Carta a Marcelino

H. Marie-Nizier

1839-09-30

Las cartas de los misioneros maristas en la Polinesia son largas. Cuando ellos disponían de oportunidad para enviar noticias, se solazaban en extensos relatos de las actividades y experiencias vividas. Sabían que eran noticias apreciadas por los cohermanos en Francia, y que servían para decidir nuevos misioneros. Es notorio esto en este texto de H.Marie-Nizier, misionero que hizo parte del primer grupo enviado por el P.Champagnat a Oceanía. Había partido el 24 de diciembre de 1836, y, en la llegada al local de las misiones, casi un año después, había sido destinado a secundar el trabajo del P.Chanel, en Futuna. En aquella isla permaneció hasta el 28 de abril de 1841, cuando aconteció el martirio del P.Chanel y necesitó fugarse para la isla de Wallis. Esta carta fue escrita de la isla de Futuna, medio año antes del martirio del P.Chanel. En ella, el H.Marie-Nizier hace la descripción del clima belicoso existente entre las dos facciones de la isla que se disputaban la hegemonía, hace entrever las dificultades y los peligros que resultaban para ellos, extranjeros en la isla. (Cfr. H.Ivo Strobino, nota introductoria al texto, ?Cartas Passivas?)

Jesús, María, José

Isla Futuna, a 30 de septiembre de 1839.

Mi muy Reverendo Padre:

El recuerdo del Hermitage es para mí siempre muy grato. La lejanía me impulsa a adherirme con más fuerza al lugar. ¡Cuánto deseaba recibir noticias de allá, desde hace ya casi tres años! ¡Qué momento tan feliz fue para mí el de la llegada del segundo envío de Misioneros, cuando pude satisfacer mis deseos! La carta suya, sobre todo, Reverendo Padre, fue y es para mí fuente de consuelo, a la vez que encuentro en ella la expresión de la tierna y paternal solicitud que tiene Ud. con nosotros.

Presumo que Ud. ha recibido con toda exactitud y en todos sus detalles la relación de los sucesos que acompañaron nuestra travesía desde Valparaíso hasta Oceanía. Me abstengo, pues, de hablarle de ellos en ésta.

La Misión de las Islas Wallis fue la primera que se estableció. Todos los barcos que han atracado aquí han tenido algo que sufrir de los habitantes de estas islas. En el desembarque de una de las maletas destinadas al P.Bataillon y al H. José Javier, los isleños no tuvieron ningún escrúpulo de apoderarse de la mayor parte del contenido.

Al llegar a esas Islas a Futuna, aún no habíamos anclado, cuando ya nuestra goleta estaba rodeada de insulares con sus barquitas; nos dirigían palabras que no comprendíamos. Se les prohibió subir al navío, pero ellos astutamente se las arreglaban para encaramarse cuando veían que la tripulación estaba ocupada. Se les levantó la prohibición una vez que hubo anclado el barco. Entonces acudieron de todas partes. La playa estaba llena de curiosos; les faltaban embarcaciones; algunos llegaban en troncos huecos de árboles, sin más remos que las manos.

Nos encaminamos a una de las casas del gran Rey. Estaba ausente. Pero sus familiares se apresuraron a tender esteras sobre el suelo para que nos sirvieran de asiento. Cuando llegó, lo primero que hizo fue abrazar a Monseñor, nariz contra nariz, de acuerdo con la usanza del lugar. La conversación se hizo por medio de intérpretes. Nada se oponía a que viniéramos a establecernos en la isla.

Nos sirvieron comida: Un marrano asado. Exquisitos ñames, cocos, y otros manjares al estilo Futuna lo acompañaban. Unas hojas servían de mesa, mantel, fuentes y platos; los dedos fungían como tenedores; y, en caso necesario, como cuchillos. Puedo asegurar que mi delicadeza sufrió un tanto con este nuevo método; pero ahora es el menor de los obstáculos. Construyeron para nosotros una cabaña pequeña, cubierta con hojas de cocotero entrelazadas; las paredes eran palos atados formando enrejado, cubiertos también de hojas de cocotero. El P.Chanel hizo construir otra, que no hemos habitado.

Los habitantes de la isla están divididos en dos bandos: el de los vencedores y el de los vencidos. Estos, unos tres meses después de nuestra llegada, declararon la guerra, por un homicidio, a los vencedores. Tan pronto como se oyó el grito de alarma por doquiera todos abandonaron su trabajo; y los valles dependientes de un mismo rey se juntaron en un solo. Estas concentraciones tienen su motivo: en tiempos pasados y en circunstancias parecidas, habían ocurrido incursiones nocturnas y como resultado de ellas, horribles matanzas en los valles.

