María en la vida de M. Champagnat

Paul Sester

1996

BoaNo faltan estudios sobre la devoción mariana de M. Champagnat y uno se pregunta si es útil añadir otros que repitan lo mismo. Sin embargo, un mismo tema se puede tratar de diversos modos, desde diferentes puntos de vista que, al completarse entre sí, lo perfilan mejor.

Este estudio que presentamos, más que tratar de lo que comúnmente se entiende por devoción, intenta captar las relaciones íntimas entre d fundador de los Hermanos maristas y la que él llamaba habitualmente la "Buena Madre".

Nos ponemos pues en una perspectiva psicológica. Es una tarea ardua pues M. Champagnat no nos ha dejado prácticamente nada de su vida interior pero, al confrontar unos documentos con otros y con las circunstancias que los provocaron, aparecen algunas pistas. el trato prolongado con su persona, fruto de las investigaciones llevadas a cabo en diferentes aspectos, nos permite ir más allá de lo que las palabras expresan.

También hay que tener en cuenta la evolución pues, ciertamente, las relaciones del Fundador con María al inicio de su ministerio no fueron las mismas que al ocaso de su vida. Esta evolución se produjo gracias a una serie de acontecimientos, algunos muy dolorosos, acaecidos durante su vida. Más que de una transformación podemos hablar de la profundización en los elementos recibidos durante sus anos de formación, de la interiorización de prácticas externas más o menos formalistas hacia una intimidad cada vez más estrecha.

Devoción externa

Me refiero aquí a todas esas prácticas que su biógrafo, y muchos otros después, han desarrollado ampliamente: prácticas devocionales que fijó para sí mismo y sus discípulos. Esas prácticas no son nada originales. Son, por una parte, eco de la devoción popular vivida en su familia y en su parroquia natal y después, lo que el reglamento del Seminario proponía. En un seminario sulpiciano, por ejemplo, "no hay actividad que no empiece por una actividad mariana y casi todas concluyen con el Sub tuum praesidium. Cada día se reza el rosario en. comunidad para honrar a María en .sus diversos misterios y se celebran sus fiestas con la mayor solenidad posible… El mes de ayo le esta consagrado de modo particular (J.H.Icard Tradiciones del Seminario de S. Sulpicio, p. 266) ¿Cómo imaginar que M. Champagnat no conociera la vida de M. Olier y que, como seminarista responsable, no hubiera intentado tomar como modelo al fundador de los seminaristas sulpicianos? Éste consideraba a "la santísima Virgen como inspiradora, única y verdadera superiora y base del seminario de San Sulpicio". (ibid p. 265)

Con estos materiales, M. Champagnat pone los cimientos definitivos de su vida mariana. No busquemos en otros lugares la inspiración de ciertas prácticas o las ideas que propondrá más tarde a sus Hermanos para que centren su vida en María. Algunas situaciones comprometidas le sugirieron añadir talo cual plegaria, como la Salve Regina por la noche, de estilo monacal, o por la mañana, que se convirtió pronto en una tradición, aunque puede dar la impresión de robarle a Dios las primicias del nuevo día.

La práctica de las novenas, dirigidas casi todas a Maria, ocupa sin duda un lugar importante en la devoción del Fundador. Ésta era ciertamente una costumbre de las parroquias de su época, pero la frecuencia con la que insiste es una prueba de su fervor personal y de sus deseo de facilitar la práctica de la devoción mariana a personas sencillas y, generalmente, muy atareadas. Más que oraciones largas y rebuscadas, lo que esta gente necesita son fórmulas sencillas, fáciles de recordar, siempre al alcance cuando el corazón se ve asaltado por algún sufrimiento.

Está claro que, para M. Champagnat, todo esto no son sino manifestaciones externas de una actitud más profunda que nos lleva a vivir la confianza en María con sencillez, familiaridad, como un niño en relación con su madre.

Presencia de María

No hay duda de que Marcelino Champagnat vivía una devoción mariana de esta naturaleza. Basta hojear sus cartas para darse cuenta de la familiaridad que existe en su trato con María. La carta del 20 de julio de 1839, doc, 259, nos da el tono general: "Aparte de lo que podemos decir a Jesús, ¿qué no tendremos derecho a decir a María?… Dile pues a María que el honor de su sociedad exige que te conserve casto como un ángel". Nótese que el autor escribe a menos de un ano de su muerte y que el destinatario es un hermano joven hostigado por la tentación. Ocho anos antes, el 4 de febrero de 1831, animando al H. Antonio, utiliza una expresión un tanto chocante: "Después de haber hecho todo lo posible, dile a María que peor para ella si sus asuntos no van bien". De un tono parecido son las expresiones "nuestra buena Madre, "nuestra Madre común" repetidas tantas veces en sus cartas. Nada parece obstaculizar sus relaciones con María. Y cuanto más cercano se siente a ella, más nota su presencia, como si fuera una persona viva.

