tiempos con decadencia axiológica, es decir, el que vayamos abandonando valores fundamentales,. Así por ejemplo, si vemos hoy que los jóvenes se resisten a obedecer y que prefieren la mediación de la comunidad a la del Superior, tenemos motivos para pensar: “¡Aquí no hay signo de los tiempos, sino decadencia axiológica!”. Otra cosa muy distinta es que le joven, además de sentirse vinculado al Superior (al que, por otra parte, ama), quiera también depender de la comunidad: ¡Eso sí que es un signo de los tiempos!

 

V — EJERCICIO PRACTICO DE LA OBEDIENCIA

 

1. Situación especial del religioso de cara a la mediación de la Iglesia.

Descendamos ahora a las aplicaciones prácticas de la obediencia:

Es la existencia cristiana  una respuesta también existencial al amor con el cual nos ama el Padre en Jesucristo y en la Iglesia. Respuesta existencial que consiste, por un lado, en un amor interior que va progresivamente creciendo hasta llegar a la madurez, a la plenitud. Trátase, por otro lado, de un don de sí a los demás, traducido en actos que uno va practicando todos los días bajo el signo del divino querer, el servicio del Reino y para que se vaya cumpliendo la historia de la salvación.

Debe, por lo tanto, el cristiano andar muy atento para captar las manifestaciones de la voluntad de Dios y ser luego colaborador suyo en la realización de dicha voluntad. Se trata – no hay que olvidarlo – de una voluntad “mistérica” y difícil de descubrir, lo que nos inducirá a poner cuanto  esté  de nuestra parte por dar con ella, y nos hará sentir la necesidad de la mediación. Cristo no necesitaba de mediación alguna; a nosotros, en cambio, nos resulta indispensable, si queremos salvar la distancia que hay entre alejamiento y cercanía, en ese continuo caminar hacia nuestra semejanza con Cristo. Esa necesidad de encaminarnos hacia Él nos ha hecho descubrir algunas de las leyes de la mediación.

Hemos visto también cómo en el fondo de esa necesidad que tenemos de vivir existencialmente obedientes a la voluntad de Dios, había hecho surgir el Espíritu Santo, para bien de la Iglesia, unas formas consagradas de vivir la obediencia; formas que implicaban un régimen de mediación más estricto, una mayor preocupación por vivir conformes a la voluntad del Padre, un sentido más hondo de la condición humana.

Hemos visto asimismo cómo esa obediencia consagrada podía encarnarse en formas diversas, en armonía con los carismas y con los diversos tipos de espiritualidad. Así encontraría cada individuo la forma que mejor le conviniese,

Ha querido, en efecto, el Espíritu Santo una Iglesia diferenciada y complementaria, no un gregarismo cualquiera. Ocurre lo que en una orquesta: por muy agradable que sea el sonido de los violines, se necesita también de los contrabajos.

Permitidme aquí una digresión relativa a los Institutos seculares: Yo no creo que tengan necesidad – y de hecho no la sienten en absoluto – de que nos metamos los religiosos a imitar su género de vida. Me decía en una ocasión el Presidente de uno de ellos: Las grandes dificultades no nos vienen ni del reclutamiento ni de los problemas de oración, sino que tienen su origen en otras dos causas: la dificultad de ser bien comprendidos por gentes de Iglesia, que nos están impulsando hacia desviaciones, como para dar al traste con la intuición de Pío XII; y la tendencia de varias Congregaciones religiosas a quererse convertir en Institutos seculares, cuando en realidad no están llamadas a ello.

Tales son los principios que explican cómo se ha llegado a conceder tanta importancia a la mediación en la obediencia consagrada.

 

2. Mediación y cuenta de conciencia.

Veamos ahora de qué manera va a desenvolverse la mediación.

El Derecho Canónico ha sufrido en este punto modificaciones que afectan a casi todos los religiosos, salvo a los jesuitas. Nos referimos a la cuenta de conciencia, que sigue siendo obligatoria, y no facultativa, en la Compañía de Jesús, en el sentido de que puede el Superior, si lo juzga necesario, exigir de un religioso que se le abra, incluso en materia de fuero interno, con el fin de hacer con él un análisis de discernimiento de espíritus. Con ellos se vuelve, ni más ni menos, a la primitiva legislación de los monjes.

No faltarán quienes digan: “Es una violación de la conciencia”. Yo no lo veo así. Se trata, simplemente, de crear las condiciones mínimas para que sea el mandato de mediador realmente evangélico y pueda el Superior convertirse en sacramento de la voluntad de Dios. Sin ello se nos pide algo incoherente, a saber, que cumpla el superior las tareas de mediador del Padre sin que se le den los medios necesarios.

Abrirse interiormente al Superior era de por sí una solución seria en la búsqueda de la voluntad de Dios. Hubo sus abusos, por ejemplo, cuando en alguna ocasión se dio como una esclavitud de las conciencias, al convertir el medio en fin. No se hace, ciertamente progresar el Evangelio ahogando la libertad.

El Código ha reaccionado suprimiendo un remedio que parecía nocivo. Quizá hubiera sido mejor dosificarlo que suprimirlo.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el Código está hoy siendo revisado. Se sabe que la parte común a todas las Congregaciones quedará muy reducida. Prevalece hoy la idea de que hay que dejar a cada Congregación crear su derecho particular; es decir, que se dote a sí misma, con la libertad evangélica, de un gobierno y de unas estructuras aptos para buscar la voluntad del Padre. Si de veras queremos proceder con seriedad en cuanto se refiere a respetar la libertad del individuo, hay que buscar una libertad coherente y no anárquica, cimentada en unas estructuras robustas.

No basta la opción de base. Debe ser completada con una serie de actos, sin los cuales se quedaría en algo meramente platónico.

 

3. Base esencial para traducir en actos el coto de obediencia.

El punto de arranque esencial para el religioso es querer hacer la voluntad de Dios. Cuando un candidato no posee tal disposición, mejor que no haga voto de obediencia, por cuanto está demostrando ser incoherente desde los mismo comienzos.

Volvamos al ejemplo del pescador de la playa:

He aquí que sale de la Iglesia y recibe las felicitaciones de sus compañeros: “No sabíamos realmente que fueses así. ¿cómo te vino semejante inspiración?. Etc.” Y prosigue la conversación: “¿Crees tú que vas a tener el valor de cumplir lo que has prometido?”:

Ni por pienso, amigo. ¿Te crees que estoy loco?

– ¡Cómo! Entonces, ¿por qué has hecho el voto en público?

– ¡Hombre! Hay que hacer actos de culto, y dar testimonio.

“Estúpida y muy estúpida la conducta del pescador, que hace solemnemente un voto sin intención de cumplirlo”, nos estamos todos diciendo.

Mutatis mutandis, ¿qué decir del religioso que hizo voto de obediencia, y no se preocupa luego de buscar en serio la voluntad de Dios, ni tampoco se le da la gran cosa el hacer de la voluntad divina la razón de ser de su vida de consagrado? ¿No es acaso igual, o acaso mayor, su estupidez que la del pescador de marras?

Consideremos el caso del religioso que está echando cálculos: “Cómo no se me conceda lo que deseo, me salgo del Instituto”. ¡Adónde hemos llegado!

Comprendo perfectamente al religioso que  busca lealmente la voluntad de Dios y, al ver que los Superiores se le oponen, se dice: “Tendré que dejar la Congregación” (con las debidas matizaciones, claro está, relativas a la seriedad de la búsqueda, etc.).

Tal actitud podrá muy bien derivarse del mismo voto de obediencia, como se ha visto en la vida de algún santo. Pero decir: “Como no se acceda a mis pretensiones, me voy”, eso ya es, como se dice corrientemente, “harina de otro costal”, o mejor aún, reírse del voto de obediencia.

Conviene decir, hoy más que nunca, que la virginidad es asunto enteramente libre y que sólo debe hacer voto de virginidad aquel que quiera vivir verdaderamente libre.

Otro tanto hay que decir, con mayor razón si cabe, de la obediencia. No hay que hacer ese voto se no desea uno abrazarse de veras con el divino querer, si no quiere libremente vivir sometido a la voluntad de Dios.

 

4. Exigencias que de ello se derivan para el religioso.

Error mayúsculo el de oponer diálogo a obediencia. ¿No se puede ser obediente sin quedarse uno mudo, sin convertirse en el hombre que hace cuanto se le ordena, pero únicamente si se lo ordenan y en la forma en que se lo ordenan? ¿Es un desobediente aquel que pide dialogar?

Lo que ocurre es que hemos deformado la noción de diálogo, como  ha sucedido con tantísimas ideas. No ponemos a veces tontos por cuestión de vocabulario: Tenemos reparo en hablar de “Superior”, por no considerar a los demás como inferiores; de “Responsable “, por no considerarlos como irresponsables, etc.

Dígase otro tanto del “diálogo”: Acaso lo consideramos, o bien como la conversación de un Superior que se esfuerza por convencer a un Hermano para que haga lo que él, Superior en fin de cuentas, quiere; o como la conversación de un Hermano que está poniendo toda la carne en el asador para escamotear una orden del Superior u obtener que se la cambie por otra que le guste más. Con un concepto así del diálogo, es obvio que diálogo y obediencia resultan incompatibles, si es que no representan dos extremos diametralmente opuestos. No; ése no es el diálogo del que yo quiero hablaros.

Coloquemos en su base el mismísimo amor de Dios, la mismísima pasión por cumplir la voluntad del Padre, la profunda convicción de que existe una voluntad del Padre. Tres motivos éstos que pueden inducir al religioso a buscar  una respuesta de mediación más consistente y a convertir todo ello en materia de un voto perpetuo. Ese mismo amor, esa misma pasión y esa misma convicción exigirán del Superior que no mande cualquier cosa – aquello que a él le plazca, por ejemplo -, sino que se dé con ardor a buscar dónde está la voluntad de Dios para que, una vez descubierta, mande de conformidad con ella y solamente lo que ella contiene, sin más.

Como se ve, el movimiento de amor y el movimiento de don que han llevado al Hermano a emitir el voto, son los mismos que le van a dictar su estilo de exigencia en relación con el Superior.

Puede haber algún religioso que diga: “Me da lo mismo que sea A o que sea Z el Superior me manda; y me da también lo mismo que se me mande bien que se me mande mal”. Postura ciertamente nada recomendable, por cuanto no revela mucho celo, que digamos, por la voluntad de Dios.

Poner, efectivamente, en pie de igualdad una orden buena con una orden mala del Superior, es tan absurdo como decirse: “Poco importa que tengamos un Papa bueno o un Papa malo; un Papa que preste atención a los signos de los tiempos y despierte, a su vez, a la Iglesia para que se mantenga activa en un momento histórico excepcional, o un Papa que deje vegetar a la Iglesia en la rutina; un Superior General con visión certera de lo que debe hacer en determinado momento, o un Superior que lleve al Instituto por caminos sin salida”.

Dígase otro tanto del Superior local: Tomar a su quince religiosos y dedicarlos a trabajos de hondo significado, no tiene el mismo valor que dejarles hacer lo que les dé la gana; el que tenga una visión clara de aquello que reclama la primacía en el Reino de Cristo, de acuerdo con el carisma del Instituto y con el ambiente en que vive la comunidad, no puede tampoco importarnos lo mismo que la creencia de esa visión. Ni mucho menos.

El quedarse indiferente ante una u otra de ambas realidades, no revela apasionamiento alguno por la voluntad del Padre.

Una obediencia meramente exterior y canónica, no satisface ya en nuestros días. La misma definición que se nos dio del voto – “compromiso sagrado y público de hacer algo bueno y mejor que su contrario” -, no nos libera de la perplejidad. Las consecuencias que de ello se derivan son más difíciles de sostener que las provenientes de las castidad y de la pobreza.

Ahí están los Hechos de los Apóstoles, con la palabra de Pedro y de Juan: “Juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él”. (Hechos, 4.19)

¿Qué relación establecer entre cierta obediencia religiosa y la búsqueda de la voluntad del Señor? ¿Qué fundamento tiene la obediencia ciega? ¿Se basa en los Hechos de los Apóstoles? ¿En las Epístolas? Se nos pide en los libros santos que seamos fieles a la doctrina, pero, ¿qué relación existe entre la doctrina y entre tal o cual hombre concreto?

Poner todo esto en tela de juicio, será considerado por más de uno como peligrosa utopía. Cierto que la palabra “utopía” está hoy adquiriendo un valor muy positivo y, por otra parte, son tales las condiciones materiales y espirituales de nuestro mundo, que han llevado a un autor a proponer el siguiente dilema: “O utopía, o muerte”.

Necesítanse, hoy como nunca, grupos de religiosos que quieran hacerse los portadores del soplo del Espíritu, que quieran “ayudar a la aurora a nacer”.

Puede, tal vez, el hombre que ama la voluntad del Padre y a quien le gustaría tener un Superior que se la ordene, tropezar con un Superior que se equivoca o que no busca suficientemente dicha voluntad. Deber suyo será advertírselo al que manda, tanto por amor al Superior como por apasionamiento hacia Dios, a quien le ha consagrado su vida, Y siempre, por supuesto, después de haber empleado los medios normales para descubrir la verdad.