Nos quedamos solos en nuestro primitivo valle. No se presagiaba nada decisivo; se habían efectuado algunas intentonas de una parte y otra, pero sin llegar a nada serio. Entre tanto, el P.Chanel hizo un viaje a Wallis para visitar al P.Bataillon. Un joven inglés, procedente de las Islas Vavas, y yo, quedamos solos, completamente solitarios, en el valle aquel…

El 5 de abril de 1838, el gran Rey, con sus hombres por delante de él, vinieron hasta nosotros: Vamos a hacer la guerra, nos dijeron. Supusimos que sería como la de los días precedentes, pero no fue así… Penetraron hasta las tierras del otro rey, casi hasta su valle. Alli vieron a dos jóvenes, uno de ellos fue víctima de la más infame traición; el otro emprendió la huida. Regresaron precipitadamente, jactándose de esa muerte, calificada por ellos de victoria.

Algunos días después vino el Rey nuevamente. Contra mi voluntad hizo que se llevaran nuestros enseres del valle que habitábamos a su rica mansión, y los hizo depositar en las Tullerías de Futuna. El joven inglés y yo temíamos que alguna mala intención hubiera incitado a los isleños a esta especie de violencia; pero lo que siguió nos hizo ver claramente que el Rey tan sólo tenía buenas intenciones. En efecto, después de esto, tuvo muchos cuidados con nosotros, se esmeró en satisfacer nuestras necesidades, y en todo lo que estaba a su alcance nos trataba hasta mejor que a sus propios hijos.

En el momento en que las circunstancias no parecían favorecer el florecimiento de la paz fue precisamente el escogido por la Providencia. Los vencidos dieron los primeros pasos; y durante cerca de dos semanas las buenas gestiones se renovaron de un lado y del otro para afianzar la paz.

La suerte del P.Chanel nos tenía muy preocupados: el plazo fijado para su regreso había expirado hacía tiempo y nada presagiaba su venida. Por fin, después de ansiosa espera, supimos que regresaba en la goleta: corrimos a abrazarlo.

Después de haber pasado unos días en casa del Rey, en un rinconcito que nos señaló, nos retiramos con nuestros enseres y construimos una vivienda con bambúes colocados verticalmente y atados con cuerdas. Fue nuestra choza, sin lugar a dudas, la maravilla de la Isla. Pero pocos días después, una espantosa tormenta, anunciada de ante mano por un cielo brumoso y un fuerte viento del Este, estalló finalmente en la noche del 2 al 3 de febrero (1839), acompañada de relámpagos, truenos, lluvia continua y un ruido ensordecedor del mar. A todo esto hay que agregar la gritería de los isleños, ofreciendo Kava a sus dioses para que aplacaran la tempestad. (Kava es una planta cuyas raíces machacadas sirven para fabricar una bebida que usan en algunas ceremonias.) Horas antes del amanecer, el viento cambió al N.O. con la rapidez del rayo y cuadriplicó su fuerza. Hasta entonces habíamos esperado pacientemente; pero en ese momento fue preciso cambiar de actitud. Estábamos medio vestidos y luchábamos a brazo partido para sostener nuestra pobre vivienda. Pero nuestros esfuerzos resultaron inútiles. Tuvimos que presenciar el triste espectáculo de verla agitada, sacudida en todas direcciones y sucumbir, con el techo todo rasgado. Y nos quedamos sin abrigo. Muchas otras casas sufrieron la misma suerte.

La víspera de esta calamidad, los vencidos habían llevado un presente de diez marranos a dos hombres, a quienes, según creencia de los isleños, bajan dos dioses y hablan por sus bocas. Se proponían, al hacer dicho presente, atraer a su valle los dioses y a los hombres que les sirven de tabernáculos, para tenerlos a su favor en lo que iba a suceder, ya que se trataba nada menos que de una declaración de guerra.

Tienen un espiritualidad endiablada que les hace atribuir todo a sus falsos dioses, tanto los éxitos como los reveses que les sobrevienen. Por esto, los vencidos deseaban aumentar el número de sus dioses, para así aumentar también sus fuerzas guerreras.

Los vencedores les atribuyeron la causa de la tempestad: buscaban la perturbación de la isla y la provocación de la cólera de su gran dios FAKA VERI KERE (que hace mala la tierra). Persuadidos de esto, la mayor parte de ellos se congregaron con sus lanzas, hachas…el mismo día en el valle donde se ofrendaron los presentes. Los vencidos habían pasado allí la noche, con la única intención de asesinar inmisericordemente a aquellos dos hombres a quienes creían responsables del desastre. El par de infortunados salvaron sus vidas gracias a la bondad del gran Rey.