No se trata de la presencia de quien espera honores y alabanzas, sino de una presencia activa; no de quien viene con regalos o a deslumbrar con manifestaciones extraordinarias o milagrosas, sino una presencia que ofrece colaboración, que no nos dispensa de actuar y de hacer lo posible por acertar y por implorar su ayuda. "María, nuestra Madre común, te echará una mano" promete al H. Antonio en relación con el H. Moisés. Y durante sus gestiones en París para obtener la autorización legal de su obra, escribe: "Con la ayuda de María moveremos cielo y tierra" (al H. Francisco, 20 de Mayo de 1838, LPC, p. 390)

Esta frase no debe hacernos pensar que considera a María a su servicio; al contrario, su función es servir, estar a su servicio, no ser más que su siervo. "Sabes que soy tu esclavo" (Vida p. 20), le dice a María en sus resoluciones de 1815. No tiene esto nada que ver con la espiritualidad de Grignon de Montfort cuyo "Tratado de la verdadera devoción" no había sido publicado todavía; es más bien fruto de la formación del Seminario mayor dirigido por el sulpiciano Gardette. ¿Cómo imaginar que M. Champagnat no conociera la vida de M. Olier y que, como seminarista responsable, no hubiera intentado tomar como modelo al fundador de los seminaristas sulpicianos? Éste consideraba a "la santísima Virgen como inspiradora, única y verdadera superiora y base del seminario de San Sulpicio" (ibid p. 265). En efecto, sabemos que este último pretendía que los planos del seminario, de cuya construcción estaba encargado, le habían sido inspirados por la Santísima Virgen. Por eso consideraba ese edificio como "la obra de María" quien debía ser" consejera, superiora, tesorera, reina y todo" (ibid. p. 265)

Cuando el constructor de la casa de Nuestra Señora del Hermitage habla sin cesar de la "obra de María" ¿no son sus palabras un eco de las del gran sulpiciano? el matiz objetivo que separa una obra material de una obra orgánica resulta aquí más aparente que real pues, al hablar de "obra" M. Olier no alude sólo al edificio sino a la vida cuyo funcionamiento normal está animado por esa estructura. Tanto de un punto de vista como del otro, lo que se evoca es la acción concreta de María entre sus fieles.

Para M. Champagnat esta acción resulta evidente: lo muestra la insistencia con la que habla de ello. Hay cinco cartas en las que la palabra "obra" se repite nueve veces sin ninguna connotación (doc. 6, tres veces; doc 11, dos veces; doc. 44, dos veces; doc. 45a y 45b). Otras tres cartas hablan explícitamente de la "obra de María". Esta expresión se refiere sobre todo al conjunto de la Sociedad de María. Cuando M. Champagnat escribe que el Sr Courveille hubiera podido provocar la ruina de la "obra si la divina María no la hubiera sostenido con toda la fuerza de su brazo", (doc. 30, p.84) alude concretamente a la Sociedad de María. ¿Quiere esto decir que excluye a la congregación de los Hermanos, como parece deducirse de la frase que escribe al Sr Cattet (doc. 11, p. 46): "La sociedad de los Hermanos no puede ser verdaderamente considerada como la obra de María sino sólo como una rama posterior de esa sociedad?" al precisar que la intervención de María va orientada hacia los Padres y no a los Hermanos, que no están viviendo dificultades de ese tipo, no quiere decir que María no intervenga en favor de éstos sino que sustituye desafortunadamente la expresión "obra de María" por "Sociedad de María". En la carta de agradecimiento al Sr Dumas, párroco de St-Martin-la-Sauveté, por el envío de un postulante, su pensamiento no se presta a equívocos: "Le agradezco también -dice- el interés que muestra por la obra de María (doc.142, p.282). Aún más explícita es esta frase de la carta al H. Hilarión: "Digámosle a María que su obra es mucho mejor que la nuestra" (doc. 181, p. 368)