Cuando yo insisto en que hay que redescubrir la autoridad, creo estar haciendo hincapié en algo serio e importante para la Iglesia. No es cuestión de disciplina ni de otros elementos secundarios.

El religioso que se coloca bajo la obediencia debe sentir las tres exigencias que siguen:

a) Encontrar un mediador auténtico…

Ello supone cierto aborrecimiento de la política, juego que consiste en ponerme del lado de quien me gusta, aun cuando no sea precisamente el mejor. ¿Qué comunidad es esa donde todo el mundo se dé a buscar la voluntad de Dios y donde se elija como Superior al que se considera más “potable” o más “fácil”? ¿Qué pintan ni  la nacionalidad ni el color del Superior?

Si de veras busco al hombre que mejor pueda indicar a cada uno la voluntad de Dios, he de prescindir, sin más, de cualquier acción encaminada a desmontar los mecanismos de transmisión de esa voluntad. Cabría preguntarse, a veces, cómo en la práctica fueron elegidos tal Superior General, tal o cual Provincial, tal o cual Consejo Provincial. Al salir de asambleas donde acaban de llevarse a efecto unas elecciones, tropieza uno, a veces, con hombres que “han hecho política”; que “se han pegado” a favor de uno o en contra de otro; que se han prestado al juego de ciertos maniobreos; que han practicado el “do ut des”. ¡Qué poco evangélico es todo eso! ¿Dónde quedó la sencillez del “sí, sí “, “no, no” que Cristo nos enseña?

b) …que pueda ejercer realmente la mediación.

Existieron y siguen tal vez existiendo situaciones de aberración. A nadie, por ejemplo, se le puede exigir desempeñar la función de Superior si pesa sobre él un trabajo profesional excesivo. ¿Cómo ser, al mismo tiempo, director de un colegio de más de 1000 alumnos, dar 15 ó 20 horas semanales de clase y ser realmente quien ayude a los demás a buscar la voluntad de Dios?

Me viene a la memoria la confidencia de un Hermano Director, a quien le dijo en cierta ocasión un miembro de su comunidad: “Como no cargue usted con tantas horas de clase, no cuente con mi colaboración”. Actitud como ésa por parte de un súbdito es muy propia para crear, de sopetón, unas condiciones de imposibilidad. Y ya tenemos, en tales condiciones a un Superior nominal, que tiene también, a su cargo la administración, el ocuparse de los alumnos y de los padres de alumnos, el velar continuamente por la disciplina, etc. ¿Qué tiempo y qué atenciones puede dedicar ese hombre a la comunidad? Sin embargo, cada religioso necesita del Superior que mande lo que se tiene que mandar, aquello que haya descubierto ser la voluntad, divina, con las luces recibidas de lo Alto, lo cual exige como premisa tiempo suficiente para la reflexión.

c) …pero del cual no podemos pedir que sea perfecto.

La Iglesia militante, a la cual pertenecemos, es una Iglesia peregrina, imperfecta y hasta pecadora. No esperemos, pues, que el Superior, por muy acertada que haya sido su elección, vaya a ser, así por las buenas, un hombre perfecto.

Conocemos aquel sueño del Padre Champagnat que nos ha de poner en guardia contra los malos Superiores. Ignoro yo si el puesto de director sería entonces menos codiciado que hoy. Lo que sí perece es que algunos, una vez designados para tal cargo, daban muestras de cabalgar muy a gusto en el machito. Por el contrario, el Superior de hoy nos hace más bien pensar en el siervo de la visión de Isaías: “Cómo raíz en tierra árida, no tenía apariencia ni presencia; no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de los hombres”. (IS. 53. 2-3). Pidamos al Señor que sucite vocaciones de Superiores.

 

5.- Cualidades básicas del mediador.

Diríase que el sueño del Padre Champagant, donde se describe a “hombres de buena estatura, vestidos medio de soldados, medio de Hermanos Maristas”. Y que iban demoliendo el edificio y tirando piedras a los Hermanos jóvenes, nos pone delante, quizá con más elocuencia  que antaño, la peor figura de la autoridad, a saber, aquella que no educa.

Cuanto más serios sean nuestros proyectos y nuestros compromisos, más necesidad tendremos de guías ansiosos de que vaya el Espíritu Santo forjando en ellos una sicología y una espiritualidad que no se dejen fácilmente empañar por la angustia, por la nostalgia de restauraciones monárquicas ni por una visión idealista del pasado, por muy glorioso que hubiese sido. Hombres que aceptan, como Abrahán, dejar casa y patria para ponerse en camino hacia tierras desconocidas.

Señalemos ahora algunas cualidades primordiales que podríamos pedir para ellos:

a) Acogida de la voluntad de Dios.

Si no debiera hacer voto de obediencia el Hermano que no quiere vivir según la voluntad de Dios, tampoco debiera aceptar el superiorado aquel que no quiere ante todo acoger la voluntad de Dios. El religioso que. Viendo inminente su elección al superiorado, está ya previendo el servirse del cargo para ordenar lo que le guste y lo que se le ocurra en vez de la voluntad de Dios, no debería aceptar el cargo que se le propone, por cuanto carece de la condición fundamental. ¿cómo va a ser mediador de la voluntad de Dios?

No podemos concebir nosotros, religiosos, el papel de la autoridad como asunto puramente disciplinario, humano y natural, para lo cual bastarían hombres prudentes, equilibrados, etc. Se trata de algo más: ejercer una mediación, ser catalizadores de grupos en búsqueda de la voluntad de Dios, y ello está pidiendo ciertamente otro tipo de hombres.

b) Connaturalidad con el plan divino

No basta tampoco la voluntad de búsqueda. Puedo, en efecto, tomarme muy a pechos la voluntad del Padre, y carecer al mismo tiempo de las condiciones necesarias para ser mediador de los demás.

La capacidad de ser mediador consiste en asimilar los grandes principios de la historia de la salvación, el Evangelio, el carisma de la Congregación, las grandes orientaciones del Instituto, y aplicarlo todo al caso concreto de cada Hermano.

Debe saber, por lo tanto, el mediador captar cuál sea el estado de salud interior del Hermano, su edad espiritual, aquello que le esté pidiendo el Espíritu Santo. Quizá tengo que aconsejarle, por ejemplo, que se sirva de los guías que claramente le da el Espíritu Santo, antes de lanzarse a buscar otros, cuya “hora no ha llegado todavía”. Todo ello ha de podérselo decir el Superior, y ha de poder también elegir lo que tenga que elegirse.

No es correcto en el Superior el refugiarse en la facilidad de las estructuras y de los reglamentos, para decidirse: “Ya saben lo que tienen que hacer”, mientras se amilanan para dirigirse a cada uno en particular y decirle lo que le tiene que decir.

Tal vez  el individuo particular no capte en absoluto los signos que Dios le está haciendo, y en cambio los esté viendo claramente el Superior, a quien Dios se los revela precisamente para que él, a su vez, los muestre a sus Hermanos.

En una ocasión tuve que decir a un Hermano: “Su caso está tan claro, que no tiene usted por qué quedarse prisionero de un bloqueo que en realidad no existe”. Todo, en efecto, examinando su carácter y personalidad, las gracias recibidas y el historial de su vida, transparentaba un gran impulso, capaz de hacerle saltar las murallas que estaban paralizando el desarrollo de la vida de Cristo en su corazón.

Digamos, con todo, que difícilmente podrá el Superior mantener una conversación de ese tipo, como no se haya primero forzado por acomodar su retina a la de Dios (valga el símil) y por examinar la situación en la divina presencia. No estoy haciendo literatura, sino que os hablo con un gran realismo; aunque se trate, eso sí, de realidades de fe.

Tampoco se le pide al Superior que sea infalible. Hombre, en fin de cuentas, puede muy bien equivocarse; tenemos, sin embargo, una palabra de Cristo muy tranquilizadora. Quizá vaya más de uno a poner cara de asombro si le hablo de “providencialismo” del cual ofrece más bien el resto de mi vida la imagen inversa. No quisiera de ningún modo pecar por exceso de conciencia profesional, al no dejar nada para la Providencia. Lo que ocurre es que cuando doy una charla, fácilmente comienzo por un extremo y continúo luego por el otro, como si tal cosa, fiado tranquilamente en la Palabra de Jesús: “Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo defenderos, o de cómo tenéis que hablar, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que conviene decir”. (Lc 12.11)

Ello no exime, claro está, de preparar lo que se tiene que decir, pero hay que permanecer asimismo a la escucha de lo que quiera el Espíritu decirnos. Luego de haber hablado con alguien, me tengo a veces que decir: “Entonces ¿qué? ¿Soy un carismático? En absoluto. Sencillamente, estoy convencido de que un Superior tiene el derecho a contar con la asistencia del Espíritu Santo en el desempeño de su cargo.

Si delante de un tribunal que no tiene el menor interés por discernir la verdad, sabe muy bien el Espíritu lo que hay que decir y enseña a decirlo, ¿por qué no ha de esclarecer la mente de aquel que hace cuanto está de su parte por encontrar la luz y la verdad?

Como veis, nos hallamos a medio camino entre la ingenua infalibilidad y el verse uno angustiado sin que espere un consejo de verdad, como no sea fruto de la fortaleza humana, de la prudencia humana.

El familiarizarnos con el plan divino nos hará capaces de discernir, a la luz del plan general de Dios, lo que Él quiere de nosotros en lo concreto, en lo cotidiano y en lo profesional.

c) Capacidad mistagógica y sicológica.

Profetizaba Nietzche, hace ya cien años, acerca de la época que se iba a seguir: “Quién querrá, pues, gobernar? ¿Quién pues, obedecer? Difíciles porque sí se van poniendo ambas cosas”.  Ante un fallo bastante general de la voluntad, podría el Superior caer en la tentación de cumplir sus tareas con planes provisionales, aptos tan sólo para salir del paso. Y, sin embargo, su misión no es la de simple bombero encargado de apagar incendios uno detrás de otro, con la particularidad de que casi siempre llega tarde. Más que bombero es arquitecto, encargado de tender un sólido puente hacia sus Hermanos y de llegar por él al corazón de esos mismo Hermanos.

Lo cual no significa que tenga que hacer él todo. Porque si quiere meterse en todo, quemará su autoridad en naderías y acabará por sentirse incapaz de decir una palabra profunda y oportuna cuando tenga que decirla. Pienso ahora en un Hermano difunto, con quien intimamos mucho y a quien yo sigo estimando como un santo. Tenía tantas cualidades que no podía por menos de intervenir en asuntos de la más diversa índole. Lejos de ganarse con ellos a los súbditos, lo que hacía era malquitarse con ellos. Por otra parte, llevaba ciertamente una profunda vida espiritual y amaba también profundamente a sus Hermanos.

Sí, amigos, el Superior debe tener una capacidad mistagógica (y perdónenme, por segunda vez, quienes encuentren este término rimbombante, porque no doy con otro más apropiado). Se trata, ni más ni menos, de un conductor del misterio de la obediencia que sepa. En el terreno de lo espiritual, llevar el paso de sus Hermanos, y que camine con ellos en dirección hacia donde el viento del Espíritu los impulse. De contar con tales hombres (verdadero regalo del Señor), no dejarán de acudir discípulos.

Extraigo de una notable conferencia de Joseph Comblin la siguiente observación que hace, creo yo, al caso, aun cuando no deje de chocar a primera vista: “Hay sacerdotes – dice – que se quejan de las dificultades que tienen con su Obispo o con su Superior. Cuando se vive en estado de conflicto permanente en determinada diócesis, puédese uno marchar a otra diócesis en la que no se dé tal conflicto. Nunca he tenido yo dificultades de tipo personal con un Obispo, porque he sido yo siempre quien a escogido Obispo. Sabemos, por lo demás, que toda la tradición monástica y espiritual se desenvuelve en ese mismo sentido. No es el maestro quien elige a sus discípulos, sino que son los discípulos quienes se dan a sí mismos un maestro. En la vida religiosa sólo un maestro se impone: Jesucristo. En tiempo de los Padres del Desierto, lo maestros monjes esperaban, y los discípulos acudían. No había reclutamiento”.

No se trata de que un Superior esté en contacto directo e inmediato con el Espíritu Santo. Pero sí de que busquemos juntos con apertura de corazón: Ya se las arreglará luego Él para hacerme dar con la voluntad del Padre. Esa labor de que conozca el Superior mis ideales, mis deseos, mi inquietudes, como también mis limitaciones y mis dificultades. Diálogo que viene a ser una información objetiva espiritual, que permitirá, llegado el momento, recibir la orientación apropiada bajo forma de orden o de consejo.

 

6. Peligros de la mediación

Oí decir en mis años jóvenes: “Hay que obedecer siempre, pues aunque pueda equivocarse el Superior y dar una orden contraria a la voluntad de Dios, es ello tan raro que prácticamente las posibilidades entran en la escala de lo infinitesimal”. Digamos, sin embargo, que tal afirmación no es exacta. Puede muy bien suceder que el Superior no dé una orden buena, ya sea por egoísmo, ya por debilidad o por incapacidad, ya por otros motivos.

