25 de diciembre de 2006 ITALIA

Hermano Séan Sammon, Superior general

Ninguna escena de la tradición cristiana, si exceptuamos la Crucifixión, nos resulta tan familiar como la imagen del niño Jesús en el portal de Belén. Desde los grandes artistas del Renacimiento a los diseñadores actuales de las postales navideñas comerciales, este cuadro ha sido reproducido una y otra vez con una serie de personajes familiares: los pastores visitando al recién nacido, los sabios que vinieron de países lejanos, los animales del establo, y, por supuesto, en el centro de todo ello una joven pareja judía, recién casada, con su hijo infante.
Y, entre los variados personajes que componen cualquier nacimiento tradicional, siempre se ve enseguida la figura de María, la madre de Jesús. Con la maravilla y el trauma del alumbramiento del niño ya diligentemente puestos en orden, aparece ella con un halo de frescura primaveral, las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza suavemente inclinada, los ojos entornados con recato. ¡Qué distinto de aquella mujer mediterránea de aldea que trajo al mundo un hijo cuyo destino era salvar a su pueblo!
Por tanto deberíamos plantearnos estas preguntas: ¿A qué se debe que hayamos transformado el escándalo de la Encarnación en símbolos y escenas a la vez banales y prosaicos? ¿Qué es lo que nos ha llevado a enmudecer su mensaje hasta dejarlo convertido solamente en un agradable relato de niños y establos, cunas y nacimientos, pastores y ángeles cantando en los cielos?
La respuesta podemos encontrarla en María, a la que también hemos domesticado de manera que nos resulte segura y libre de riesgos, incapaz de inquietarnos y de movernos a cambiar de idea sobre cuáles son las exigencias de la fe.
Las circunstancias de la vida de María fueron duras. Ella vivió en un mundo donde los pobres trabajaban hasta la muerte. La crueldad era una cosa común, al igual que lo era la reacción rápida y despiadada por parte de los ocupantes romanos de Palestina ante cualquier asomo de resistencia. María vivó en un mundo de intimidación y miedo, de familias numerosas, y de condiciones de vida primitivas si las medimos con los patrones actuales.
Fue en aquel contexto económico, político y cultural de su tiempo y lugar donde María encontró a Dios y recorrió su camino de fe. Fue dentro de aquella realidad donde Dios hizo cosas grandes en esta mujer que no representaba nada en el escenario de los imperios del mundo. Pero María no desempeñó un papel pasivo en el desarrollo de los acontecimientos. No; ella tuvo una participación activa en todo lo que estaba sucediendo, y la tuvo porque poseía en abundancia el don radicalmente precioso de la gracia que le venía de Dios. La gracia singular recibida por María en su concepción era el insondable regalo personal de Dios; desde el principio estuvo envuelta por el amor del Todopoderoso. Esto no quiere decir que ella no sufrió, que nunca estuvo turbada, o que no sentía necesidad de fe y esperanza. Ella tenía pasiones humanas. Todo lo auténticamente humano estaba presente en María.
Lucas nos recuerda que ella era una verdadera discípula, y nos lo recuerda no sólo en la historia del nacimiento de Jesús, sino también en su descripción de la Anunciación y el relato de la visita de María a su prima Isabel. María no acompañó a Jesús durante su ministerio público pero esa circunstancia no agota la definición de discipulado. Lo que hizo esta mujer, a la que Dios colmó de amor en plenitud, fue escuchar su palabra y actuar en consecuencia. Precisamente por esta razón merece la consideración de discípula.
En el centro de la historia de la Anunciación se sitúa la relación entre el Espíritu Santo y esta mujer que era tan irrelevante en la esfera de los imperios de su tiempo. La fe de María hizo posible la entrada de Dios en la historia. Una vez que dio su consentimiento a Dios, ella se puso en camino con fe, como antes hiciera Abraham, sin tener la entera certeza de a dónde se dirigía.
De manera semejante su Magnificat fue el himno de Adviento más vibrante, más sentido, uno diría que hasta el más revolucionario, que jamás hubiese sido entonado. No encontramos en él a la María gentil y de ensueño que aparece en las postales navideñas. En su lugar vemos manifestarse a una María apasionada, entregada, orgullosa y entusiasta. Aquel canto no tenía nada de la dulzura, nostalgia, o incluso tonos juguetones, de nuestros villancicos tradicionales. Al contrario, es una canción fuerte, dura e inexorable que nos habla de poderosos del mundo destronados y humildes enaltecidos, del poder de Dios y la debilidad de los seres humanos.
El Magnificat de María nos daba el aviso expreso de que Jesús en su venida nos pediría un cambio radical. Y justamente eso es lo que hizo. Sólo tenemos que escuchar las Bienaventuranzas: ?Dichosos los pobres, los que tenéis hambre, los que lloráis. Pero ¡ay de aquellos que sois ricos, los que estáis hartos, los que ahora reís!?.
En el fondo del mensaje de Navidad, por tanto, hay una invitación a seguir al Señor como discípulos, pero en los términos que ponga Él, no en los que pongamos nosotros. Y ¿dónde podemos aprender el modo de vivir esta llamada? Si seguimos los pasos de Marcelino, no hace falta que miremos más allá de María, esa formidable mujer de fe. Recemos hoy para que se nos otorgue a nosotros su valentía, su fe, su generosidad de corazón. Pidamos que se nos conceda la gracia de no ser domesticados. Feliz Navidad.

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