15 de abril de 2021 CASA GENERAL

Kintsugi – Una reflexión del H. Óscar Martín Vicario, Consejero general

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Algo que no me dijeron cuando empecé mi servicio como Provincial, hace unos cuantos años, fue que me iba a tocar acompañar a muchos hermanos en el hospital, en sus crisis, en sus momentos de debilidad e incluso en su muerte (hasta cuarenta y ocho hermanos tuve que despedir en seis años). Y he de reconocer que fue una experiencia difícil, que me llenó de impotencia y lágrimas más de una vez, y para la que no siempre estuve preparado.

Pero, a la vez, fue un privilegio y una gracia. Muchos de los nombres de esos hermanos creo que me acompañarán en mi camino para siempre, especialmente aquellos cuya pérdida fue más lacerante, como Miguel, César, Antonio, Agustín, Carmelo… Compartir el dolor, las heridas, el miedo o la despedida de alguien es un ejercicio de presencia, paciencia, compasión, escucha y mucho aprendizaje. Y hoy doy gracias a Dios por esos encuentros.

“Les mostró sus heridas”

Lo recordaba con fuerza estos días, al leer los hermosos relatos post-pascuales, en los que se repite siempre la pregunta sobre la identidad del resucitado, y en los que subyace el deseo de los seguidores de Jesús de demostrar que aquella persona con la que se encontraban cara a cara era realmente Jesús. Y una de las claves en la demostración de esa experiencia fue que Jesús “les mostró sus heridas” (Juan 20,20), para despejar cualquier incredulidad.

La frase, lo reconozco, me ha hecho temblar al meditarla estos días: “les mostró sus heridas”. ¡Qué hermosa es esta paradoja hablando del resucitado triunfador! No les mostró primero sus milagros, o su fuerza, o su poderío. No les convocó a un lugar piadoso y mágico, o al templo, sino a la cotidianeidad de Galilea. No les demostró con argumentos racionales su identidad… Solamente “les mostró sus heridas”.

En tiempos de desconcierto, sintiéndome vulnerable, esta escena me provoca y me cuestiona. Yo, que soy una persona de carácter, con tendencia más bien a mostrarme seguro y decidido (al menos “por fuera”), me siento invitado, en esta etapa vital en la que ahora estoy, a mostrar mis heridas, a dejar que otros vean dónde y en qué soy débil, a no ocultar mis fallos ni esconder mis límites como a veces he hecho.  Es ahí, más que en mi orgullo o mi prepotencia, donde se esconde (y donde se muestra) quién soy de verdad, mi identidad real. Qué bella y sugerente es, para expresar nuestra fragilidad actual, la imagen de un hogar o una casa “sin paredes”, que es donde ahora vivo y vivimos, (y sobre la que bellamente ha escrito hace poco un conocido de Valladolid, el biblista Víctor Herrero).

Sí, tengo heridas. Sí, he tenido miedo en la pandemia. Sí, se me ha rasgado el corazón con la pérdida de personas conocidas. Sí, he temido qué ocurriría si me contagio. Sí, vivo preocupado por aquellos a los que quiero. Sí, mi fe no es tan fuerte para afrontar todo esto. Sí, en este contexto se hace más difícil la fraternidad. Sí, me cuesta pedir ayuda y decir “estoy mal”, “no entiendo”, “me duele”… Y, he de reconocerlo, hasta me sorprende cuando oigo a algunos, en tiempos así, decir “estoy muy bien”, “todo excelente”, “me va genial”. Pues a mí, no.

Hoy prefiero al Jesús que “muestra sus heridas”: en él, humano y magullado, me siento más comprendido. Hace unos años, oí a Jon Sobrino, teólogo jesuita afincado en El Salvador, que decía: no olvidemos que el resucitado es el crucificado… pero también al revés, que el crucificado es el resucitado. Y ya no hay otro lugar de encuentro con Dios que no sea cada uno de los crucificados, aplastados, sufrientes de la tierra.

Por eso, lo llevo rumiando meses, me identifico más y más con el Champagnat que se va llorando a la ermita de la Piedad porque tiene miedo al ver que su fundación se tambalea sin vocaciones; con el que se levanta renqueante del lecho de la enfermedad para sostener a sus hermanos; con el que se pregunta, sentado junto al Gier, si aquello es obra de Dios o si es mejor abandonar; o con el que cae sin fuerzas en la nieve y levanta los ojos buscando una luz (que sólo hallará fuera cuando la fe la encienda por dentro).

Me cuesta dejarme lavar los pies. Y que los demás vean mis pobrezas y limitaciones. Pero mostrar las heridas es la invitación del resucitado. Porque, como dijo sabiamente el Papa Francisco este último domingo de Ramos “Dios está con nosotros en cada herida, en cada miedo”.

Kintsugi

En esta clave, me ha fascinado el mensaje de un hermano y amigo hablándome del “kinti”. No lo conocía, y quizá soy un ignorante porque es un arte centenario… Pero, en clave pascual, a mí me ha sonado a algo nuevo y provocativo: es una técnica japonesa de reparación de las vasijas rotas, que consiste en unir las piezas y rehacer los recipientes con varios componentes (incluidos algunos preciosos), de modo que queden a la vista las grietas, pero unidas artísticamente. Así, las fallas, las cicatrices, los lugares de quiebra, se convierten en los elementos más bonitos de la vasija renovada. Y no solo no se ocultan, sino que se muestran embellecidas con oro.

Hermoso arte, el kintsugi. Cuánto quisiera aprender a trasladarlo a mi vida y a mis duelos. Y aprender a mirar a todos con los ojos de esos artesanos japonenses que ven las rupturas como una gracia y las fracturas como ocasión de sanar.

Eso mismo proponía, en un reciente simposio de la Asociación “San Marcelino Champagnat” de Australia, el dominico Timothy Radcliffe, cuando nos hizo una invitación sorprendente a ser “jardineros de la vida”, es decir, ayudar a sanar, a superar fracasos, a dar oxígeno vital, como hacía el Dios encarnado, curador, liberador y siempre cercano a los heridos y a los pobres.

En este tiempo pascual, sólo pido: enséñame, Señor, a mostrar mis heridas. Con la energía transgresora de quienes se acercaban a ti llenos de temor y débiles (Nicodemo, la hemorroisa, Zaqueo, la adúltera…) temblorosos, pero capaces de desafiar lo establecido y de ponerse ante ti y ante la gente “mostrando sus heridas”, sus miedos o su dolor. Dame y danos, Señor, la fuerza de la debilidad. La sonrisa de un niño enfermo. La provocación de la hermana Ann Un Twang que desarmó a los soldados de Myanmar sólo arrodillándose y llorando. La sabia teología de la lentitud, de la que habla el maestro Tolentino. La profecía de lo pequeño. La potencia del estiércol.

El resucitado les mostró y nos muestra sus heridas. ¡Es él!, decían al reconocerle. Y quiero ser yo.

Aleluya, hermanos.
Kintsugi.

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H. Óscar Martín Vicario, Consejero general
Pascua 2021

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