Dije antes que cierta enseñanza tradicional relativa a la obediencia ciega era falsa si la considerábamos en su aspecto teológico. Interesa muchísimo discernir dónde están los riegos y las incertidumbres de la obediencia.

Habíase llegado prácticamente a decir que toda palabra de los Superiores era vehículo de la voluntad de Dios. Hacía falta para ello representarse a un Dios transmitiendo sus órdenes a través de un Superior infalible, o dándole un cheque en blanco para que lo rellenase a su gusto.

Hoy en día frente a la crítica de la obediencia ciega, se dicen algunos: “Si no tiene uno ya la certidumbre de hacer la voluntad de Dios, vale más retirarse”. A lo cual respondo yo: “¡Paciencia! Cierto que la obediencia no es tan sencilla como parece. Hay que caminar paso a paso; pero, eso sí, caminar” Hago mía, con mucho gusto, la “letanía del atardecer” filósofo mexicano Vasconcelos, que dice, entre otras cosas: “He pedido ser un ángel, y Dios me ha respondido: Conténtate con ser hombre”.

Existe siempre la tentación de evangelismo, tanto en el campo de la virginidad como en el de la obediencia. Resulta fatal. Preténdese que suceda en la vida espiritual como en cierto tipo de películas del cine ruso o en películas del Oeste. Hay que distinguir perfectamente a los buenos de los malos, sin margen para equivocarse. Quiérense cosas que se pasan de simples, como en el periodismo de masa: “Figuraos que vuestro lector tiene 12 años”. ¡Pero nosotros tenemos más de 12 años! Y si no somos capaces de dar a nuestros votos todos aquellos matices que les convienen, aportaremos a la Iglesia, si se quiere, una fuerza de masa, pero eso también lo puede aportar cualquier dictadura de tipo militar o comercial, y hasta mejor que nosostros.

No tenemos verdadero interés, por no decir ninguno, en simplificar demasiado las cosas. No somos ángeles, sino personas de carne y hueso, y Dios quiere que los hombres, pecadores al fin y al cabo, se apoyen los unos en los otros, con tal de que lo hagan con buena voluntad.

¿Riesgos en la obediencia? Ya lo creo que los hay. Entonces, dirá alguno: ¿Para qué hacer voto de obediencia? Porque, echada la cuenta de todo, en el conjunto de la vida, si se consideran los peligros de caer en el egoísmo humano, de sustraerse a la dinámica de la historia de la salvación, de no dejar cristificar la propia vida, son menores en un régimen de obediencia con el cual colabora uno  para aplicarse el Evangelio a su propia vida, que los riesgos que uno corre al tratar de hacer por sí mismo esa aplicación.

Así, pues,  me parece que tenemos que desdramatizar el problema. La obediencia no lleva necesariamente aparejada la infalibilidad, ni nos pone a salvo de todos los riesgos. No pensemos tampoco que todo en la obediencia tiene que ser positivo, ni que vaya a eliminar todos los problemas. Podrán incluso darse situaciones de enfrentamiento con tal o cual resultado negativo, o con males superiores a los que uno pudiera sufrir fuera del régimen de obediencia. Ello no constituye, sin embargo, un motivo que justifique la renuncia a mi voto. Hay que razonar.

En fin de cuentas, un Superior no es en mi vida, dejando aparte el respeto que le debo, más que un ave de paso, un mediador de la voluntad de Dios durante 3 ó 6 años. Y mi vida es más larga que todo eso. En el matrimonio, aunque la elección no hubiese sido acertada, hay que aguantar hasta el fin, dentro de la ley del amor, en la unidad y en la fidelidad. Incluso cuando uno de los cónyuges traiciona (en realidad puede seguir amando), deberá el otro, en virtud de Cristo, perdonarle, tratar de redimirlo, reconciliarse con él, transformarlo.  Y ello con una persona que ha intentado engañarme y que acaso también me ha detestado y despreciado.

Veamos, en cambio, lo que puede ocurrir en una comunidad religiosa: tal vez haya Hermanos enemistados entre sí que no tienen el valor de perdonarse mutuamente o que, por lo menos, no admiten la amistad íntima y profunda que se les brinda.

Los choques en el matrimonio son mucho más frecuentes, dadas la limitaciones de espacio en que se desarrolla esa obligada y continua convivencia. Y, con todo, están obligados los cónyuges a perseverar en el amor.

Leemos en el profeta Oseas esta orden tan desconcertante de Dios. “Ve, tómate una mujer dada a la prostitución y engendra hijo de prostitución”. (Os. 1.2) Con esta parábola en acción quiere el Señor manifestar que también Él tiene que soportar de continuo las traiciones de su pueblo, al cual, sin embargo, se ha vinculado con unos lazos muy íntimos.

¿Cómo, me pregunto yo ahora, vamos a pretender de la obediencia que establezca relaciones enriquecedoras , creadoras de una sana expansión, reconfortantes, etc., y pedirle, por otra parte, que no nos cause ningún daño?

Y si un día llego de veras a sufrir un gran mal, ¿voy a quedarme en la cuneta, como coche descarcharrado, en lugar de reparar cuanto antes los desperfectos causados por el choque? ¡De ningún modo! Yo no puedo resignarme a ser por largo tiempo un cacharro inútil.

La capacidad de “tragar la hiel a cuartillos”, la capacidad de volver mil veces a empezar, de renovarse, es vital para el religioso. Tiene que saber encajar los golpes, cualidad que no es exclusiva del Superior.

Deber del Superior es el aceptar a un Hermano difícil (si él no lo acepta, otro tendrá que aceptarlo). Entre las obligaciones del buen Superior figuran las de aceptar, buscar, acoger, esforzarse por comprender, soportar. ¿Por qué no ha de hacer otro tanto cualquier Hermano con un Superior cargado de defectos?

Estamos olvidando un poco más de la cuenta el situar todas las cosas en un contexto amplio, lo que nos lleva a esperar de la obediencia una perfección paradisíaca que o puede ciertamente ofrecernos. Grandes, eso sí, son los bienes que nos preocupan, Entre otros esa especie de certidumbre que tenemos de obrar según el divino querer cuando vivimos entregados a la obediencia, certidumbre que no existe cuando nos dejamos llevar por nosotros mismos. Que por nada del mundo se nos tome, pues, por unos niños, y que cesen ya de hacernos pinturas idílicas de una obediencia mítica, de la cual daría buena cuenta la vida, al reducirla a unas dimensiones – las suyas – mucho más humanas.

 

7. Importancia que para el superior, para el Hermano y para la comunidad tiene el diálogo.

Hoy en día pueden los Hermanos (al menos en gran parte elegir Superior, lo cual me parece una cosa excelente. Y es ello precisamente lo que debe hacer que vaya subiendo en importancia del diálogo, pieza maestra – y en ello quisiera hacer hincapié – de la renovación. Cito a este respecto lo que me decía en cierta ocasión un jesuita: “Créame, Hermano, que si ustedes se lamentan de que van perdiendo el sentido de la obediencia, otro tanto ocurre con el jesuita clásico, acostumbrado a militar en un ejército que sobrepasa los 30,000 hombres, obedientes antaño a la menor indicación del Superior y que constituían una fuerza impresionante en la Iglesia. Nos estamos también preguntando: ¿Es que no contamos con Superiores capaces de mandar? ¿O es que no hay ya religiosos que sepan obedecer?”.

Y hablando el P. Arrupe de la obediencia en la Congregación General que acababa de elegirlo, hacía las siguientes observaciones que me parecen muy útiles: “Una crisis que han nacido de elementos nuevos, debe ser resuelta con formas no anticuadas, sino nuevas.

Las circunstancias actuales nos incitan como a descubrir valores humanos y evangélicos que San Ignacio había captado tan profundamente. No se trata de una adaptación que hayamos nosotros de aceptar a pesar nuestro; o de una mitigación o ‘devaluación’. Todo lo contrario: por circunstancias providenciales, nos sentimos invitados a depurar la idea y la práctica de la obediencia de todo elemento postizo, que tal vez en otros tiempos la hizo más fácil. Ahora la obediencia ha resultado más difícil; por lo mismo puede y debe también resultar más auténticamente cristiana e ignaciana.

¿No resulta necesaria una ‘reeducación’, tanto de los Superiores como de los demás? Es un nuevo arte de gobernar y un nuevo arte de obedecer lo que hay que aprender…”  (Documentos de la XXXI Congregación General, edición española, páginas 150 y 153).

A lo cual añadiría yo sencillamente: La formación que ataño bastó para  que pudiésemos practicar la obediencia en la etapa que nos ha precedido, resulta hoy insuficiente. Ni los religiosos formados hace 50 años ni siquiera aquello que han dejado la casa de formación hace apenas un lustro, tienen con eso solo suficiente formación para afrontar la nueva etapa que se abre hoy a la obediencia. Excepción hecha de  algunos santos, no están preparados ningunos de esos dos grupos para obedecer, en el genuino sentido del término, tal como se están poniendo hoy las cosas.

Se requiere, para estar a tono con esta nueva visión de la obediencia, toda una densidad de vida espiritual distinta de la de antaño; requiérese asimismo una más subida pureza de intención, mayor renuncia al egoísmo, firmísima voluntad de seguir los caminos del Señor, auténtico apasionamiento por la voluta del Padre. He ahí el origen de nuestro drama.

Hemos querido instaurar un nuevo sentido de obediencia – el verdadero, ciertamente  -, pero nos está llegando en una hora que lo vuelve difícil, por cuanto son los actuales unos momentos en que se acaba de perder, o poco menos, el sentido de la oración; momentos asimismo de crisis de fe; momentos en que nos invade la secularización y no precisamente de buen cuño, como aquella que se hace griega con los griegos y bárbara con los bárbaros para mejor transmitir el mensaje de Cristo; sino más bien una secularización frívola, que nos priva de la sal, destruye el dinamismo y el fermento; que otorga a la sicología el lugar que corresponde al Evangelio; secularización, en una palabra, destructora.

Sea como sea, nosotros no tenemos opción. Es el diálogo instrumento indispensable en la nueva forma de obediencia; un diálogo frecuente, más todavía habitual. Porque si no se dialoga con frecuencia, llegado el caso de tener que dialogar, tal vez sea la única ocasión que se le presente al Superior para dirigir reproches, oponerse a un proyecto, etc.: ¡Es mucho, de golpe! Circunstancia esa nada propicia para hablar en aquel tono que pide un sereno trabajo de búsqueda.

Tendremos así un diálogo de pena, seco y desabrido,. Ese no es el diálogo que pide la obediencia. Preconizamos, por el contrario, un diálogo sereno, del mismo estilo precisamente que el diálogo que debiera practicarse en comunidad. Cuando un Hermano es incapaz de abrirse al Superior, en un diálogo evangélico, mal le podemos pedir que se abra a los Hermanos al dialogar en comunidad.

En tratándose de meros “pases de esgrima” o de unas cuantas frases brillantes, la cosa pudiera andar sobre ruedas. Es muy distinto cuando se trata de una manifestación espiritual que me revela con cierta hondura, que busca el hacer a mi comunidad verdaderamente responsable de mi vida y el conseguir que caminemos juntos, encargándome yo de mis hermanos y ellos de mí; que de veras queramos aunar esfuerzos en búsqueda de la voluntad de Dios; entonces, digo, hay que aplicar una dosis muy elevada de caridad y poner las cartas boca arriba.

¿Cuántas comunidades han llegado a ese punto? ¿Cuántos Hermanos que pasan por una crisis son capaces de hablar de ello a la comunidad?

No en vano dije antes que, para llegar a ese grado de apertura en comunidad, hay que comenzar por entablar con el Superior aquel diálogo que viene a ser como el zaguán de la obediencia.

Abrazarse con la voluntad del Padre es una actitud cuyo crecimiento depende de varios factores, lo mismo de parte de quienes den las órdenes que de quienes las reciben:

a) Madurez humana: Cuando se mandan a niños, hay que mandarles como a niños, “servirse de la ley”, como dice San Pablo. Faltan árbitros en un partido de fútbol cuando lo jugadores dan más patadas a la espinilla del contrario que al balón.

b) Grado de sinceridad (o de falsedad): Con unas mismas palabras, puédese decir tanto la verdad como la mentira. Las palabras humanas están con frecuencia cargadas de equívocos, y nada mejor para disiparlos que un constante progreso en sinceridad, apertura, comunicación, espíritu de fe, vida de oración. No es posible guardar la virginidad sin una oración teologal que deje al corazón inundado de amor y lo llene de fortaleza. Tampoco el diálogo de obediencia es posible sin esta oración, y si de veras queremos llegar a esa forma de obediencia, no hay otro camino que la oración, que será al mismo tiempo el camino de la madurez.