Esta afirmación merece además una atención particular pues hace una distinción entre la acción de María y la nuestra. Puestas en paralelo, esta dos actividades apuntan a la misma obra y de hecho están subordinadas una a otra; así lo sugiere la frase que precede: "tengamos firme confianza y oremos sin cesar: ¿qué no consigue la oración fervorosa y perseverante?" Concluimos pues que, en este caso, M. Champagnat colabora: con los planes de María. Esta idea de ser el instrumento del que María se sirve para realizar su obra es una convicción hondamente arraigada en su corazón. No surge en esta época (1838) sino que data del momento en que se concibió la obra de la Sociedad de María. Parece que este proyecto había nacido de una inspiración recibida por el Sr Courveille en la basílica del Puy. Cuando, a fuerza de insistir para que también haya una rama de Hermanos, el grupo encarga a M. Champagnat quien recibe esta misión como venida del cielo. Aunque sus compañeros tengan luego dudas sobre el éxito, dada la limitación de los medios a su alcance, él, por el contrario, reconoce su indigencia, se dirige a Dios y se pone a su servicio: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad" (vida, p. 160) En esta relación María no está ausente. M. Champagnat, aunque nunca lo explicita, parece darle un papel intermedio entre el hombre y Dios. Así parece desprenderse de esta frase dirigida al primer miembro del Instituto: "¡Ánimo! Dios te bendecirá y la Santísima Virgen te traerá compañeros. (ibid. p. 162)

Este papel atribuido a María en la obra del Instituto sólo lo tenía entonces a nivel de ideas. Pronto una serie de acontecimientos lo irán grabando en su ser y en su actuar con una certeza indestructible. El primero es la llegada de ocho postulantes que considera enviados por María, después de muchas oraciones y novenas. "No me atrevo a decir que no a los que se presentan, pues los considero enviados por María", escribirá más tarde a Mons. de Pins (doc. 56, p. 140) Luego viene la construcción de la casa del Hermitage que finalizó sin accidentes personales ni agobios económicos.
También fue María quien;~ respuesta a su súplica ferviente, le salvó de la muerte una noche invernal cuando, por temeridad, estuvo a punto de perecer en la nieve, preservando a la congregación, por el mismo hecho, de la ruina segura. Igualmente, dos veces al menos se retiraron las amenazas de supresión de la congregación por parte de la curia diocesana. Y, finalmente, el éxito de un proyecto en el que la osadía pasaba por encima de la prudencia humana justificada, dada la pobreza de medios con que contaba. "(No es un milagro -dice- que Dios se haya servido de tales hombres para empezar esta obra? Para mí es un prodigio que muestra a las claras que esta comunidad es obra suya" (Vida p. 408)

Estas palabras no son un texto de literatura piados a ni hay que considerar las como un acto deliberado de humildad pues llevan el peso del recuerdo de experiencias vividas con todo tipo de dificultades. Y si la obra logró salir a flote fue por la intervención del cielo. De esta constatación surge una consecuencia lógica: la confianza plena en María, el reflejo de recurrir siempre a ella, la recomendación insistente en hacer lo mismo en los menores detalles.
Va incluso más lejos poniendo en manos de María toda su obra, su actividad de cada instante y su misma persona, contentándose con ser un instrumento. De ahí la conclusión que expresa en su lecho de muerte: El hombre es sólo un instrumento, o mejor no es nada. Dios lo hace todo" (Vida p. 232) Sin embargo, según la continua experiencia de fe de M. Champagnat, Dios quiere pasar por María y por eso hace suyo el lema "Todo a Jesús por María y Todo a María para Jesús", una expresión que no es original suya, pero que impregna profundamente su pensamiento.

Imitación de María

No acaba aquí su relación mariana. Si la obra está en manos de María, el instrumento del que ella se sirve será tanto más eficaz cuanto más se adapte a ella. Ciertamente M. Champagnat no concibe la necesidad de imitar a María siguiendo ese razonamiento. Muchos autores espirituales antes que él habían recomendado tal práctica. Pero es probable, no obstante, que sus relaciones frecuentes con María hayan justificado y fortalecido sus convicciones al respecto.

