Vida de José Benito Marcelino Champagnat

Jean-Baptiste Furet

1856

Prólogo

Narrar la vida de un santo, describir sus luchas, victorias y virtudes, cuanto hizo por Dios y por el prójimo, es proclamar la gloria de Jesús, divino restaurador del mundo, Santo de los santos y autor de toda santidad. Pues todos los predestinados que nos iluminan y con sus ejemplos disipan las tinieblas del pecado y de la ignorancia, reciben su luz de la vida de Jesús y se inflaman con la contemplación de sus virtudes, como se encienden muchas velas de una misma antorcha, de la que reciben luz y calor (S. Macario, Doctrina) .

 Todos los santos pueden decir con san Pablo: Vivo... no yo, es Cristo quien vive en mí. Vive en su entendimiento por la fe, que es participación en la vida eterna; en su memoria por la evocación de su grandeza, bondad y dones, cuyo solo recuerdo los colma de alegría; en su corazón por la caridad; y vive, finalmente, en todas las facultades espirituales de sus almas y en todas sus obras de virtud. El les hace saborear las eternas verdades, captar las divinas inspiraciones, y los atrae hacia sí por el perfume de sus virtudes. De ese modo, cuanto en los santos es gracia, procede de Jesús y se convierte en gloria de Jesús. Los santos, dice san Juan Crisóstomo, son como las estrellas del cielo que forman un concierto maravilloso, para proclamar la gloria de Jesús. Cuanto hay en ellos, respira su espíritu; sus palabras proclaman las perfecciones de Jesús, y sus acciones son fruto de la gracia. Los sufrimientos de los santos constituyen sacrificios de alabanza a la soberana grandeza de Jesús. Su vida, en definitiva, es un trasunto de la vida de Jesús y reproducción de sus virtudes (NOUET, Vida de Jesús en los santos) .

 Escribir la vida de los santos es condenar el vicio, fomentar la piedad y la virtud. La vida de los santos, según san Gregorio Magno, muestra con evidencia las virtudes y sugiere los medios para adquirirlas. Es espejo nítido que pone de relieve nuestros defectos e imperfecciones de modo tan patente, y, por lo mismo, tan repulsivo, que su sola contemplación basta para movernos a corregirlos. La vida de los santos es una viva representación de la perfección evangélica y de las sucesivas etapas para alcanzarla. Es el Evangelio puesto en práctica. La única diferencia entre el Evangelio y la vida de los santos -dice san Francisco de Sales- es la que va de una partitura musical a su interpretación .

 Al leer la vida de los santos, nos sentimos suave, pero fuertemente impulsados a imitarlos, como si cada uno de ellos nos invitase a seguirlo, y, mostrándonos las virtudes de que nos da ejemplo, nos dijera lo mismo que decía la castidad a san Agustín al comienzo de su conversión: “Lo que éstos han hecho, ¿no vas a ser tú capaz de hacerlo?¿ Crees que ellos pudieron superar por sí mismos los, obstáculos del camino del cielo? No .

 Vencieron el pecado y practicaron la virtud por la gracia de Jesucristo. Ahora bien, tienes la promesa de esa misma gracia. Con ella podrás lo que ellos pudieron y realizarás lo que ellos realizaron” .

 Pero por más que el ejemplo de todos los santos sea utilísimo para llevarnos a la perfección, sin embargo, dice san Pedro Damiano, la misma prudencia que regula la selección de las virtudes más necesarias o convenientes, debe también determinar la elección del que se adapte mejor a nuestro estado y profesión .

 Cada Instituto y cada profesión, según san Jerónimo, tienen sus primeros miembros cuyos ejemplos son modelo para los venideros. Obispos y sacerdotes tomen como modelo a los apóstoles y varones apostólicos y esfuércense en conseguir el mérito que corresponde a ese honor. Quienes profesamos la vida eremítica, sigamos el ejemplo de los Pablo, Antonio, Julián, Hilarión y Macario. Nosotros, los Hermanos Maristas, siguiendo el acertado consejo de este gran doctor, hemos de tomar como modelo en la práctica de la virtud a nuestro piadoso Fundador. Nada más útil y provechoso que su ejemplo .