Cuando exista en el Superior o en el inferior un problema carecterológico, habrá que prever un tratamiento también caracterólogico y proceder luego a un análisis del corazón que apunte a la conversión del individuo. Está claro que si tu corazón no se quiere convertir, tú mismo te constituyes en problema. Y es inútil, entonces, que busques explicaciones al mal funcionamiento de la obediencia con cuentecitos más o menos arreglados: que si relaciones; que si sistemas; que si estructuras…

Si tuviste ya en varias comunidades dificultades de relaciones con tus Superiores, hay un 95% de probabilidades de que seas tú mismo el problema.

 

VI — CUESTIONES COMPLEMENTARIAS

 

A)  DOS GRANDES ÓRDENES DE OBEDIENCIA

 

1. Orden de la sociabilidad

Ya dijimos que no había por qué sacralizar cualquier cosa. Cosas que no se sacralizan pueden, con todo, ser muy importantes; y hay que resolverlas sin que metamos a la obediencia de por medio.

Existen, efectivamente, principios de sentido común o de sociabilidad, en los cuales debe ejercitarse el hombre que vive en sociedad:

a) Toda sociedad organizada necesita de ciertos medios de decisión y de algunos acuerdos que garanticen la vida en común. Poco importa el número de medios; importa mucho, eso sí, que una vez adoptados, no se quiera prescindir de ellos.

He oído contar el caso de un profesor seglar que decía a un colega religioso: “Ninguno de nosotros se permitiría esa postura que usted mantiene hacia su Superior y, sin embargo, es usted quien tiene voto de obediencia”. Ciertamente se colocaba el seglar en el plano del sentido común y del orden de las cosas.

Se hacen votos o no se hacen; pero si se hacen, tiene el sujeto que ser coherente; de lo contrario, cesa la vida religiosa de ser vida religiosa y aquellos que quisieran vivirla ya no pueden, porque  la postura de uno de ellos bloquea el funcionamiento de la comunidad.

b) Hay elementos de base que, tanto para la sociedad como para el individuo, necesitan de una infraestructura humana, y es ahí donde se depositará el misterio de gracia de la vida de Cristo, pues ya sabemos que la gracia no destruye la naturaleza.

Cuando uno va al médico para una consulta no le habla el doctor ni de la vida de gracia ni de los Sacramentos; indaga cómo va la salud del cliente y le receta el tratamiento y los medicamentos oportunos. Respeta, sencillamente, el orden natural.

También el cuerpo social tiene una infraestructura de madurez en las relaciones de la vida comunitaria, de madurez en la aceptación de las estructuras y de la institución. Infraestructura muy útil y hasta indispensable, aunque nos hallamos sencillamente ante un plano humano que no hay que sacralizar.

Cuando se trate de cambiar, de común acuerdo, tal o cual estructura, no hay que detenerse por considerarla intocable y sagrada. Es una base natural, sin más. El Espíritu, en cambio, echa en nosotros fundamentos espirituales.

La vida religiosa tiene, efectivamente, su origen en el Evangelio; mejor aún, diría yo, en la acción del Espíritu Santo sobre la Iglesia. Es tal acción la que ha dado nacimiento, cuando las necesidades de los tiempos lo han reclamado, a Benedictinos, Franciscanos, Jesuitas, Maristas, etc.; y del Evangelio ha extraído cuanto de riqueza y de absoluto contiene la Buena para injertar en tales elementos las nuevas formas de vida religiosa.

Sería ridículo buscar en el Evangelio algún pasaje donde Cristo esté pensando en la Compañía de Jesús o en la Sociedad de María en sentido canónico. Pensaba en los cristianos, pero tomando como base el Evangelio, va el Espíritu Santo a suscitar un número de cristianos decididos a encarnar seriamente y con celo, tal o cual palabra de Cristo. Un carisma del Espíritu Santo va a cristalizar en una nueva fundación, de tal manera que haga a las Congregaciones verdaderamente espirituales, al menos en lo fundamental. A condición de ponerse de acuerdo.

El hombre pone su mano allí donde Dios ha puesto su sello. Y de ahí viene la confusión, con todo el desarrollo, con ese amontonar estructuras a lo largo de la historia. No hay por qué sacralizar todo esto. Tampoco digo que haya de ser echado por borda. Pero sí daría la razón a un Hermano a quien oí decir hace poco en una conferencia: “Un religioso tienen que estar dispuesto a dejar las tradiciones del Instituto”. ¿Cuándo? El día en que, lejos de servir ya al Evangelio, sean para él un estorbo.

Hemos de estar siempre listos para echar sobre nuestras espaldas una pobreza funcional, para seguir dócilmente la vía que el Espíritu Santo quiera señalarnos, para dar un sentido nuevo a nuestra condición de peregrinos en la tierra. Tal vez nos pida Dios abandonar nuestras tierras y echar a caminar por sendas desconocidas. Ruindad sería y no sobra de valor el hacer oídos de mercader.

Si alguien está llamado a ser peregrino en la tierra, es precisamente el religioso. Lo que sí hemos de tener, ante todo, por seguro es que no va el Espíritu a pedirnos que renunciemos a nuestro espíritu. No digo otro tanto de una posible invitación de Dios (llamada, si se quiere) a que vayamos, como Abrahán, hoy a Siquem, mañana a Egipto, después a Betel y más tarde a Manbré. Como a cada tiempo le basta su afán, habrá que ir asumiendo las infraestructuras humanas poco a poco, con calma, cada una en el contexto de su propia época.

Respétese, enhorabuena, lo que hayamos hallado ya organizado de manera normal y justa, y obedézcase a lo que se nos pide, al modo como se hace en cualquier sociedad humana normal: ya se trate de adaptarse a un reglamento local, ya de dar cuentas de gastos, ya de participar en la oración con la comunidad, etc.

c) El principio de “el sábado para el hombre y no el hombre para el sábado”, podríamos muy bien aplicarlo a las estructuras: “No el hombre para las estructuras, sino las estructuras para el hombre”. Lo que no podemos hacer es confundir las estructuras con los valores.

d) Siempre que no se halle en juego la voluntad del Padre, será conveniente dejar a los Hermanos la facultad de tomar por sí mismos las decisiones, a fin de que no sufra merma la densidad comunitaria. Si un director se pregunta, por ejemplo, de qué color hay que pintar la sala de comunidad, yo le aconsejaría: “Del color que quieran los Hermanos”.

Están de sobra capacitados los Hermanos para confiarles las diversas tareas, y no se gana nada con manejarlos como marionetas en nombre de la voluntad de Dios. Es verdadero Superior aquel que sabe hacer surgir personalidades y conducirlas luego hacia el respectivo desarrollo. Ciertamente no alcanzará tal finalidad queriendo ocuparse de todos los detalles.

e) Hay que evitar el desgaste de la comunidad.

Cuanto llevamos dicho no significa, en efecto, que hay que desgastar a la comunidad a fuerza de reuniones. Buscar por doquier el asentimiento acaba por cansar a los Hermanos. No partamos tampoco del principio, pongo por caso, de que un paseo a un lugar sembrado de minas no encierra más peligro que el pasearse sobre la hierba de un campo de fútbol.

No hay porqué abordar de inmediato todos los asuntos, con la participación de toda la comunidad.

Conocía muy bien Cristo lo que de aversión a la serpiente encerraba  la trastienda del judío medio y, con todo, no dejo de alabar la prudencia de dicho reptil. Cualidad que consistiría en hallarle a la comunidad un espacio espiritual que le permita caminar sin sobresaltos, sin perder la calma, y procurarle también los medios de reparar continuamente energías.

Ello entra muy bien en el campo del sentido común, pero no precisamente en el de la gracia. Hay que organizar una vida social y natural para los individuos y para el Instituto, de acuerdo con las normas de la prudencia y del recto juicio. Dios respeta suficientemente a los hombres, como para no cometer la indiscreción de meterse en aquellas construcciones humanas que, desde el punto de vista evangélico, son diferentes.

 

2. Orden de la gracia.

Pero está también vinculada la obediencia a un orden “neumático”, en el cual se desarrollan la historia de la salvación, el servicio de la Iglesia, la cristificación de nuestro corazón. Orden asimismo en que se desenvuelve nuestro servicio a la Humanidad, de acuerdo con nuestra misión y con el Evangelio. Orden, finalmente, donde funciona con toda su dimensión el voto de obediencia.

Yo me pregunto: ¿Cuántos Superiores centran su atención en lo especial? Porque no faltan, por desgracia, quienes encauzan el 90% de sus órdenes  hacia lo administrativo, lo económico, lo natural, niveles éstos donde la delegación de poderes estarían perfectamente justificada. Y así vemos a dichos Superiores ir dejando de lado las tareas de gobierno espiritual que constituyen la base de su voto. Yo no veo sentido a tal postura y me vienen ganas de repetir las palabras de Pablo a la Iglesia de Corinto: “In hoc non laudo”. (I Cor. 11.22).

Desdóblense, enhorabuena, las funciones de director y de Superior, si con ello se asegura el orden “mistérico” y carismático de la obediencia.

Supongamos que un religioso no reza. ¿Vamos a dejarlo en paz, so pretexto de que hay que respetar la personalidad del individuo? Ningún atentado comete contra la personalidad del Hermano el Superior que busca, con toda delicadez, comprender el problema; deber suyo será el abordarlo noble y valientemente y aceptar las exigencias que la solución reclama. Invocar aquí los derechos de la personalidad para atrincherarse detrás de la propia desgracia, no pasa de ser un sofisma. El camino por recorres será tal vez largo y nada fácil, pero hay que lanzarse por él.

Si hemos elegido el vivir en comunidad, es para asumir recíprocamente nuestras vidas. Al intentar yo ayudar a mi hermano a rehacer su vida de oración, no estoy defendiendo ningún tipo de estructuras, sino buscando solución a un problema de vida o muerte. Está enfermo. Su alma se agosta porque la desgana espiritual del Hermano la va privando del alimento de la oración. Es tan necesario como urgente conseguir que el enfermo quiera curarse.

¿Dejaría yo, Superior, abandonado a un Hermano de mi comunidad si una enfermedad de cuidado se manifestase en él? Dialoguemos, pues, con el enfermo, para diagnosticar pronto el mal y aplicarle después el tratamiento adecuado.

Nos estamos moviendo en el orden “neumático” de la obediencia; por desgracia, es el tipo de caso que los Superiores más rehúyen, y les da miedo abordarlo claramente. Estoy viendo al enfermo agitarse, protestar, blandir sus derechos de hombre maduro, exhibir el testimonio del sicólogo a quien ha consultado, etc. Poco importa; yo no me arredro ante tal aparato y me acerco, decidido, al interesado para decirle lo que le tengo que decir. Habrá que desmontar una serie de sofismas, tras de los cuales se agazapan un estado interior deficiente. Como dice San Agustín, somos tan insensatos que vamos a ver al médico para enseñarle el brazo sano y le ocultamos el brazo enfermo.[8]

 

B) DOS GRANDES MANERAS DE PRACTICAR LA OBEDIENCIA

He tratado, como veis, de distinguir claramente los dos tipos de obediencia: a) aquella que se sitúa en el plano de lo sagrado, como es el cumplimiento de la voluntad del Padre; b) aquella que se sitúa en el terreno de la sociabilidad humana y que deriva del saber vivir.

Trataré análogamente ahora de agrupar en dos formas la manera de practicar la obediencia:

1. Obediencia ascética

La obediencia que nos enseñan los santos es una obediencia ascética, de un ascetismo variable, y sabían ellos perfectamente lo que se hacían.

San Benito, por ejemplo, es profundamente espiritual y profundamente realista a un mismo tiempo. Conoce bien qué tipo de personas han venido a colocarse bajo su cayado. Tiene buen cuidado la regla primitiva de que no falte una prisión en el monasterio; aconséjase a quienes poseeen cuchillo el no dormir con él, porque podrían herirse. Y es que no faltan entre los que han venido a vivir la regla benedictina individuos violentos que andan huyendo de la justicia y necesitan, para vivir en paz consigo y con los demás, un itinerario tan espiritual como realista.

Nosotros, en cambio, no llegamos a tanto realismo, porque tal vez estamos viviendo en las alturas de un angelismo que no pisa tierra. O bien nos atamos con las ligaduras de un reglamento en el que brilla por su ausencia el soplo del Espíritu. En ninguno de ambos casos hemos dado con la verdadera  solución.

Los fundadores, por el contrario, sabían muy bien lo que se hacían. ¡Lástima que con tanta frecuencia hayan los biógrafos deformado su vida y su acción! No nos quepa, sin embargo, la menor duda de que supieron imponer una obediencia ascética. Pensemos, por ejemplo en la Compañía de Jesús de hace tan sólo 25 años. Antes de la tercera probación, era enviado el jesuita a un largo viaje, durante el cual viviría de limosna y cargaría por la mañana las alforjas para vaciarlas por la tarde. Y no vayamos a creer que los autores de tales imposiciones no tuviesen la cabeza bien sentada o que fuesen unos psicópatas. Sencillamente, conocían el paño humano, con su fuerza egoísta, con ese afán por llegar uno solo, y querían purificarlo enseñando a los religiosos a obedecer en los momentos difíciles y hasta en cosas absurdas.