AI recorrer los diferentes textos del Fundador, no tanto las citas literales sino intentando captar el eco interior de esas palabras, podemos descubrir algo de su personalidad. Se nos desvela un hombre cada vez más consciente de sus limitaciones, comprometido en una aventura que excede a sus capacidades naturales pero que está convencido del acierto gracias a circunstancias exteriores.
Su corazón es sincero cuando no se atribuye la gloria a sí mismo sino a ella, cuyo auxilio ha implorado siempre y cuya inspiración ha seguido lo más fielmente posible. ¿Qué le queda ya por hacer sino poner toda su persona a un servido cada vez más desinteresado? Así, sintiéndose servidor, se ve en la misma actitud que ella, la sierva del Señor. Como la Virgen de la Anunciación toda su razón de ser es convertirse en instrumento que Dios quiere utilizar para completar lo que falta a la obra de la Redención (Cfr. Col. 1,24)

De este modo María se le ofrece con una nueva perspectiva: como modelo, como luz que alumbra su ruta. Por eso el tema de la imitación de María se repite frecuentemente, como sabemos, en sus pláticas. Este aspecto de su devoción mariana goza de un especial aprecio como condición de eficacia para el tipo de apostolado propio de su congregación.

Esta manera de presentar la imitación de María, como en general toda la devoción mariana de M. Champagnat, no coincide totalmente con su biógrafo. Para el H. Juan Bautista, el Fundador consideraba la imitación de María como el "complemento del culto dado a María", como algo que "hay que añadir a las prácticas establecidas en el Instituto para honrar a la Madre de Dios" (Vida p. 347)

El desacuerdo está sobre todo, en la manera de entender el vocablo "devoción". Para San Francisco de Sales, "la devoción no añade nada, por así decir, al fuego de la caridad; es como la llama que mantiene la caridad despierta, activa, diligente…" (Introducción a la vida devota, final del capo 1).
Sería como un estímulo que se traduce en prácticas: devociones, oraciones. el H. Juan Bautista entiende la devoción en este sentido. Aquí, por el contrario hay que entender la devoción en su acepción más amplia, que nos sugiere el lugar que ocupa María en la vida de M. Champagnat.

Por otra parte, y para evitar el reproche de sentimentalismo, es preferible insistir en el lado positivo de la devoción: como un medio puesto a nuestro alcance para consolidar la relación que nos une a Dios que, a fin de cuentas, es la única meta de toda espiritualidad. Vista así, la devoción cobra un cariz de entrega; equivale a entregarse a algo o a alguien; salir de sí mismo y orientarse hacia Dios, única fuente de crecimiento de todas las criaturas. Cantar las glorias de María, dedicarle un amor platónico esperando pasivamente su ayuda, es algo sin duda excelente, pero aún es mejor vivir en intimidad con ella para acceder más fácilmente a la intimidad con su Hijo. En tercer lugar, el H. Juan Bautista describe la devoción desde fuera, mientras que este estudio intenta abordaría desde dentro, recurriendo a la psicología. Ahora bien, en este campo toda parcelación es teórica. Sería irreal querer separar la imitación de la devoción. Así pues, desde esta perspectiva, el desacuerdo estaría sólo en la forma de enfocar las cosas.

En ese mismo párrafo, el biógrafo indica lo que los Hermanos deben imitar, según el Fundador. Cita, ante todo y de manera global, las virtudes de María y luego concreta: El amor de los Hermanos hacia María los llevará a copiar su espíritu y a imitar su humildad, su modestia, su pureza y su amor por Jesucristo. Sin detenernos en el hecho de que "el espíritu" no es una virtud, ni en el orden en que coloca las virtudes, lo lógico sería empezar por el amor a Jesús, insistir en la humildad y terminar con el espíritu…

Dos razones motivan a los Hermanos para imitar el amor de María, Madre y Educadora de Jesús. Una, porque este amor es la fuente de toda vida espiritual y medio necesario para llevar a cabo la misión apostólica con eficacia. Decía M. Champagnat: "Amar a Dios y trabajar por darlo a conocer y hacerlo amar: tal debe ser la vida del Hermano" (Vida p. 502) Y en otro lugar leemos: "Para educar bien a los niños hay que amarlos" (ibid. p. 550) A la primera de esta frases el biógrafo añade: "Con estas breves palabras, y sin saber10, M. Champagnat se describió a sí mismo y reflejó su propia andadura" . Manifiesta, en efecto, ese mismo amor por sus Hermanos. Los quiere con el mismo cariño que María cuando les inspiró la idea de entrar en su sociedad. Nadie duda de que está en sintonía con la Madre de Jesús, cuyo ejemplo "educando y sirviendo al Niño Jesús" (Reglas comunes, 1852, p.16) lo convierte en norma para los Hermanos. Se refiere aquí, más que al amor maternal de María, al que ella tenía por el Redentor. Le gustaba considerar a sus Hermanos como obreros "que María había colocado en su propio jardín" (doc.10, p.45) para prepararlos a su misión. Este amor, como el de María por su Hijo, está lleno de respeto por la personalidad de cada uno; lo prueba la confianza que sabía depositar en cada uno de los Hermanos.