 Para elevar a los santos a la cúspide de la santidad, Dios los ha llevado a veces por sendas prodigiosas y extraordinarias, admirables, pero no imitables. En otras ocasiones, por caminos trillados y ordinarios si bien de forma heroica y perfecta que sí que podemos admirar e imitar. Tal es el caso de nuestro venerado Fundador: toda su vida es para nosotros un modelo que podemos y debemos imitar. Su vida viene a ser para nosotros el espejo que refleja nuestras deficiencias y las virtudes que Dios nos pide, la norma de conducta que en cada página nos indicará qué debemos hacer para ser religiosos de oración, fervientes, celosos de la gloria de Dios e inflamados en el amor a Jesucristo, verdaderos devotos de María e imitadores de la humildad, sencillez, modestia y vida oculta de esta augusta Virgen. Al estudiar y meditar este cuadro de virtudes que nos ofrece su vida, cada uno debe pensar: Este es el modelo que tengo que copiar, que debo esforzarme en reproducir. Nunca llegaré a ser perfecto religioso, auténtico Hermanito de María, si no me asemejo a este prototipo de perfección para mi estado .

 Un día, después del tránsito de san Benito, sus principales discípulos, estando en oración, cayeron en éxtasis y Dios les mostró un camino real hacia el oriente que llegaba desde la celda del santo hasta el cielo. Dicho camino se hallaba cuajado de antorchas que difundían una claridad tan suave como luminosa. Entre sus hermanos, san Mauro contemplaba con especial interés la escena, cuando se le apareció un ángel que le dijo: ¿Qué miras con tanta atención? ¿Sabes qué significa ese camino? Lo ignoro, respondió san Mauro. Pues es el camino que llevó a vuestro padre, san Benito, al cielo. Si queréis llegar a la patria celestial, tenéis que seguirlo, es decir, imitar las virtudes de vuestro padre. Cumplid puntualmente la Regla que os dio y que él observó con tanta perfección .

 Al leer la vida y las enseñanzas de nuestro piadoso Fundador, hemos de aplicarnos las palabras del ángel a los hijos de san Benito y pensar ”Ése es el camino, ésa es la Regla que siguió nuestro Padre para obrar el bien, merecer el cielo, y llegar a la perfección que alcanzó. Si queremos ser auténticos discípulos suyos, si deseamos continuar su obra y compartir con él la gloria en el cielo, hemos de seguir sus huellas, imitar sus virtudes, observar la Regla que nos dio y que él tan fielmente observó. Es la única que puede conducirnos a Dios y al puerto de salvación. Cualquier otra nos perdería y llevaría al abismo”.

 El profeta Isaías, dirigiéndose a los israelitas más fieles, los anima a imitar la vida y las obras de Abraham, su padre, para que, a ejemplo del gran Patriarca, se decidan a avanzar con paso firme por el camino de la santidad. Siguiendo la exhortación del profeta, fijemos nuestros ojos en aquel que Dios nos dio por padre y modelo. Ponderemos su espíritu de fe, su inmensa confianza en Dios, su celo ardiente por la salvación de las almas, su amor tierno y generoso a Jesús, su piedad filial para con María, su profunda humildad, mortificación, desprendimiento de las criaturas, y su perseverancia en el servicio de Dios, para estimularnos a la práctica de esas mismas virtudes.

 Boleslao IV, rey de Polonia, llevaba la efigie de su padre colgada del cuello. Cuando tenía que abordar algún asunto importante, la tomaba en sus manos y, contemplándola, exclamaba: “Padre, que conserve en mi la honra de tu estirpe y siga los ejemplos que tú me has dado; que no haga nada en contra ni sea indigno de tu conducta.” Como ese virtuoso príncipe, no emprendamos acción alguna sin dirigir una mirada a nuestro Padre, sin recordar sus virtudes, sin tomar como norma de conducta su espíritu y sus ejemplos. Comportémonos siempre de modo que ninguna de nuestras palabras y acciones sea indigna de él, o pueda ser desautorizada o condenada por sus palabras y enseñanzas o por los ejemplos que nos dejó.

 Dios ha concedido abundantes gracias de estado a cada fundador y el espíritu de la familia religiosa de la que le constituyó cabeza y modelo. Esas gracias y ese espíritu fluyen de los fundadores a las almas de los religiosos para impulsar su acción y avivar su virtud. Los religiosos que no tienen el espíritu de su fundador, o que lo han perdido, deben ser considerados, y considerarse a sí mismos, como miembros muertos. Tales religiosos corren gran peligro de perderse al abandonar su vocación y volver al mundo. Y. aunque permanecieran en el estado religioso, les resultaría dificilísimo mantenerse en gracia de Dios y salvar su alma. Son como ramas que, aunque sigan unidas al tronco, se secan y mueren al haber perdido el espíritu de su estado por sus repetidas infidelidades. Por lo mismo, pierden la caridad y se condenan por haber abusado de los medios que debieron llevarles a la perfección.