Era una saludable gimnasia preventiva frente a los golpes que la vida nos tiene reservados y un adiestramiento para salir vencedores en aquellos trances en que obediencia y rebelión se disputan el campo en el alma del religioso. No era el acto, absurdo en sí mismo, lo que importaba, sino la disposición de espíritu que de ello se seguiría.

No podemos decir que algo sistemático sobre el particular exista entre nosotros. Tengo, con todo, la referencia de un Hermano que realizó algunas experiencias semejantes en los años de formación. No sirvieron exactamente – dice – a los fines previstos, pero me han enseñado “a soportar la vida”.

 

2. La obediencia pastoral

Acabo de señalar unos actos que tendrán que se revisados, tanto en la forma como en el contenido. De haber conservado su primitivo sentido, no harían falta cambiarlos; pero la realidad es que tenemos “el carro atascado”, como vulgarmente se dice.

Fue un error en nuestra formación a la obediencia el no delimitar los terrenos, lo cual permitió al principio de la obediencia ciega ocupar dominios que no le correspondían, cuando su razón de ser era únicamente formarnos al desprendimiento de nosotros mismos.

Supongamos que la Superiora de un hospital, persona no competente en asuntos médicos, ordena a una de sus religiosas, doctora en medicina, administrar a los enfermos medicamentos que no les convienen. ¿Debe la Hermana obedecer? Está claro que no. La realidad de una guerra difiere no poco de los supuestos tácticos de unas maniobras militares. Así también hay que saber distinguir entre una obediencia ascética y entre una obediencia profesional o pastoral. Dése entrada al diálogo, en este último tipo de obediencia, para descubrir juntos el divino querer.

Al mezclar ambos órdenes se falsea el verdadero concepto y, por causa de una obediencia ciega fuera de su sitio, hemos anulado en los hombres la capacidad de pensar. ¡Tan acostumbrados están a que alguien piensa por ellos! He ahí el gran peligro de los totalitarismos. Líbreme Dios de generalizar y de acusar personalmente; yo mismo, por ejemplo, no tengo, al pensar en mis formadores, más que motivos de felicitación y de agradecimiento. Otro tanto podrían decir muchos Hermanos.

Claro está que la personalidad del sujeto juega un papel preponderante en su formación. Las personalidades débiles quedan fácilmente aniquiladas en un régimen de obediencia ciega. Los individuos de fuerte personalidad soportan muy bien, por le contrario, los ejercicios de obediencia ciega, con lo cual van adquiriendo aquella robustez espiritual que permite luego asumir la vida con todas sus responsabilidades.

Lamentamos hoy el grave error cometido en el pasado al transferir al terreno profesional, de lo pastoral y apostólico los datos y las leyes de la obediencia ciega; pero resulta que estamos cayendo en el peligro opuesto, a saber: preparar gente para la obediencia, sin ningún ejercicio práctico. Algo así como entrenar campeones de atletismo sin hacerles practicar ni un solo ejercicio de gimnasia.

Nadie viene a este mundo sabiendo ya rezar; se aprende a impulsos del soplo del Espíritu y con el ejercicio personal. Tampoco nace nadie con la castidad adquirida; poco a poco, va uno adquiriendo la fidelidad y el dominio de sí mismo, que cobra consistencia en un momento determinado.

Dígase lo mismo, por ejemplo, de la sinceridad: ¿Quién es el que viene a este mundo adornado con esa virtud? Nadie. Irá la sinceridad adueñándose poco a poco del alma a fuerza de ir viviendo el individuo una vida auténtica.

Quede, pues, claro que ninguna virtud tiene ya madurez desde el nacimiento del sujeto, sino que van desarrollándose todas a partir de un germen, incluso las virtudes infusas.

Nadie, por lo tanto, puede nacer siendo ya obediente; el que no quiera ejercitarse en la obediencia, no aprenderá nunca a obedecer. Irá, si se quiere, soportando mejor o peor la vida religiosa, hasta que se le pida algo que no le guste. Y entonces, por muy clara que pueda presentarse la voluntad de Dios, lo enviará todo a paseo.

Añadid, si queréis, al hecho de no haberse ejercitado en obedecer durante los años de formación, la falta de fe y de solidez espiritual: ¿Con qué fuerza de resistencia vamos a contar cuando llegue la crisis? Cierto que el imponer ejercicios de obediencia resulta impopular. Pregúntense, con todo, los formadores si esa sola razón justifica el que se prescinda de vitamina tan indispensable para el organismo espiritual del religioso

Vense todavía religiosos obedientes a Superiores perfectos o en situaciones medias, o de medias para abajo. ¿Los hay que obedezcan a Superiores difíciles o en situaciones por encima de la media?

 

C) ALGUNOS PROBLEMAS DE OBEDIENCIA

 

1. Las antinomias entre los géneros de obediencia.

Dije que hay que estar muy atentos a no razonar con demasiada facilidad cuando se pasa de tal género de obediencia a tal otro, y de las leyes del espíritu a las leyes de la naturaleza.

Tomemos el ejemplo de la dinámica de grupo. Hay en ella una potencia extraordinaria, mientras permanezca en el plano sicológico sin querer invadir el del espíritu; de lo contrario se convierte para muchos en un juego portador del desequilibrio y se da el caso de religiosos que acaban por abandonar su vocación porque no ven cómo conciliar dinámica de grupo con obediencia.

En el terreno de lo natural aparecen las leyes de la dinámica de grupo llenas de posibilidades; otra cosa sería que nos explicasen, por ejemplo, la muerte de Jesús en Cruz por una decisión del Padre Celestial. ¡Imposible! Es un hecho que cae fuera, muy por encima, de los criterios de la dinámica de grupos; pertenece a otro orden.

Veamos también si puede la dinámica de grupo explicarme el siguiente caso: Termina brillantemente un Hermano la carrera universitaria con el grado de doctor, y poco después, cuando va a comenzar una carrera profesional pletórica de promesas, se ve crucificado en el lecho de un hospital, víctima de una parálisis progresiva que le está haciendo perder el uso de la palabra y que acabará por hacer de su cuerpo un guiñapo. Y es, sin embargo, esa situación causa fecunda de bendiciones para la Provincia.

Luego de no pocas horas de contemplación, acepta el Hermano la cruz. Alguien le preguntó: “¿Qué es para ti el cielo?”. y su respuesta fue: “Continuar lo que estoy haciendo ahora”.

¿Qué dinámica ha pasado por el alma de ese Hermano? ¿La dinámica de grupo? ¿La dinámica del Espíritu Santo?

En todo caso, se desprende de aquí más oxígeno espiritual (valga el símil) para la Humanidad, que del trabajo que realice un ingeniero, un arquitecto o un profesor.

La obediencia no nos va a exigir de ordinario acciones irracionales. Pueden, con todo, presentarse ocasiones en las que determinados mandatos nos resulten incomprensibles; ocasiones en las que se interponga toda la solidez del misterio, como ocurrió con Abrahán y con el mismo Cristo. El Señor suscita en su Iglesia hombres de una obediencia heroica, que nos sirva de modelo. Tenemos, por ejemplo, el caso del P. Faber: puesto, por obediencia, en un empleo donde peligraba su salud, decía con toda sencillez: “El que yo viva no es necesario; el que yo obedezca, sí”.

 

2. Crecimiento en la obediencia.

Es necesario, sin duda, exigir cierto nivel de base para hacer el voto de obediencia, nivel que ha de ser superior al actual. No tenemos, efectivamente, el menor interés, como no sea de orden matemático, en decir: “Tenemos tantos y tantos religiosos que han hecho los tres votos”. ¿Es, por ventura, la mística de una cifra lo que de veras cuenta a la hora de la verdad?

Podemos imaginar el siguiente procedimiento para conseguir el nivel que preconizamos: Vuelva cada cual a considerar, allá en las interioridades del corazón, las motivaciones de su voto. Venga luego en ayuda la oración personal y la oración participada, con el fin de que florezca y fructifique en el corazón el amor a la voluntad del Padre.

El misterio de la fe será el ambiente donde vayan creciendo la madurez personal y el conocimiento recíproco de los Hermanos; y ello llevará a un vivo deseo de hallar en el Hermano y en el Superior unos colaboradores de primera fila en al búsqueda de la voluntad de Dios. No es que sea ello precisamente el voto de obediencia, pero sí el ambiente.

Dos tipos de vocación pueden surgir de ahí, en el seno mismo de la vida religiosa: la de aquellos hombres que quieren apasionadamente buscar la voluntad de Dios a través de la ayuda personal del Superior, y la de aquellos que la buscan a través de la mediación más amplia de un grupo, sólidamente comprometidos a buscar juntos la voluntad de Dios. Grupos de este género permitirán a la obediencia desprenderse de cuestiones sin importancia para centrarse en lo esencial: “¿Qué pide de nosotros el Evangelio en la Iglesia de nuestro tiempo? ¿Por qué derroteros quiere hoy conducirnos la intuición del Fundador?

En una palabra: frente a una “contestación” desordenada, hay que poner una “contestación”  que busque únicamente la voluntad del Padre.

En casos particulares, como el de un Capítulo Provincial, esa búsqueda en común de la voluntad de Dios servirá de iniciación a una misma búsqueda, pero a un nivel más elevado, donde se necesita ya una preparación técnica. Dar, en efecto, una total inter – responsabilidad, así de repente, a personas no preparadas,  entraña el peligro de que se camuflen detrás de la nueva estructura y pierdan con ello toda iniciativa auténtica y toda madurez también auténtica.

 

3. Papel de las autoridades subalternas

Pueden también surgir verdaderos problemas  cuando está uno ejerciendo la autoridad con dependencia, a su vez, de otra autoridad superior. La conducta de esta última puede cambiar los supuestos de la primera. Lo vais a comprender con un ejemplo: es el caso del Superior desobediente. Le dicen los Superiores mayores: “Hay que seguir de nuevo las huellas del Fundador. Tenemos que volvernos hacia los pobres”. Pero he aquí que tal o cual Provincia emprende una política de riqueza. ¿Permitís que analice en serio lo que estoy diciendo? Allá va: “Menos por menos, ¿no da más? Si yo desobedezco a un desobediente, ¿no estoy desobedeciendo?

Ya sé que simplifico demasiado el problema. Pero vemos a ciertos Superiores que andan creando situaciones falsas porque no existe para ellos más que un principio eficaz: “Aquí el que manda soy yo”.

Sabe bien Dios que no faltan los ejemplos. Podría incluso darse el de un Superior General que hiciese tabla rasa de una orden bien fundada de la Santa Sede.

Pasmaos, pues, de conocer objeciones como las que se leen en “Cartas escritas en la cárcel”, por el P. Betto, dominico brasileño: “Creo que se debe obediencia a Dios, que nos habla a través de la Biblia, de la Iglesia, del mundo y de la historia. Dios habla a través de los signos de los tiempos. Si mi Superior o mi comunidad están en contradicción con la voluntad de Dios que yo descubro en la realidad, no tengo por qué obedecerles. Yo debo obediencia al bien común; a los pobres, de quienes Jesús se hizo servidor; a los caminos de la esperanza en la historia de mi tiempo; al amor eficaz en la realidad concreta. No debo, por el contrario, obediencia a lo que me hace menos libre, menos humano, menos comprometido, menos consciente; ni a las leyes que aplastan al hombre y ahogan la expansión del Evangelio; ni a las tradiciones que despojan a la vida cristiana de su fuerza original; ni todo aquello que dé la impresión de ser yo más obediente y menos cristiano, más prudente y menso evangélico. La obediencia no tiene que ver nada con la cobardía, el conformismo, la superproducción, la disminución de riesgos… Jesús revela que su camino es el de la cruz y tropieza con la oposición de Pedro, a quien le gustaría, sin duda, una comunidad sin problemas. Inútil pretensión la de Pedro, de querer señalar a Cristo el camino, en lugar de dejarse guiar por él”.

¡Qué más quisiera uno que poderse contentar con dar respuestas sencillas! Pero como las cosas no son tan sencillas ni aparecen tan claras, hay que echar mano del análisis y hay que dialogar. Dicho de otro modo: hay que recurrir al discernimiento de los espíritus, es decir analizar los datos y obrar luego, como siempre, con gran pureza de corazón. Quien no tenga el corazón puro encontrará todo esto fastidioso, porque no hay en todas estas dificultades de la obediencia práctica una escapatoria por donde salir airosos del apuro.

No podemos olvidar la Palabra de Cristo: “Os expulsarán de las sinagogas, e incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios”. (Jn 16.2) Fecunda es, en efecto, la imaginación del hombre cuando se trata de construir razonamientos con que justificar sus acciones.

¿Queremos, pues, de veras llegar a entendernos? Ya conocemos los medios (no hay otros): fidelidad constante y progresiva a Dios; purificación, también progresiva, del corazón; autenticidad y sencillez en el hablar, de manera que llamemos blanco a lo blanco y negro a lo negro. De ahí cuán necesario sea, a medida que uno se va formando en la obediencia ascética, el no enajenar las propias responsabilidades.

