Mensaje de Pascua de Benedicto XVI y de Seán Sammon

18/04/2006

Mensaje de Pascua de Seán Sammon

Hace ya algunos años, cuando estaba de visita en uno de nuestros colegios maristas, conocí a un joven que se llamaba Tim. Era buen estudiante y excelente atleta, un muchacho que se ganaba amigos con facilidad. Tim me pidió que le ayudara en un trabajo que tenía que hacer antes de acabar la Secundaria, y eso nos llevó a estar en contacto durante un tiempo. El tema que quería analizar era la Iglesia y la ecología. Yo le prometí que haría lo que estuviera en mi mano. Así que, en cuanto regresé a Roma, busqué algunos textos de referencia y se los mandé. Poco después Tim terminaba la Secundaria superior y entraba en la universidad. Por lo que yo sabía, le iba muy bien en esta nueva etapa.
Algunos meses más tarde me llegó la noticia de que Tim había salido un día de excursión con sus compañeros de clase, fueron a darse un baño, y él se zambulló de cabeza en una zona de poca profundidad. Se partió el cuello y quedó paralítico. Yo hablé con él por teléfono y le escribí en las semanas que siguieron al accidente, mientras andaba entre el hospital y el centro de rehabilitación. Nunca me olvidaré de lo que me dijo en una de nuestras conversaciones telefónicas: ?He pasado 19 años preparándome para un tipo de vida, y en cuestión de segundos tuve que afrontar la realidad de que la vida que me tocaba llevar iba a ser completamente distinta?.
Hoy celebramos la fiesta de Pascua. Todos los años seguimos sus ritos, escuchamos estas lecturas, y quizá de vez en cuando nos prometemos a nosotros mismos que vamos a tomar en serio su significado. Pero raramente nos vemos en la tesitura forzosa de tener que afrontar el coste de ello, como le sucedió a Tim. Porque si podemos celebrar la Pascua año tras año, en el plano individual y como Instituto, sin que se manifieste un cambio apreciable en nuestras vidas, eso quiere decir que su mensaje todavía no ha calado en nuestro interior hasta hacernos cambiar de modo de actuar y provocar la transformación en nuestros corazones.
Por eso, esta noche nos podemos plantear esta pregunta: ¿Qué nos pide esta Pascua de 2006 a todos, al Instituto, a ti, a mí, a los que se mueven en nuestro entorno? Estos días hablamos de reivindicar el espíritu del Hermitage. Pero el reto que aletea en el fondo de ese compromiso ¿se quedará en una bella evocación poética? ¿O estamos dispuestos personalmente y como grupo a pagar el precio debido para hacer nuestro el espíritu de ese lugar y de la casa que construyó Marcelino? ¿Y hacerlo además en un mundo cada vez más marcado por la violencia y la intolerancia religiosa? ¿Y cuando parece que a veces nos falta a tantos de nosotros en particular y a todos en general el valor, el espíritu de sacrificio y la fe sencilla en Dios para hacer lo que nos corresponde como testigos del Señor resucitado?
La fiesta de Pascua es una llamada a la conversión. El Señor nos pide que dejemos de hablar de cambios en el corazón y empecemos a dar los pasos necesarios para hacerlo realidad. Y eso nos da miedo, ya que sabemos a dónde nos lleva. Porque una conversión verdadera no es una experiencia circunstancial, es una elección consciente y fundamental, que a veces supone tener que enfrentarnos a lo que ya se ha convertido en costumbre en nuestras vidas.
Entonces, ¿cómo podemos llegar a esa transformación de nuestros corazones? El camino es un proceso de conversión religiosa; Bernard Lonergan, filósofo jesuita, lo describe como un enamorarse de Dios, abandonarse totalmente en Él. La fiesta de Pascua nos recuerda el precio que tendremos que pagar, cada uno de nosotros personalmente y juntos como Instituto, si queremos ser honestos y emprender este proceso de conversión. Siguiendo los pasos de Jesús, ese precio es nuestra vida. Porque el reino de Dios no admite otro tipo de negocios. Si nos lo tomamos en serio, se abrirá ante nosotros la imagen desestabilizadora de una comunidad de discípulos radicalmente contracultural. Pero ¿acaso el amor auténtico no es siempre desconcertante, siempre paradójico, siempre irónico? ¿Cómo podría ser de otra manera, si la llamada es a una conversión del corazón?
La Pascua, que da testimonio de que el Señor resucitado está en medio de nosotros hoy como lo estaba en la comunidad de los primeros discípulos, nos inspira la certeza de que no hay nada que traiga mayores consecuencias que enamorarse de Dios de una manera absoluta, definitiva. Porque una experiencia así se adueña de nuestra mente, provoca el cambio en nuestro corazón y nuestra vida, lo dirige todo. Y sólo con un corazón transformado de esa manera es como podremos practicar la justicia.
Me preguntaréis qué pasó con Tim. Los médicos eran pesimistas respecto a la posibilidad de que pudiera recobrar algún movimiento del cuello hacia abajo. Pero con una gran fuerza de voluntad, acompañada de una terapia agresiva y el paso del tiempo, consiguió primero recuperar un poco de sensibilidad, y luego cierta actividad muscular, haciendo un esfuerzo enorme, como os podéis imaginar. La última vez que le vi lo encontré más envejecido, pero ya caminaba, con dificultad naturalmente. Pidamos, en esta fiesta de Pascua, que se nos conceda la gracia de tener el valor y la decisión de este muchacho para que se obre una transformación completa en nuestros corazones y en el ámbito de todo el Instituto. Y que el mensaje que nos trae este día grande sea una fuente de consuelo y esperanza para las vidas de los jóvenes como Tim. A propósito, su trabajo sobre la Iglesia y la ecología estaba muy bien desarrollado.
A todos, Felices Pascuas.