Así fue como suscitó en la comunidad del Hermitage ese peculiar espíritu mariano de apertura, de sencillez, de autenticidad en las relaciones y de vida de familia, convencido de que tal era el espíritu de la Sagrada Familia. Cuando regaña a los novicios por meter mucha bulla en los recreos, les recuerda que la Santísima Virgen vivía siempre modesta y recogida, incluso durante los momentos de esparcimiento exigidos por la propia naturaleza. (Vida p. 72)

Pero la virtud en la que más insistía y en la que más quería parecerse a María es, sin duda alguna, la humildad. Este punto es tan importante que merece un examen detallado de la manera como nuestro Fundador, según mi parecer, la entendió y la practicó.

Ante el ejemplo de la Sierva del Señor, no se deja llevar, ciertamente, de ese aire apocado y melífluo que inspiró a los autores espirituales que estaban de moda en su tiempo. Veía la humildad de Belén y de Nazaret, sobre todo, como apertura, verdad, sencillez. María, plenamente consciente de la misión que se le confiaba, que no había escogido sino aceptado por amor al Señor, estaba en el lugar que le correspondía, sin tenerse por más o por menos de lo que era. Dios humilla a los orgullosos y ensalza a los humildes (Cfr Magnificat). Dios le pide una colaboración muy especial a la obra redentora: las circunstancias le irán revelando el cómo. Y María se adecuará con todo su ser, atenta a los menores signos. "María guardaba todos estos acontecimientos y los meditaba en su corazón" (Lc 2, 19) Siempre obediente, se inclina ante el hijo adolescente que tiene que "ocuparse de los asuntos de su Padre", ante el hijo adulto para quien todavía "no ha llegado la hora" (Jn 2,4) y, en el cenáculo, ante los apóstoles escogidos por el Salvador. Pero María no permanece inactiva; forma parte del drama en el que está en juego la salvación del mundo y está presente en el cenáculo donde los apóstoles están reunidos en espera del Espíritu Santo (Hechos 1, 13-1 ; 2, 1-4).

En la “Vida de M. Champagnat el hermano Juan Bautista escribe: "La Santísima Virgen sobresalió en todas las virtudes pero destacó sobre todo por su humildad… Por eso el Fundador quiso que la humildad, la sencillez y la modestia fuesen e! sello distintivo de este nuevo instituto (p. 408). Luego el autor se recrea en una enumeración más literaria que real: "La primera lección" que daba a los postulantes era una "lección de humildad". "El primer libro que ponía en sus manos era el Libro de oro o Tratado sobre la humildad". "El orgullo era e! primer vicio en cuya eliminación se afanaba". Esto no debe llevarnos a pensar que el amor a Dios quedaba postergado. Junto a sus resoluciones tenemos una oración que dice: "Aléjame del trono del orgullo, no sólo porque resulta insoportable a los hombres sino porque desagrada a tu santidad” (OME, doc 6(17) p. 38). De aquí se deduce que, para M. Champagnat la humildad empieza por acoger a Dios y ocupar espontáneamente su puesto de criatura ante el Creador, con todo lo que eso conlleva. Conocemos también su desprecio por todo tipo de vanidad o de fanfarronería boba y ridícula. Hemos de aceptamos como somos, parece recordamos cuando en la oración antes citada confiesa: "Reconozco, Señor, que no me conozco". Nunca las alabanzas le llevaron al engreimiento ni las humillaciones le hicieron perder su dignidad. Hubo, seguro, combates en su interior, como parecer desprenderse de sus resoluciones que, a pesar de todo, no consiguen eliminar sus impulsos naturales. Sin embargo, al ser tímido por temperamento, le resultaba fácil quedarse en segundo plano, pero sin abandonar las exigencias de su misión. Era capaz de plantar cara a un obispo o a un alcalde. al sentirse llamado a trabajar con gente pobre y sencilla, sabía ponerse a su nivel, respetando a cada persona y ayudándoles a reconocer la propia dignidad, independientemente de su condición social.