 El espíritu de su estado y de su fundador son para un religioso no sólo una práctica útil, sino algo indispensable. No existe gracia, virtud, paz ni felicidad aquí abajo, ni salvación ni dicha después de la muerte para quien no posea dicho espíritu.

 En las crónicas de los Hermanos Menores, cuyo fundador es san Francisco de Asís, leemos que un hermano de la Orden tuvo esta visión: apareció ante el un árbol impresionante por su belleza y corpulencia. Sus raíces eran de oro y sus frutos eran hombres. Esos hombres eran los Hermanos Menores. Tenía tantas ramas como provincias la Orden. En cada rama figuraban los hermanos que tenía la provincia que representaba. De este modo, el hermano pudo saber el número de religiosos que formaban la Orden, distribuidos por provincias. Llegó incluso a saber el nombre de cada uno, su edad, condición, cargo, gracia, virtud y sus deficiencias. En la parte superior de la rama central, distinguió al General, Hermano Juan de Parma. Los Ministros de todas las provincias estaban en la punta de. las ramas próximas. Vio también sentado a Jesucristo en un trono elevado, deslumbrante de resplandor. El divino Salvador llamaba a san Francisco junto a sí, le ofrecía una copa llena del espíritu de v ida, y le decía: “Ve a visitar a los hermanos de tu Orden y dales a beber de la copa del espíritu de vida; pues el espíritu de Satán va a desatarse contra ellos, los sacudirán y algunos caerán para no volver a levantarse.“ Acompañado por dos ángeles, san Francisco fue a ofrecer la copa a sus hermanos. Empezó por Juan de Parma, que la tomó y bebió con santa avidez todo su contenido quedando transfigurado y resplandeciente como el sol. Luego, el santo fue ofreciendo la copa sucesivamente a los demás hermanos. Fueron pocos los que la recibieron con el debido respeto y piedad, y tampoco la agotaban totalmente. El reducido número de los que la recibieron y apuraron se transformó al punto. Los que bebieron sólo un poco y derramaron el resto se quedaron en parte brillantes, en parte oscuros, en proporción a lo bebido o derramado. Pocos instantes después, se levantó un viento huracanado que sacudió el árbol con tal ímpetu que los hermanos cayeron por espíritu de vida eran los primeros en caer. Los demonios se apoderaban de tierra. Los que habían derramado totalmente el contenido de la copa del ellos y los arrastraban a oscuros calabozos donde eran cruelmente atormentados. Pero el General de la Orden y cuantos, como él, habían apurado la copa, eran llevados por los ángeles a una morada de vida y luz eternas. Finalmente, el árbol zarandeado por la tormenta acabó cayendo y fue juguete del viento. Calmada la tempestad, de la raíz de oro del árbol que acababa de ser arrancado surgió otro cuyas hojas, frutos y el mismo árbol eran totalmente de oro. Es decir, que la Orden se renovó y los hermanos que no habían querido recibir el espíritu de su fundador, después de perderse, fueron sustituidos por otros más fieles.

 “No todos los descendientes de Israel, dice san Pablo, son pueblo de Israel, como tampoco todos los descendientes de Abraham son hijos de Abraham.” Igualmente, no todos los que se dicen religiosos son auténticos religiosos; quienes sólo llevan el nombre, el hábito, las apariencias, o sólo exteriormente cumplen sus deberes de estado, no lo son en absoluto. Solamente lo son quienes poseen el espíritu de su fundador e imitan sus virtudes. Estas virtudes y aquel espíritu los hacen verdaderos religiosos, aseguran su perseverancia, la perfección, su felicidad aquí en la tierra y en el más allá. ¡Ojalá todos los Hermanitos de María comprendieran esta verdad fundamental y se aplicaran sin descanso a estudiar la vida y las enseñanzas de su Fundador, a imitar sus virtudes e impregnarse de su espíritu! Los Hermanos que tuvieron la suerte de convivir con él, han bebido ese espíritu en la misma fuente: las instrucciones que les dirigía a diario y los consejos personales que les daba. Los que nos sucedan a lo largo de los tiempos, podrán sacarlo de la meditación asidua de o su vida, de sus máximas y de la Regla del Instituto. Para ofrecerles esa oportunidad, hemos recogido con verdadero cuidado las palabras de nuestro venerado Padre; hemos analizado sus instrucciones. Ofrecemos sus criterios acerca de las virtudes y damos a conocer los objetivos que se propuso y los motivos que le indujeron a redactar la mayor parte de las reglas que nos dejó.