15 de abril de 2006
Seán D. Sammon, FMS


Mensaje de Pascua de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:
Christus resurrexit! – ¡Cristo ha resucitado!
La gran Vigilia de esta noche nos ha hecho revivir el acontecimiento decisivo y siempre actual de la Resurrección, misterio central de la fe cristiana. En las iglesias se han encendido innumerables cirios pascuales para simbolizar la luz de Cristo que ha iluminado e ilumina a la humanidad, venciendo para siempre las tinieblas del pecado y del mal. Y hoy resuenan con fuerza las palabras que asombraron a las mujeres que habían ido la madrugada del primer día de la semana al sepulcro donde habían puesto el cuerpo de Cristo, bajado apresuradamente de la cruz. Tristes y desconsoladas por la pérdida de su Maestro, encontraron apartada la gran piedra y, al entrar, no hallaron su cuerpo. Mientras estaban allí, perplejas y confusas, dos hombres con vestidos resplandecientes les sorprendieron, diciendo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lucas 24, 5-6) «Non est hic, sed resurrexit» (Lucas 24, 6). Desde aquella mañana, estas palabras siguen resonando en el universo como anuncio perenne, e impregnado a la vez de infinitos y siempre nuevos ecos, que atraviesa los siglos.
«No está aquí… ha resucitado». Los mensajeros celestes comunican ante todo que Jesús «no está aquí»: el Hijo de Dios no ha quedado en el sepulcro, porque no podía permanecer bajo el dominio de la muerte (cf. Hechos 2, 24) y la tumba no podía retener «al que vive» (Apocalipsis 1, 18), al que es la fuente misma de la vida. Porque, del mismo modo que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo, también Cristo crucificado quedó sumido en el seno de la tierra (cf. Mateo 12, 40) hasta terminar un sábado. Aquel sábado fue ciertamente «un día solemne», como escribe el evangelista Juan (19, 31), el más solemne de la historia, porque, en él, el «Señor del sábado» (Mateo 12, 8) llevó a término la obra de la creación (cf. Génesis 2, 1-4a), elevando al hombre y a todo el cosmos a la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Romanos 8, 21). Cumplida esta obra extraordinaria, el cuerpo exánime ha sido traspasado por el aliento vital de Dios y, rotas las barreras del sepulcro, ha resucitado glorioso. Por esto los ángeles proclaman «no está aquí»: ya no se le puede encontrase en la tumba. Ha peregrinado en la tierra de los hombres, ha terminado su camino en la tumba, como todos, pero ha vencido a la muerte y, de modo absolutamente nuevo, por un puro acto de amor, ha abierto la tierra de par en par hacia el Cielo.