Este comportamiento de M. Champagnat puede parecer connatural; fue sin embargo el cariño que sentía por la Sierva del Señor lo que le permitió mantenerse en esa línea de conducta y poner todo esmero en su crecimiento espiritual, bebiendo en las fuentes del ser y no en la búsqueda de la promoción y del tener. En este campo, M. Champagnat estaba protegido por la pobreza, de la que nunca quiso separarse de la modestia de su condición social, familiar y personal, aceptadas sin pesar ni resquemor; y, finalmente, la confianza que le hizo caminar sin miedo y acertar. (Cfr Vida, 2a parte, cap. 3)

Espíritu de María

La perfección de la humildad, a juzgar por el modelo de María, no está tanto en el anonadamiento espectacular cuanto en el estilo apacible, sereno, discreto, equilibrado y natural con que se practica. Se puede hablar de espíritu, o mejor de espíritu de María, cuando el juicio modera la relación entre el amor y la humildad.

El espíritu, según el diccionario, es un "conjunto de disposiciones, de modos habituales de actuar" (Petit Robert, p. 619, co1.2). al aplicar esta definición a María podemos deducir las características siguientes: abandono total, sereno y confiado, con la certeza en el amor indefectible de Dios que quiere la felicidad plena de cada persona; el afecto mutuo que lleva a ponerse en actitud de servicio hasta agotar todas las posibilidades, sin retener nada para sí; la serenidad que es fruto de un gozo inalterable y que hace desvanecer las penas más amargas; el respeto lleno de gratitud por toda criatura salida de las manos generosas del Creador; la sumisión alegre a la voluntad del Señor que todo lo dispone con amor.

María, arquetipo del género humano, se nos presenta como la persona en la que el actuar, el corazón y todo su ser pertenecen a Dios; a él le confía las proyectos propios y su realización. María, por tanto, lejos de usurpar el puesto o el rango de otras personas, sólo está preocupado por el bien de sus semejantes, con sus particularidades individuales, pues esa es la gloria del Creador. Por eso María es el enemigo intrínseco del mal, tomado en su sentido esencial de destructor del ser.

Aunque M. Champagnat no describió la figura de la Virgen con estos rasgos ni con esta perspectiva sí que podemos decir que la intuyó en esta línea al intentar imitarla. Las ideas-fuerza que su biógrafo destaca, aunque en diferente contexto, son las de abandono total a Dios, celo por abrir a todos los caminos de la salvación y para comprometerse en esta senda, desapareciendo luego discretamente para respetar la libertad de decisión de cada uno. Las cartas de M. Champagnat son un testimonio de entrega total a su obra y de amor desinteresado por sus Hermanos. "No hay sacrificio que no esté dispuesto a aceptar por esta obra" (L.44, p.119). En los momentos más difíciles, su reacción no es la de abandonar a sus Hermanos sino "compartir con ellos hasta el último mendrugo de pan" (L.30, p. 84). Sólo aspira, como María, a la felicidad celestial: "Pido a nuestra Madre común que nos obtenga una santa muerte para que, después de habernos amado mutuamente en la tierra, nos queramos eternamente en el cielo" (L.79, p.191). ¿Hay algo mejor que se pueda hacer que "parecerse a ella para que todo, en la persona yen los actos, evoque a María, refleje el espíritu y las virtudes de María" (Vida, p.347).

Sólo este espíritu pudo crear en la casa del Hermitage esa atmósfera de familia hecha de autenticidad, de sencillez, de afecto mutuo, sincero y viril, de tranquilidad serena, de alegría, de moderación. Todo esta queda reflejado en unas líneas entusiastas, verdadero himno de alabanza a María, contenidas en la carta del27 de mayo de 1838 a Mons. Pompallier: "María protege visiblemente la casa del Hermitage. ¡Qué fuerza tiene el santo nombre de María! ¡Qué felices nos sentimos arropados por ella! Hace tiempo que no se hablaría de nuestra sociedad si no fuera por ese santo nombre, ese nombre milagroso. ¡María es todo para nuestra sociedad!" (L.194, p.393). ¿Quién ignora que "nombre" significa persona y que "sentirse arropados" quiere decir estar bajo su protección? Estas licencias retóricas son expresión de su gozo y también de su gratitud y de su amor. Nos hablan de cómo la Madre de Dios colma su existencia y cuán ardiente es su deseo de que María siga ocupando el mismo puesto entre los que continúan su obra.

Edición: Cuadernos maristas n. 8 enero 1996 p. 29 - 38

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