25 de diciembre de 2008 CASA GENERAL

H. Seán Sammon

Cuando Dani y Agustín regresaron de estudiar idiomas en Irlanda el pasado verano, los dos me recomendaron que leyera un libro de John Boyne titulado: ?El niño con el pijama de rayas.? San Benito no tenía inconveniente en recordar a sus abades que las decisiones sabias se hacían solamente después de haber pedido consejo al más joven y al más veterano de la comunidad. Manteniendo este principio en mente, me puse a buscar el libro.
La novela de Boyne se centra en algunos años de la vida de un joven llamado Bruno. Al principio de la Segunda Guerra mundial le encontramos viviendo con relativa comodidad junto a su familia en Berlín, inconsciente del sufrimiento humano que se desarrollaba a su alrededor. Sin embargo, esta situación cambió dramáticamente cuando su padre, un oficial nazi, fue nombrado comandante de Auschwitz, un campo de concentración en Polonia cuyo único objetivo era llevar a cabo el exterminio del pueblo judío.
Desplazado y solo en sus nuevas circunstancias, la curiosidad de Bruno se despierta y empieza a inspeccionar los campos que rodean el recinto cerrado donde vive ahora su familia. Desde su dormitorio puede ver una valla y detrás de ella mucha gente vestida con pijamas de rayas. Son judíos sacados por la fuerza de sus casas y transportados a ese campo.
Finalmente, Bruno se encuentra con un niño judío llamado Shmuel que vive al otro lado de la valla. Los dos se hacen buenos amigos y Bruno le visita todas las tardes para charlar; cada niño permanecía de su lado de la valla, lo que nos recuerda incesantemente las graves diferencias de su situación.
Para no estropear el final de la historia a aquellas personas que la quieran leer, permitidme detenerme aquí y preguntar: ¿por qué narrar este cuento de sufrimiento y muerte, y la amistad de dos niños el día de Navidad? ¿Es para recordarnos la presencia del mal en nuestro mundo o para llevarnos a actuar responsablemente con los que tienen mucho menos que nosotros?

Narro esta historia porque nos recuerda el poder de la amistad y la influencia transformadora que el amor puede tener en nuestras vidas. Esa es la lección de la historia: la amistad y el amor transcienden las diferencias de raza, credo, habilidad intelectual, estatus socioeconómico y la multitud de medidas que la sociedad utiliza para distinguir una persona de otra. Bruno amaba a Shmuel y, como consecuencia, fue capaz de mirar más allá de las apariencias que hacían a Shmuel diferente de los demás.
Porque la Navidad no nos habla especialmente del nacimiento de un Niño, ni de pesebres y animales, ángeles o magos. No, la Navidad nos habla del amor inimaginable que Dios tiene por cada uno de nosotros. ¿Qué otra cosa podría llevar a Dios a tomar nuestra misma naturaleza, a construir su casa entre nosotros, y a decirnos que le hacemos felices?
Seamos honestos: si hay problemas en este mundo no es debido a Dios; es por culpa nuestra. Somos nosotros quienes alimentamos prejuicios, enseñamos a los niños a odiar y nos negamos a perdonar.
Marcelino comprendió bien el problema; por eso insistía en dos puntos: la naturaleza de nuestras comunidades y de nuestra misión como maristas. Conocemos bien el mensaje del Fundador a nuestros primeros hermanos. Sin duda, había diferencias entre ellos. A pesar de todo, Marcelino les desafió para que el amor marcara su vida en comunidad. A pesar de lo que les dividía, les dijo que tenían que aprender a perdonar y a reconciliarse. Sí, para Marcelino el perdón y la reconciliación eran el corazón de nuestra vida como hermanos, forman parte de su esencia. ¿Y si los dos faltan en tu vida y en la mía, hoy? Entonces debemos preguntarnos si verdaderamente somos uno de sus Hermanitos de María. No podemos hacer ambas cosas: o vivimos esta vida plenamente o debiéramos buscar otro estado de vida.
Y, ¿qué pasa con nuestra misión con los niños pobres y los jóvenes? El Fundador comprendió que su vida es más difícil que la de otros de su misma edad y, por eso, merecen nuestro tiempo y atención. Al tener pocos recursos materiales, muchos se sienten avergonzados de su situación. Por ejemplo: ¿Qué dice una niña, cuya familia no tiene casa, a sus compañeras de clase cuando le preguntan dónde vive? Un joven que está en la cárcel, ¿dónde encontrará a un adulto que le cuide y le ayude a llegar a ser un hombre?
En el corazón de estas dos iniciativas: vida en comunidad y nuestra misión, está el amor de Jesucristo. Y, ¿en qué consiste la Navidad? En el extraordinario y a veces terrible amor que Dios tiene por cada uno de nosotros. Marcelino Champagnat estaba tan enamorado de este Dios que no podía menos que hablar, a cada niño y joven que encontraba, del gran amor del Señor hacia ellos.
Bruno y Shmuel disfrutaron juntos del don de la amistad y de la infancia; su amor les ayudó a transcender las diferencias que la vida les impuso a cada uno de ellos. La fiesta de Navidad nos recuerda que en el corazón de nuestra fe hay solamente dos mandamientos: el amor a Dios y el amor a los demás. Dios vino a este mundo y habitó entre nosotros para que este punto quedara más claro que el agua de manantial. Éste es el sentido de la fiesta de Navidad. Amen.

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