Porque sucede, en efecto, que las enajenamos. Y no es precisamente la obediencia un medio elegante de que disponga el hombre para enajenar responsabilidades delante de Dios, en virtud del mandato de una persona que se llama Superior. Extraño camino, si nos llevase a realizar tranquilamente lo contrario a la voluntad de Dios: “El superior me lo permite, y basta”…

El mismo Derecho Canónico evita cuidadosamente, a pesar de toda su juridicidad, el caer en semejante lazo. Nadie tienen derecho a pedir un permiso que su conciencia no apruebe. Y ningún Superior puede conceder un permiso que no esté de acuerdo con la voluntad de  Dios. Si un Superior me concede un permiso que no debe dar y si yo se lo he pedido indebidamente, quedo, obligado en conciencia  a prescindir de semejante concesión. De no hacerlo así, ya puede llevar el permiso todas las firmas que se quieran: ni mi conciencia ni mi voto quedarán a salvo.

No es el Superior una especie de aspirina para calmar la conciencia y permitir a cada cual hacer lo que le dé la gana. Nada más falso.

Obediencia y mediación son una preciosa ayuda para encontrar la voluntad de Dios, tanto en el interior de una vocación como en el Instituto religioso, al servicio del Reino y de la Iglesia. Eso es todo.

 

4. Libertad y obediencia.

Tiene K. Rahner, en su obra “Palabras en el silencio”, una meditación intitulada “Dios de la Ley”, donde podemos leer la siguiente oración, que algunos encontrarán un tanto rara:

“En tu palabra se dice de Ti, oh Dios, que eres Espíritu. Y de tu Santo Espíritu se dice que es el Dios de la libertad: “El Señor Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor está la libertad”. (II Cor., III v. 17)…

Mira, algunas veces casi podría permanecer que creemos esta palabra acerca de Ti porque sabemos que estamos atados por tu ley sobre la fe, que te reconocemos como nuestro Dios de la libertad porque debemos hacerlo, pero no tanto porque la amplia y libre abundancia de tu vida llene nuestro corazón y tu efervescente Espíritu, que sopla donde quiere, nos haya hecho libres…

Y porque son verdad, libertan estas leyes que Tú mismo diste en la Nueva Alianza – o has dejado expresamente, puesto que abrogaste la ley vieja cuando Cristo “nos ha hecho libres” (Gál., V, 1) -, y así no nos quedó otra cosa que “la ley de la libertad” (Sant. 2.12) Tus propios mandamientos podrán ser pesados, pero liberan.

Pero Señor, ¿y la leyes que en tu nombre dieron los hombres? Permíteme, Dios de la libertad y de la palabra verdadera, decir alguna vez francamente lo que pasa por mi corazón en horas de mal humor y fastidio. Tú bondadosamente escuchas tales pensamientos. Señor, Tú abrogaste la vieja Ley, “que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar”. (Hechos, 15.10) Pero pusiste autoridades en este mundo, temporales y sobre todo espirituales: y algunas veces se me figura que éstas diligentemente volvieron a llenar los resquicios en las vallas de las constituciones y disposiciones que tu Espíritu de la libertad, en el huracán de Pentecostés, había arrancado. Allí están los 2.414 artículos del Derecho Canónico. ¡Ay!, pero esto propiamente tampoco son suficientes. Para alegría de los juristas, ¡cuántas “reponsa” no se han agregado todavía! U aquel par de millares de decretos litúrgicos exigen también su observancia. Para alabarte en el Brevario “en salmos, himnos y cánticos espirituales , cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones” (Ef., 5.19), necesito tener una “guía”, un directorio, que cada año tiene que imprimirse de nuevo… En el imperio del Espíritu Santo también hay un “Diario Oficial” e innumerables colecciones de actas, preguntas, respuestas, informes, decisiones, sentencias, citaciones, instrucciones y comisiones…

No quiero acusar a estos tus servidores inteligentes y fieles que Tú constituiste sobre tu grey… No les toca el reproche que otrora tu Hijo hizo a los escribas y fariseos, que están sentados en la cátedra de Moisés (Mat. 23.4): Han atado pesadas cargas que ellos mismos impusieron no solamente a los demás, sino también a sí mismos… ¿No podría concebirse todas las leyes y prescripciones, en tu Reino como en un Estado, como reglas de tráfico para el orden y la unidad?… Si todas las leyes fueran de esta especie, no serían ninguna carga para la libertad personal e interna… Pero, ¿qué hay de las otras, las que no son solamente expresión concreta de tu propia ley ni tampoco regulan las solas relaciones exteriores de los hombres entre sí, sino que me atañen a mi interior, en mi ser personal y en su libertad? No te pregunto si debo observarlas, porque eso esté claro; sino cómo puedo guardarlas en tal forma que pueda yo encontrarte en la libertad… Me he convencido, de tanto observar, que quien no cuida de lo último se convertirá en un cumplidor exterior e indiferente del precepto, en un “legalista”, o en un timorato sin libertad, adorador de una letra, en un hombre que cree haber llenado toda la justicia en el cumplimiento de la prescripción humana… Yo no quiero ser esclavo de la letra y, sin embargo, debo cumplir el mandamiento de la autoridad humana… Tú quieres que yo ruegue, por toda la autoridad que has puesto sobre mí, para que su mandamiento jamás resulte otra cosa que la manifestación y la ejecución, en el mundo, de la ley del amor hacia Ti.” (Edición española pp. 43 a 53)

¿Acaso nos escandalizan las palabras de Rahner? Digamos, sin embargo, que son portadoras de una saludable inquietud: ¿Cómo hay que hacer las leyes?

Pasamos, efectivamente, por unos momentos en los que algunos empiezan a pensar que la Iglesia se aferra a las leyes, sencillamente, por mantener un puente entre integristas y progresistas.

Un ejemplo: la comunión en la mano. Todavía constituye este asunto un problema para muchas gentes en más de un país. Nada extraño, cuando hemos vivido casi una vida entera con la idea, y quizá la certidumbre, de que tocar la Eucaristía con la mano era un sacrilegio, y cuando tenía escrúpulos de haber tocado la Hostia con los dientes, más que de haber faltado a la caridad.

Me permito citar, en sentido contrario, el caso de Camilo Torres, tal como me lo ha contado alguien que le conoció de cerca (no significa ello el que yo comparta las ideas ni las opciones del protagonista, pero hay que saber reconocer los aspectos positivos de esta personalidad tan llena de contrastes):

“Aunque enemigos políticos, éramos compañeros de trabajo de reforma agraria. Discutiendo algunas tardes de dicha reforma, poníase tan furioso Camilo que llegaba a insultarme; pero le faltaba tiempo a la mañana siguiente para venir a encontrarme y decir: Te insulté ayer y te vengo a pedir perdón. Abrázame, porque tengo que celebrar misa y no puedo hacerlo sin quitarme de encima esta falta contra la caridad”.

Ni se me ocurre preguntar ahora cuál de los dos escrúpulos es evangélico: si el de tocar la Hostia o el de faltar a la caridad. Desgraciadamente, una formación basada en la “cosificación” había acostumbrado a todo un pueblo a padecer angustia por cosas cuya importancia radicaba únicamente en una ley sin relación propiamente dicha ni con  la ley natural ni con la ley divina.

Así se explica el que la Iglesia tenga hoy esas leyes – puente, que son, por lo demás, leyes de caridad. Ya sabemos que la Iglesia es madre y como tal piensa en todos sus hijos y busca una solución provisional de calma para los hijos y busca una solución provisional de calma para los hijos que sufren. Puede muy bien liberar a los unos porque, en el fondo, es ella misma quien los ha educado así, pero está descubriendo ahora, bajo el soplo de Espíritu, nuevos horizontes.

Pero se da al mismo tiempo cuenta de la imposibilidad sociológica de pasar de los unos a los otros y de contener a aquellos que se han desbocado. Busca fórmulas que no satisfacen a nadie, fórmulas transitorias, pero lo hace únicamente por mantener unido al pueblo de Dios.

La Iglesia es, en efecto, un pueblo y no un batallón destacado que dice  a los que vienen detrás: “Arreglaos como podáis; nosotros hemos creado nuestra Iglesia y emprendemos, alegres, la marcha hacia delante”. No; la marcha de la Iglesia tiene que ser la de un pueblo; pero, eso sí, de un pueblo en marcha. Ello supone sacrificio y renuncia.

Así es la contextura del tejido de la obediencia. Detrás de todas esas dificultades, debe haber esencialmente una sed de hacer la voluntad del Padre y de jugar el juego (valga la redundancia) de la mediación, con vistas a encontrar la voluntad del Padre.

 

D) EJERCICIO COLEGIAL DE LA OBEDIENCIA

Puédese hacer una lectura sicológica del gobierno. Antes del último Capítulo General se hicieron en las Provincias de México y España una serie de encuestas científicas, para mejor conocer dichas Provincias. El resultado fue un excelente análisis sico-sociológico del ejercicio de la autoridad. Pero solamente eso.

a) Mirando las cosas un poco más de cerca, adviértese que la subsidariedad aparece como un medio de reintegrar una libertad ejercida en una línea de obediencia. No se enajena, pues, la responsabilidad e invítase a los organismos inferiores a trabajar en su puesto en búsqueda de la voluntad de Dios.

b) Aparece, a su vez, la centralización como lo que debe ser: un esfuerzo por crear la unidad de espíritu en una Congregación que no quiere ser una simple federación de Provincias, sino la fuerza de un carisma que, teniendo por base una gran sencillez, realice el misterio de comunión.

c) La misma descentralización deja intacta esa unidad, pero la encarna en una mayor fidelidad a la diversidad de las necesidades locales.

La corresponsabilidad busca el medio de hacernos responsables los unos de los otros en el amor de Cristo: yo asumo en comunidad la vida de mi Hermano, y él asume la mía.

Una de la mejores críticas que se han hecho a mi circular sobre la vida comunitaria señalaba la siguiente laguna: queda por situar el papel del Superior en la comunidad.

Pude responder al teólogo autor de la crítica cómo no estaba, por una parte, destinada originalmente la circular mía al público en general, sino a una Congregación, y cómo iba ésta a recibir más adelante otra circular sobre la obediencia, en la cual quedaría expuesto dicho papel.

Creo haber realizado mi propósito al escribir la circular que hoy llega a vuestras manos. Lo que no sabría decir ahora es si queda bastante claro el papel que en la obediencia debe jugar la comunidad.

¿Vamos  a ser como rayos de un círculo, unidos vitalmente al centro (el Superior), pero incomunicados entre sí?

d) Exige el misterio de la obediencia que la mediación sea extensiva, es decir, que, sin alienar nunca el papel fundamental del Superior, del mediador, en sus diferentes aspectos, integre a la comunidad en el juego de la obediencia.

Consideremos el caso de los informes que se piden a la comunidad acerca de los Hermanos que han de renovar los votos temporales o hacer la profesión perpetua. Se trata de un discernimiento de espíritus comunitario, y es cosa seria. No se puede, por lo tanto, aconsejar o desaconsejar a la buena de Dios.

Sin embargo, ¡hemos visto hacerlo tantas veces a la ligera! Ello prueba que no anda todavía la comunidad por os caminos de la participación que es, a la par, un derecho y un deber.

e) Pongamos, pues, cada cosa en su sitio. No en el sentido de preguntarnos: “¿Qué quiere la comunidad que hagamos?”. La pregunta está mal hecha y, referida al voto de obediencia, carece de sentido. Otra cosa sería si la planteásemos en el terreno del orden puramente natural: ése sería su sito. En tratándose del orden sobrenatural, hay que formularla así: “¿Cuál le parece a la comunidad que es, con respecto a ella, el querer de Dios?”. Cambiada la pregunta, cambia también el sentido del diálogo.

Ahí está el Superior para discernir la mentira comunitaria, si alguna vez llega ésta a insinuarse, y decir: “¡Esto no es exacto!”. Para llegar ahí se requiere ser un tanto experto en materia de intercambios serios y profundos.

¿Cuántos de nuestros Hermanos saben escucharse mutuamente sin verse arrastrados a una polémica ideológica? ¿Sin enfrentarse en cuestión de conceptos? ¿Sin comenzar en seguida a teorizar, a generalizar?

Por otra parte, buscar la mediación sin aportar información, es absurdo. Creo haber hecho suficientemente hincapié en el papel del Superior. Mal podemos ofrecer a una comunidad opciones que dependen de una mediación , si no facilita la comunidad elementos para una información recíproca y para una comunicación donde aprenda la comunidad a conocer a sus miembros.

f) Hay cosas, por otra parte, que deben dejarse por completo en manos del Superior; por ejemplo: cuando haya en un miembro de la comunidad defectos que no deba ésta conocer a fin de evitar eventuales consecuencias funestas, no quieran los Hermanos inmiscuirse en el asunto.