Su resurrección, gracias al Bautismo que nos incorpora a Él, es nuestra resurrección. Lo había preanunciado el profeta Ezequiel: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel» (Ezequiel 37, 12). Estas palabras proféticas adquieren un valor singular en el día de Pascua, porque hoy se cumple la promesa del Creador; hoy, también en esta época nuestra marcada por la inquietud y la incertidumbre, revivimos el acontecimiento de la resurrección, que ha cambiado el rostro de nuestra vida, ha cambiado la historia de la humanidad. Cuantos permanecen todavía bajo las cadenas del sufrimiento y la muerte, aguardan, a veces de modo inconsciente, la esperanza de Cristo resucitado.
Que el espíritu del Resucitado traiga consuelo y seguridad, particularmente, a África a las poblaciones de Darfur, que atraviesan una dramática situación humanitaria insostenible; a las de las regiones de los Grandes Lagos, donde muchas heridas aún no han cicatrizado; a los pueblos del Cuerno de África, de Costa de Marfil, de Uganda, de Zimbabwe y de otras naciones que aspiran a la reconciliación, a la justicia y al desarrollo. Que en Irak prevalezca finalmente la paz sobre la trágica violencia, que continúa causando víctimas despiadadamente. También deseo ardientemente la paz para los afectados por el conflicto de Tierra Santa, invitando a todos a un diálogo paciente y perseverante que elimine los obstáculos antiguos y nuevos. Que la comunidad internacional, que reafirma el justo derecho de Israel a existir en paz, ayude al pueblo palestino a superar las precarias condiciones en que vive y a construir su futuro encaminándose hacia la constitución de un auténtico y propio Estado. Que el Espíritu del Resucitado suscite un renovado dinamismo en el compromiso de los Países de Latinoamérica, para que se mejoren las condiciones de vida de millones de ciudadanos, se extirpe la execrable plaga de secuestros de personas y consoliden las instituciones democráticas, en espíritu de concordia y de solidaridad activa. Por lo que respecta a las crisis internacionales vinculadas a la energía nuclear, que se llegue a una salida honrosa para todos mediante negociaciones serias y leales, y que se refuerce en los responsables de las Naciones y de las Organizaciones Internacionales la voluntad de lograr una convivencia pacífica entre etnias, culturas y religiones, que aleje la amenaza del terrorismo. Éste es el camino de la paz para el bien de toda la humanidad.
Que el Señor Resucitado haga sentir por todas partes su fuerza de vida, de paz y de libertad. Las palabras con las que el ángel confortó los corazones atemorizados de las mujeres en la mañana de Pascua, se dirigen a todos: «¡No tengáis miedo!…No está aquí. Ha resucitado» (Mt 28,5-6). Jesús ha resucitado y nos da la paz; Él mismo es la paz. Por eso la Iglesia repite con firmeza: «Cristo ha resucitado ? Christós anésti». Que la humanidad del tercer milenio no tenga miedo de abrirle el corazón. Su Evangelio sacia plenamente el anhelo de paz y de felicidad que habita en todo corazón humano. Cristo ahora está vivo y camina con nosotros. ¡Inmenso misterio de amor! Christus resurrexit, quia Deus caritas est! Alleluia!

BENEDICTUS PP. XVI

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