28 de enero de 2009 CASA GENERAL

En el espejo de los mártires

A mi regreso de Argelia, en noviembre de 2008, traje conmigo los testimonios en español sobre las Hermanas Caridad y Ester para su posterior traducción al francés, lengua utilizada en el conjunto de los documentos de la causa.
Su lectura y traducción me produjeron, debo confesarlo, sentimientos de diversa índole y momentos de profunda emoción, al considerar cómo el testimonio del martirio sorprende a toda una nación, la interpela sobre el sentido de la vida.

A veces, me preguntaba: ¿no exageramos al dedicar excesivas alabanzas, al ?fabricar? santos de una pieza, considerándolos definitivamente orientados hacia el cielo y por lo tanto separados del común de los mortales?

Estas preguntas lógicas se me desvanecieron ante la realidad de los mártires, verdaderos espejos donde se refleja nuestra propia imagen, o mejor, el trabajo del Espíritu en la banalidad de nuestros días.

La muerte da la oportunidad de contemplar una vida al final de su proceso. Pero este momento nos permite analizarla en sus matices mediante una larga contemplación. De este modo la lectura del conjunto permite ver mejor el plan de Dios. En lo que parecía banal, ordinario, rutinario, la luz de Dios se transparentaba. Una sonrisa, un servicio, un té preparado para las personas de edad, una conversación intercambiada con los vecinos, los lazos humanos más normales tejidos entre los miembros de una misma comunidad o con personas de creencias distintas, dejan entrever la acción del Espíritu. Se manifiesta la santidad de lo cotidiano, del día a día, reflejada en la costumbre del servicio, del trabajo bien hecho, del acompañamiento desinteresado. Ciertamente, todos nuestros mártires nos son muy cercanos, se nos parecen tanto que casi podríamos decir: ?¡No tienen nada de extraordinario!? ?Sólo nos diferencia la incidencia de una bala en la frente o en la nuca?.

A pesar de todo, permanece en nosotros la idea de creer que la santidad es excepcional, heroica; esperamos efusiones de amor, de mortificación, de plegaria que nos inducen a reconocer: ?Éste, verdaderamente era un santo!?.

Pero mi hermano o mi hermana que se esforzaban a mi lado, tan frágiles como yo, ¿qué tienen de extraordinario?

Lo que tienen de extraordinario es lo que nos permite ver cómo el Espíritu de Dios está tejiendo el amor en nuestras vidas, en nuestras comunidades, en nuestra Iglesia. La misma santidad que descubro en los mártires de mi familia, el Espíritu, pacientemente, la realiza también en mi vida, en la vida de mis hermanos, de mis hermanas, en mi comunidad. Cuando sobrevenga la muerte, sólo permanecerá en nosotros el trabajo del Espíritu: la luz del amor. Por eso cada funeral constituye una pequeña canonización: del difunto sólo se habla de lo bueno, del bien que el Espíritu ha realizado en la libertad de cada hombre. La prueba de lo mucho que compartimos con nuestros mártires es el haber hecho el mismo discernimiento sobre la opción de marchar o de quedarse. Con ellos hemos escogido quedarnos, continuar sirviendo, amando, hacernos cercanos a un pueblo, víctima él mismo, de un largo y terrible martirio. Monseñor Henri Teissier, que acompañó a numerosas comunidades en su discernimiento, ve en la opción de permanecer ?los frutos de la fe, de la esperanza, de la caridad de la Iglesia de Argelia?.

Cuanto más examinamos la vida de nuestros mártires, más descubrimos la obra del Espíritu en nosotros y sugiere en nuestro corazón sentimientos de gratitud y de asombro. Mirando al mártir podemos ciertamente afirmar: ?Así trabaja el Espíritu en mí?.

Hemos vivido con mártires que nos eran tan parecidos porque entre ellos y nosotros el Espíritu actuaba del mismo modo. Los mártires nos muestran esta luz que nos ilumina desde dentro: el Espíritu del Señor está con nosotros. Teje nuestra santidad con nuestras sonrisas, con nuestros servicios, con nuestra fidelidad a la función asignada, con la alegría de ser miembro del Cuerpo de Cristo, compartiendo todo lo que es vida en comunidad.

La santidad de nuestros mártires no se ha construido sin nosotros. La oración, el alimento, el trabajo, la alegría o las penas en comunidad han sido los lazos humanos por los que el Espíritu ha trabajado en nosotros. Sí, todo este tejido de humanidad está lleno de la presencia de Dios. De este modo, mucho de lo mío se transmite a otro y viceversa. Mi ayuda se corresponde con la suya. En el hermano, la hermana o el padre que han sido asesinados hay muchos elementos transmitidos por los miembros de la comunidad o de la Iglesia, e incluso por amigos musulmanes. Allí donde había amor, la muerte de mi hermano ha hecho también de mí un mártir. Como si una mitad de mí mismo hubiera pasado del lado del cielo. Aunque físicamente nos hayamos separado, el mismo corazón late en ellos y en nosotros, el corazón del primer Mártir.

En lugar de ser personas que nos abandonan, nuestros hermanos o hermanas, muertos por Cristo, iluminan las profundidades de nuestro propio ser dejando ver las maravillas de Dios. Nos indican que Cristo y el Espíritu están apasionados por nosotros y por nuestra comunidad. Esta santidad de la Iglesia, de la comunidad mostrada quizás por las balas asesinas, es la misma santidad, el mismo Espíritu que actúa, el mismo Señor que salva, el mismo Padre que acoge a sus hijos.

Los mártires no han desaparecido, no han tomado distancias. Están más cerca que nunca, están en la Vida. Una parte de mí está también en la Vida.

H. Giovanni Maria Bigotto, postulador

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