Es fácil que tal o cual Hermano, muy entusiasta de los intercambios comunitarios, se indigne cuando se toquen, poco o mucho, sus secretos. Comencemos, pues, sencillamente y sin grandes ambiciones, por ser una comunidad de oración (puede leerse el apéndice a mi circular sobre la oración). Sí; comencemos por poner un poco en comunión nuestra vida de cristianos, y ya vendrá luego, poco a poco, el atrevernos a exponer también las opciones de nuestra vida.

Edúquese la comunidad al discernimiento espiritual y vaya luego realizando progresivamente el papel de mediación que está llamada a desempeñar, en armonía que no está reñida con el hecho de que ambas mediaciones sean diferentes.

 

CONCLUSIÓN

 

Luego de haber dado yo una serie de charlas sobre este tema, se me acercó un Hermano para decirme: “Hermano Superior General: ¿no tendría por casualidad una presentación de la obediencia para gente corriente, para religiosos de tipo medio, para pecadores incluso? Porque realmente, este traje nos cae un poco ancho”.

Le respondí, poco más o menos, como sigue:

“Si se quiere vivir una obediencia puramente natural, no aquella que va en la línea del Espíritu, no existen razones de peso para renunciar al matrimonio. Sería una lástima perder valores como los del matrimonio, para verse integrado en un sistema que no hace más que crearnos complejos y despersonalizar.

Por el contrario, una obediencia de tipo espiritual nos hace crecer; en ella se forman los espíritus, porque constituyen una fuente de gozo y de paz. De veras que merece la pena el vivirla. Es como la palpitación de un grupo de hombres que caminan siguiendo la voluntad de Dios y que han comprometido su vida en servicio del Evangelio”.

Más que la voluntad de estar ya allí, lo que hace falta es la voluntad de querer llegar allí y de crecer cada día en obediencia. Tuvimos enamorados de la pobreza que no hubieran dado, recibido, prestado ni cambiado un céntimo sin permiso. Hoy vemos canalizar esa pobreza por otros causes: ir a los pobres y vivir como ellos.

Será necesario que surjan también los enamorados de la nueva obediencia: religiosos que quieran crear grupos “utópicos” de buscadores de la voluntad de Dios, con la mediación de los hermanos y especialmente del Superior. Así tendremos una obediencia muy distinta de la obediencia canónica. Tendremos en el mundo una presencia más visible de Cristo, pues nada hay más elocuente que una comunidad cuyos miembros todos siguen libremente las huellas de Cristo y que han escogido el medio más eficaz para descubrir y practicar la voluntad del Padre.

 

APÉNDICE

 

 “El papel de la comunidad en la mediación de la obediencia”

Las charlas que di sobre la obediencia traen alguna retroactividad. Cito la más importante:

“La visión que usted tiene de la obediencia es de veras apasionante, pero de una verticalidad excesiva. ¿Dónde, en efecto, aparece el papel de la comunidad?”

Por otra parte, mi circular sobre la vida comunitaria había provocado cierta crítica, que ya he señalado:

“No aparece claro el papel del Superior en la vida comunitaria”.

Voy a intentar, pues, con este apéndice, responder a entrambas objeciones, en apariencia contradictorias.

Comienzo por decir que no encuentro muy en su punto el calificativo “vertical” aplicado a la obediencia tal como yo la entiendo.

No hay que confundir “personalización” con “verticalidad”. Yo no he dicho nunca que aquel que manda y ejerce la mediación es Superior, ni que aquel que es Superior debe mandar y ejercer la mediación. Claramente me he referido al mandamiento del Señor: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. (Mc. 9.35) Y he hecho hincapié en la pobreza de nuestra terminología cuando se trata de dar nombre a quien tiene el deber de ejercerla autoridad y la mediación.

Intentemos dar una respuesta bien fundada.

 

A) LOS HECHOS

Es innegable que nos hallamos hoy ante una serie de hechos bastantes nuevos, que podríamos incluso presentar en un tono moderado, como signos de los tiempos y hasta como llamadas del Señor para atraer la atención de la obediencia consagrada en el tablero de la mediación. He aquí algunos de los hechos a que aludo:

1.- Parece cada vez más anormal el que una comunidad de personas consagradas que ha hecho del Evangelio la pasión y objetivo de su vida, no pueda directamente ayudar a sus miembros a encontrar de nuevo la voluntad del Señor; anormalidad que resulta chocante a cualquiera que reflexione. Pero, en fin de cuentas, es la herencia de un pasado, en el que el ejercicio de la autoridad quedaba reducido a dimensiones muy individualistas.

2.- Se da en muchos religiosos una especie de abdicación en materia de calidad y de conducta de los demás, lo cual equivale a decir que tampoco existe la preocupación por la comunidad en cuanto tal, ni en lo que se refiere al ejercicio de su vida consagrada y al testimonio que tiene obligación de dar ante el mundo.

Nada sorprendente, pues, tropezar con religiosos personalmente excelentes, pero incapaces de pronunciar una palabra de hermano acerca de la conducta de una comunidad que debe ir caminando, sin ningún género de dudas, al encuentro de la voluntad del Señor. Sufren por ello y han de contemplar cómo tal o cual Hermano, e incluso a veces toda una comunidad, van mermando en fidelidad y en calidad, hasta perder a veces los valores fundamentales, sin que falten hermosas teorías para justificarse. Y los buenos de nuestros religiosos no dicen ni palabra, porque se imaginan que cualquier acción profética, cualquier tipo de mediación incumbe al Superior únicamente, como si tuviese la exclusiva, nada agradable que digamos, de enderezar entuertos, concepción, como puede verse, que nada tiene de evangélica.

3.- Insisten determinados religiosos – jóvenes idealistas, más que nadie – en constituir comunidades sin Superiores y en crear una teoría sobre el particular. Volveré a tocar este tema más adelante, a fin de matizar bien las cosas; si bien digo ya desde ahora algo que llevo en mis adentros: ¿Apuntan tales Hermanos hacia una vida radicalmente evangélica y seriamente comprometida en la santidad y en el servicio del Reino? ¿Buscan asimismo esa finalidad, ansiosos de ayudarse mutuamente a mantenerse fieles? Entonces, nos hallamos frente a otro de los signos sobre el cual yo quisiera también hacer hincapié.

4.- Hay que considerar asimismo el caso de una comunidad dirigida por un Superior que concentra en su persona todo el ejercicio de la mediación: tendremos una comunidad de fronteras limitadas, que no es posible franquear, ni siquiera en seguimiento de una llamada del Señor urgente y clara. Y no es que haya prohibición de ir más adelante; no: sencillamente no se le ocurre a nadie franquear la frontera, por tratarse de una "mirada hecha ya a lo acostumbrado" y que no sabe ver más lejos de aquel horizonte dentro de cuyos límites goza uno de seguridad.

Al hablar de persona, dice Jung que no es posible que se conozca de veras, como no sea capaz de salir de sí misma para contemplarse desde fuera. Algo parecido podríamos decir de ciertas comunidades: la corresponsabilidad y el reparto fraternal ("partage") en el campo de la mediación podrían dilatar nuestra mirada y romper esa cerca que tanto limita nuestros horizontes.

5.- ¿Cuántos Superiores hay que ejerzan realmente la mediación?

No se da únicamente una restricción del aquel campo de la obediencia que ataño conocimos, aunque limitado a una mediación llamémosla administrativa y natural; estamos a punto de abandonar hasta ese poco que teníamos y de llegar a una completa ausencia de gobierno.

Hago mío, a este respecto, el juicio formulado por el Cardenal Garrone en su obra "Le lycée impossible":

"No se basa una sociedad en libertades únicamente, sino, antes que nada, en una meta bien definida que se ha elegido y que de veras se busca, en la cual convergen espontáneamente  las libertades (…) La economía de la autoridad no puede ser creada al margen y complementarios en la estructura y en la vida de una comunidad humana".

Y en la vida religiosa nos movemos en un nivel diferente al de un liceo. Se trata de una obediencia "mistérica".

¿Por qué, pues, unos principios tan claros no alumbran, como antaño, nuestros ojos? ¿De dónde esa repentina mengua de valentía para ejercer la mediación, y ese número tan considerable de religiosos que rechazan el cargo? ¿No habrá que achacarlo, al menos en parte, a la falta de preparación? Hombres, en efecto, que jamás se habían visto obligados (ni quizás autorizados) a decir una palabra a sus Hermanos para ayudarles a buscar en sus vidas la voluntad de Dios, se ven convertidos, de la noche a la mañana, en mediadores, sin que ninguna práctica colegial los haya iniciado ni les ayude ahora en esa nueva función.

¿No será ésa una de las lagunas por colmatar? ¿Y cómo no ver en ello un invitación a las comunidades a que asuman ellas mismas su propia responsabilidad?

 

B) UNA PREGUNTA

Puesto que hay que abrir a la comunidad los cambios de la mediación en la obediencia, se nos plantea la siguiente cuestión: ¿Cuál es el mejor modo de ejercer la mediación? ¿Remplazando al Superior o contando con él?

Creo que, de acuerdo con la más sana y clásica doctrina de la Iglesia, hay que rechazar la primera hipótesis, e incluso la segunda si con ello se quiere significar que vamos a convertir al Superior en uno de tantos, con el mismo nivel de mediación y de decisión que los demás. Quitemos, pues, a la segunda hipótesis cuanto tiene de ambiguo y formulemos con ella una tercera, hechas las precisiones siguientes:

El Superior pertenece a la comunidad; no está ni por encima ni fuera de ella; pero tiene en esa comunidad un papel específico que hay que inscribir en el juego de conjunto de aquella mediación que ahora estamos intentando definir para la comunidad, aunque sin diluirse en dicha comunidad ni subordinarse tampoco a ella.

Voy a concretar este principio por medio de algunos análisis que tiendan a ilustrar lo que hoy llamamos el fundamento hodegético y pastoral de la autoridad en la Iglesia, y por la práctica de esta Iglesia a través de una "diaconía" de la naturaleza especial, pero no exclusiva. Me vais a perdonar los vocablos, si es que los encontraís pedantes. Trataré de hacéroslos comprensibles.

 

C) LÍMITES DEL PAPEL DE LA COMUNIDAD

Es indispensable, pues, que se demuestre lo que se acaba de decir. Esta circular ha desmitificado, en efecto, la autoridad como poder mágico e infalible que viniese a descubrir la voluntad de Dios a través del ejercicio del mando.

Hay que reaccionar asimismo contra una nueva mitificación que va ganando adeptos acá y acullá  y que viene a ser tan ingenua como la anterior.

Ello significa que debo establecer ciertos límites cuando se trata del poder de la comunidad:

1.- El asentimiento general (consenso) no indica, de por sí mismo,  la voluntad de Dios y hasta puede ser indicio de que la comunidad se está dejando llevar por lo fácil.

Ahí está el problema de la lucha actual entre la sociología y la moral. La sociología es el peor criterio para establecer un programa de vida cristiana. Cualquier movimiento cristiano de renovación que se tenga por serio, tiene que hacer un profundo examen de conciencia acerca del hecho de que únicamente ciertas minorías sean capaces de aquella notoria generosidad que caracterizaba al padre y a la madre de familia en tiempos pasados. Si viviesen hoy aquellos progenitores, quedarían escandalizados de la licencia que dominan en el campo de la sexualidad conyugal, como también del menguado programa de generosidad que hoy se propone a la familia. ¿Y qué decir de una obediencia sociológica, reducida a mero consenso? Sencillamente, que, de tener algún sentido, no será precisamente el de aquella renovación que la Iglesia nos pide.

2.- En otro orden más elevado, decía yo que el bien común y la dinámica de grupo no son, de por sí solos, expresión de la voluntad de Dios. Matizaré esta idea más adelante, si bien no me resisto a dar de ella, ahora mismo, una explicación; porque imagino a más de un Superior y a más de un teólogo que se están preguntando "¿Quién puede conocer la voluntad de Dios?".

Frente a la dimensión misteriosa y oscura de la voluntad de Dios, surge, en efecto, la tentación de dar a las comunidades humanas una orientación hacia algo tangible y sólido que podríamos llamar: "bien de la comunidad", "opciones axiológicas comunitarias".

Aun respetando cuanto de válida tiene esa orientación, yo me digo: hay una voluntad  de Dios en el mundo, una voluntad concreta, y desde el momento en que se la propone a la voluntad humana, deberán existir caminos abiertos a mi libertad para encontrarla. De otro modo, no sería coherente el Señor.

Si existen, pues, esos caminos, estarán sin duda especialmente abiertos a personas que, en virtud de un proyecto de consagración, han puesto su vida bajo el signo permanente de esa búsqueda de la voluntad de Dios.

En conclusión: la voluntad divina que hay que buscar por la mediación tanto del Superior como de la comunidad, significa mucho más que el bien común de esa comunidad y que la dinámica de ese grupo.

Admito sin dificultad el que haya, en ese bien común y en esa dinámica, UNA voluntad de Dios; pero no el que se dé LA voluntad, toda la voluntad de Dios, sobre el grupo.