 Para disponer los ánimos de nuestros Hermanos a la lectura útil y amena de esta vida, ya sólo nos resta garantizar la autenticidad de los hechos aquí narrados. Y para ello, dar a conocer las fuentes de donde provienen. Los documentos que integran esta historia no se han tomado al azar: son fruto de quince años de laboriosa investigación, y nos han sido proporcionados: .

 Por los mismos Hermanos que vivieron con el Padre Champagnat, que fueron testigos de su conducta y siguieron de cerca su actuación, compartieron sus trabajos y escucharon sus enseñanzas. Estos Hermanos nos han entregado su aportación por escrito. Además, hemos dialogado con ellos sobre el contenido de sus notas, ya para asegurarnos de la exactitud de las mismas, ya para recoger de sus labios otros testimonios e informaciones que podían sugerirles nuestras preguntas (

 Por otras muchas personas que vivieron con el Padre Champagnat o que lo conocieron íntimamente. Se trata de venerables clérigos o seglares piadosos que lo trataron de cerca y lo ayudaron en sus obras (

 

Por los escritos del buen Padre, por un cúmulo de cartas escritas a los Hermanos y a otras personas. Cartas que hemos leído una y otra vez con la mayor atención. También encontramos preciosos datos en muchas cartas a el dirigidas por los Hermanos y por otras personas (

 Por nuestros propios recuerdos: hemos tenido la ventaja y la dicha de convivir con nuestro venerado Padre casi veinte años y formar parte de su Consejo. Lo hemos acompañado en multitud de viajes, hemos discutido largamente con él sobre las Reglas, las Constituciones y el método de enseñanza que dio a los Hermanos, y, en general, acerca de cuanto se refiere al Instituto. Al escribir su historia, podemos, pues, afirmar que contamos lo que hemos visto y oído y lo que hemos podido reflexionar y estudiar durante muchos años (

 Por muy ejemplar que resulte la biografía del Padre Champagnat, la conoceríamos muy superficialmente si nos hubiéramos limitado a escribir su historia sin más. De poco valen las buenas acciones y grandes obras, los trabajos duros y continuos si no tienen el mérito de ir acompañados del espíritu que los informa y les confiere su valor. Pues bien, en la segunda parte de esta obra, a nuestro juicio la más edificante y útil para los Hermanos, hemos intentado descubrir el espíritu del buen Padre, es decir, el conjunto de sus sentimientos y disposiciones. Esta segunda parte podíamos haberla titulado ”la Regla encarnada”. Pues en ella aparece el Padre Champagnat como modelo perfecto de las virtudes características de nuestro estado, en especial de humildad, pobreza, mortificación, celo apostólico, puntualidad, exactitud y regularidad. A ejemplo del divino Maestro empezó por vivir antes de enseñar. Es decir, que antes de darnos las Reglas, de establecer un ejercicio de piedad o de virtud, las había practicado él previamente. En definitiva, lo que hace más atractiva esta parte de la vida de nuestro Fundador es que nos presenta simultáneamente sus enseñanzas y ejemplos. Para ello, a menudo, le haremos hablar a él mismo, ya a través de sus cartas u otros escritos, ya por las notas enviadas por los Hermanos o por nuestros propios recuerdos. Es evidente que no pretendemos citar textualmente sus propias palabras cuando transcribimos lo que nos dijo en sus instrucciones y exhortaciones -que resultaría imposible-. Pero si no hemos podido transcribir literalmente sus expresiones, hemos sido fieles a su pensamiento y a sus sentimientos. Estamos convencidos, y nuestra conciencia lo atestigua, de que nuestro trabajo revela el espíritu del Padre Champagnat, el análisis de sus instrucciones, sus máximas, su sentir acerca de las virtudes, las Reglas y el modo de observarlas y nada más

Edición: Edición del Bicentenario - CEPAM/abm

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