Lo que Dios quiere del grupo es que realice, de acuerdo con los valores espirituales y humanos, aquello que constituyen para el grupo su verdadero bien, y que también las personas "se realicen en profundidad " a través de ese bien común.

Quiere Dios asimismo que lleguen a convertirse los miembros del grupo en una comunión de amor, por medio de una creciente madurez de la sociabilidad, de una progresiva interacción, de un hondo amor fraternal; y que no sólo llegue a ser una comunión de amor, sino también una comunión de eficacia y de superación.

En ese sentido, me parece muy razonable la búsqueda de la voluntad de Dios, apoyados en el bien común y en la dinámica de grupo. No apruebo, en cambio, el que se detenga o se bloquee la búsqueda por haber eliminado el misterio y aquella mirada de fe que constituye el nervio mismo del amor cristiano, ansioso de construir el Reino bajo la guía del Espíritu.

3.- Circunscribir la mediación a la comunidad sería lo mismo que rechazar un don del Espíritu Santo, con lo cual quedaría empobrecido el servicio de la comunidad, que tiene derecho a beneficiarse de ese don.

Admitir, en efecto, que todos los miembros de la comunidad son iguales, supondría un desconocimiento de la variedad de dones del Espíritu Santo. No hay más que leer a San Pablo: "Cada uno tiene de Dios su propio don: éste, uno; aquél, otro… Al uno le es dada por el Espíritu la palabra de Sabiduría; a otro, de en el mismo Espíritu; a otro, operaciones milagrosas; a otro, profecía; a otros, discreción de espíritus.. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que las distribuye a cada uno según quiere". (1Cor 7.7; 12.11)

¿Cómo enseñar, si la comunidad no se deja enseñar?

La diversidad de dones tiene una doble consecuencia: aquel que recibe un don, debe ponerlo al servicio de los Hermanos, y éstos deben a su vez, aceptar ese servicio.

Ahora bien, hay dones de mediación, de discernimiento, de gobierno. (Hablo aquí por analogía con el concepto jerárquico, pero sin echar en olvido la dimensión episcopal, por ejemplo, concedida a ciertos abades).

Era, pues, normal que toda institución buscase el descubrir los carismas de sus miembros y volverlos operantes en aquellos que los poseían, mediante la dedicación de dichos miembros a los ministerios que mejor se acomodaban al carisma recibido.

Ello no se opone a que, en lo tocante al ministerio de la mediación, sea la comunidad la que ayude al mediador, sin dejar por eso de reconocer en él esa misión especial ni su capacidad también especial de ejercerla.

Insístese hoy, a propósito de este tema, en la necesidad de no dejar demasiado tiempo en el mismo cargo a un individuo. Sociológicamente es una reacción con la cual hay que contar. Aplicada, sin embargo, a lo fenomenológico, cabe preguntarse si es ésa la mejor solución para aquellos grupos humanos donde se cuente con una autoridad que ha llegado a olvidarse verdaderamente de sí, por el servicio de los hermanos.

Junto a los tres límites que acabo de señalar, conviene también señalar otros dos más tangibles y claros:

4.- ¿Una mediación comunitaria sin Superior? Muy difícil resultaría, lo mismo para cada individuo del grupo que para la comunidad como grupo, el determinar qué opciones exige de cada uno la voluntad de Dios ( opciones que yo llamaría "a la medida de cada persona").

Estoy viendo, en efecto, la dificultad ingente que ha de vencer la comunidad para llegar al diálogo y para tener la valentía de establecerlo entre todos sus miembros, con hondura suficiente como para que sea válida esa mediación de los individuos que forman el grupo.

5.- Otra dificultad, complementaria de la anterior, es la que experimenta el individuo cuando quiere abrirse, en ese diálogo "mistérico", con hondura suficiente como para ser ayudado por la mediación del grupo, sobre todo de un grupo que cambia.

 

D) LA UTOPÍA

La mediación de la comunidad es una utopía más utópica (valga el juego de palabras) que la mediación del Superior.

De no contar con una autoridad personalizada, no pueden prácticamente vivir, en el plano de lo natural, grupos humanos estables y de larga duración. Mucho menos si pretenden ser, a la par, grupos de vida y de trabajo. Es el caso de recordar, con Marcel Légaut, la diferencia entre lo esencial y lo indispensable.

La autoridad no pertenece a la esencia de la sociedad, pero es indispensable a toda sociedad en marcha.

Muy bien plantea este problema el Cardenal Garrone cuando dice: "El acercamiento entre los hombres, cualesquiera que sean el origen y el destino de ese acercamiento, los ata en seguida y misteriosamente entre sí, de tal manera que pronto dejan por completo de ser ellos mismos, sin apenas darse cuenta: comienzan a depender los unos de los otros, y a depender todos juntos de ese "tercero" que entre todos han alumbrado".

Ahora bien, en el terreno de lo sobrenatural, es de suyo utópico encontrar una buena cantidad de mediación realmente buena. Calcúlese, luego de las observaciones que acabo de hacer, cómo subirá de grado lo utópico al tratarse de lograr hoy una mediación realmente buena a través de las comunidades que conocemos.

Estamos verdaderamente lejos de semejante mediación y tenemos, por el contrario, bastante próximo a nosotros el peligro del error y de la instrumentalización.[9]

La razón de ello es muy sencilla: Toda sociedad cuenta con una minoría selecta (elite) de individuos bien dotados para tal o cual cosa; con gente de tipo medio, y con la masa.

Cualquier acción específica ejercida por el conjunto de la sociedad dará, en el mejor de los casos, un nivel que corresponda al de las personas de tipo medio, y siempre de menor calidad que el nivel que representa la "elite", a menos que se haya llegado a la coordinación de que vengo hablando.

 

E) RAZONES PARA COMPROMETERSE, A PESAR DE TODO. SIGNO MÁS VISIBLE.

¿Por qué proponer, entonces, a la comunidad mediadora el embarcarse en esa utopía, más utópica que la otra?[10] . Muy sencillo: Una comunidad en búsqueda  y en mediación, se hace más y más visible como signo del Reino, que una búsqueda y una mediación puramente personales; y la vida religiosa debe ser signo para la Iglesia.

 

F) ¿POR QUÉ MÁS VISIBLE?

 

1.- ¿Por qué la vida religiosa es más visible?

Porque suponiendo en ambos casos la misma intensidad de querer vivir la voluntad de Dios, en el caso de la mediación comunitaria se busca el signo de esta voluntad, y con el fin de obedecer, a través de mayor número de personas.

2.- Ese dinamismo de búsqueda y de obediencia produce entonces una vida de obediencia, en la que se integran todos juntos, no en el sentido de una yuxtaposición, sino de una integración interactiva.

3.- Esa vida de obediencia, realizada todos juntos, hace crecer a cada miembro en caridad, en pureza, en responsabilidad para con los demás, al buscar el ayudarles y el encontrar para el grupo las vías del Señor.

Y, al mismo tiempo, se preparan gradualmente y se multiplican los mediadores.

4.- Tal mediación es más escatológica que la simple relación Superior – inferior. Entiéndase por escatología algo que nos acerque a la plenitud de los tiempos, si bien quedándose un poco del lado de acá, ya que en la plena escatología no se necesita ya de la mediación.

Vemos, pues, cómo el misterio de una obediencia así vivida constituye de veras un signo del Reino, tan visible como la pobreza y la virginidad.

No es natural que la relación de amor entre los hombres sea virginal; ello anuncia que el Reino lo tenemos a las puertas y que se está anticipando la plenitud. Tampoco pertenece a este mundo ni el vivir en actitud de búsqueda, tanto interior como exterior y social, ni el comprometerse en dicha búsqueda (hablamos de un mundo en el que no se excluyen las cumbres de la grandeza moral).

Se trata ciertamente de un hecho que anuncia el Reino de la manera más radical.

 

G) SITUACIÓN FINAL

Echemos una mirada a la situación real de hoy. Fuera de algunos casos extraordinarios, no están preparadas nuestras comunidades para ese trabajo. Vivir fraternalmente en caridad comunitaria y en acción apostólica, es un ideal a su medida; vivir eso que acabamos de decir, sobrepasa ciertamente la capacidad de las comunidades actuales de tipo corriente, e incluso está por encima de las comunidades de calidad.

 

H) CONCLUSIONES

Tengo, por  fuerza, que concluir. Los hechos – signos expuestos en la primera parte nos demuestran claramente que hay que introducir a la comunidad en la mediación. Pero los límites que a continuación se han señalado demuestran, por otra parte, cómo no puede de ordinario la comunidad ejercer una mediación suficiente. Puede ser que, por grupos, tales como el Capítulo General, lleguen a crearse más fácilmente las deseadas condiciones para lograr esa búsqueda, por cuanto una necesidad más inmediata nos lleva a desear una participación más intensa. Señalemos, sin embargo, que el carácter provisional del grupo constituye uno de los factores del éxito, lo cual no significa que vayamos a renunciar a grupos permanentes.

Aun cuando sea más bien rara la realización, existente las excepciones, y debo confesar que, por espacio de algunos años, he disfrutado del gozoso privilegio de pertenecer a uno de esos grupos excepcionales  (de esto hará como tres lustros).

Existen, pues, caminos abiertos. Requiérese, para adentrarse por ellos, un sano idealismo, ese idealismo que ah hecho avanzar a los grandes intuitivos de la vida religiosa: a un San Francisco de Asís, por las vías de la pobreza; a un San Juan de la Cruz, por la vías de la contemplación; a un Charles de Foucauld, por las vías de la encarnación; a un San Vicente de Paúl, por las vías de la caridad. Y ello a pesar de que dejaban muy por detrás a sus mismos compañeros. Ahí está el servicio de la utopía…

Frente a un problema bastante nuevo, podemos dar, al menos como punto final, los siguientes consejos:

1.- Tener en cuenta las dificultades. Pretender ignorarlas sería tan ridículo como peligroso. De ahí la importancia de asegurar a todo trance el lugar y la misión del Superior.

2.- Educar.

Por otra parte, debe, sin embargo, decirse el Superior, sobre todo por cierto período de tiempo: "Es necesario que la comunidad crezca y que yo mengüe"; si no, jamás llegará la comunidad a cumplir su cometido. Hay que educarla para el diálogo de búsqueda y, luego de haber descubierto lo que se buscaba, para el diálogo de compromiso; finalmente, para un diálogo de evaluación corresponsable.

3.- Que sea el Superior quien lleve el juego. No es indispensable que el acto de ponerse en marcha se deba a la intervención personal del Superior. Puede muy bien dejar que otros den los primeros pasos, a condición de que no dejé él de cumplir su papel, que no perderá ni un ápice de su realidad, por coordinarse sencillamente al conjunto. Yo creería ver el renacer de la mediación en el hecho de tomar como punto de arranque una conjunción, una interfunción.

Entre los mejores medios de comenzar, tenemos la oración participada. Comunidad que no es capaz de tener ese tipo de oración, difícilmente llegará a ser una comunidad de búsqueda y de mediación.

He ahí lo que, por deber, he creído conveniente deciros.

¡Quiera el Espíritu Santo servirnos de guía en nuestro caminar!

 

H. Basilio Rueda

Superior General



[1]  Se diría, si no, que al hacer voto de obediencia tales individuos, vense como inmersos en un contexto folklórico, como si hubiesen pronunciado una fórmula en dialecto medieval, poco menos que inteligible.

[2]“La libertad de Cristo”, pág. 130

[3]Muerto en octubre de 1974

[4]Santo Tomás buscó las huellas de verdad que pudieran hallarse en los autores que le precedieron, y esa ingente tarea de investigación tenía como fin el integrar dichos autores, para luego superarlos, en una síntesis cristiana.

[5]Esta cita de Tillard no está tomada al pie de la letra, pero traduce bastante bien el pensamiento de un notable autor que se va especializando cada vez más en temas de vida religiosa. Aunque me gustaría expresar aquí, de forma más explícita, mi respuesta a su manera de enfocar las cosas, prefiero que sea esta circular, tomada en su conjunto, la mejor respuesta que yo pueda dar a dicho autor.

[6]Fr. Varillon. “L’humilitié de Dieu”, p. 52.

[7]Habría que señalar aquí muchos más matices, puesto que la mutación (bastante radical) de la actual generación, así como la falta de interés por las cuestiones puramente doctrinales, son también elementos muy nuevos en el problema. Por otra parte, sería injusto no reconocer la importancia delos trabajos de los expertos, a lo largo de estos últimos años.

[8]Ni qué decir tiene que no se trata aquí de un verdadera enfermo psicológico, en cuyo caso necesitaría una atención muy especial. Hay, por lo común una dimensión moral y un tono religioso que no engañan y que permiten en seguida distinguir al verdadero enfermo del religioso en crisis, consecuencia esta última de haberse uno instalado en la mediocridad espiritual.

[9]Téngase en cuenta que estoy hablando de una mediación que se refiere a la Sabiduría de Dios y no sólo al sentido común.

[10]No hay que olvidar en qué sentido empleo yo la palabra "utopía": un ideal irrealizable que fuera lo real a ser mejor y a estar más próximo de dicho ideal.

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