Los cocoteros, los bananeros, los árboles del pan, los ñames, y en general, todos los productos de la isla habían sufrido estragos durante la tempestad. El hambre amenazaba sumarse a todos esos males. Para remediar esto, los isleños habían estado trabajando con con un valor realmente extraordinario.

Los dos profetas pronto se fueron tras sus dioses. Su ida fue el principio de los eventos dolorosos que luego se produjeron.

Nosotros reconstruimos nuestra casa. Creemos que es, por lo menos, cuatro veces más sólida que la primera; sin embargo, esperamos con paciencia que una segunda tempestad nos lo venga a demostrar.

Los vencidos declararon abiertamente la guerra, más o menos con los mismos procedimientos de la vez anterior. Sin embargo, no se registró el consabido homicidio. Nada descuidó el P.Chanel para evitar el conflicto. Hizo gestiones ante los dos reyes para evitar el flagelo de la guerra pero no dieron resultado.

El rey de los vencidos se hizo coronar, y sus hijos le rendían honores como si se tratara de un rey legítimo. Nada hubiera provocado más la cólera de los vencedores que este hecho.

El 10 de agosto se reunieron en un mismo valle los vencedores. El gran Rey pensaba enviar a alguien con presentes al otro rey con el objeto de comprometerlo a terminar la guerra; esta estrategia no se pudo ejecutar, pues, la misma mañana, los vencidos, animados con la esperanza de una victoria segura, por tener a su favor, desde hacía algún tiempo dos nuevos dioses (de protección infalible, según los isleños) se pusieron en marcha hacia la tierra de los vencedores. Estos, al oir los gritos de guerra, volaron contra sus enemigos para rechazarlos. El combate estuvo precedido de algunos disparos de fusil, por parte de los vencidos, que tenían un buen número de este tipo de armas. El efecto de los disparos fue certero. Abandonemos a los heridos, dijo el gran Rey, y corramos a derrotar a nuestros enemigos. Y así se hizo. Se trabó el combate, y con tal arrojo por parte de los vencidos que la victoria les sonrió por un momento. Pero luego vino una terrible carnicería, pues los vencedores volvieron sobre sus pasos. Los jóvenes de los vencidos se dieron a la fuga, pero los ancianos, muy débiles para sostener el combate, fueron, casi todos, las infortunadas víctimas de esta deserción. El anciano rey, recién coronado, uno de los dos hombres antes mencionados y la mayor parte de los que después de la elección ostentaban algún cargo fueron del número de los muertos.

Terminado el combate vinieron a suplicarnos que fuéramos al lugar de la batalla para auxiliar allí a los heridos. ¡Ay! Hasta el momento ignorábamos por completo los crueles acontecimientos del día. A toda prisa nos fuimos al lugar donde nos esperaban. En camino supimos que nuestro gran Rey estaba herido. El primero a quien nos tocó socorrer estaba espantosamente herido de una pedrada en el ojo izquierdo; aquel otro tenía el cráneo entreabierto por una arma de guerra llamada Isiroir (una lanza de unos 8 a 10 pies de largo: cerca de 3 metros; sólo la usan los ancianos; la emplean para golpear y herir; hay otras que son para ser arrojadas) ¡Pero qué espectáculo tan espantoso el que se nos presentó a la vista en el propio campo de la batalla! El arenal, lleno de heridos; muertos y moribundos rodeados de sus parientes desolados. ¡Qué doloroso ver esos cadáveres, unos con hachazos en la cabeza; otros, atravesados por lanzas, o triturados con golpes! Un inglés que llegó a esta isla depués de nosotros quiso participar en la batalla. Fue víctima de su imprudencia. (Vivía con los vencidos.) Aquellos de los vencedores que no estaban heridos, o lo estaban muy poco se habían reunido en el valle de sus enemigos para dedicarse al pillaje. En la misma ocasión despojaron al joven inglés de todos sus pertenencias; hasta la camisa que llevaba puesta se la arrancaron a viva fuerza; escapó con vida gracias a uno de los hijos del rey vencedor.

Al regresar, los heridos fueron llevados a un valle vecino, donde había algunas casas. En seguida procedieron a extraer las lanzas y balas. Uno de los primeros en ser atendido fue el Rey. La lanza causante de la herida había penetrado en el cuerpo por el lado derecho de la espalda y salía por debajo del costado izquierdo. Una incisión aproximadamente dos pulgadas (unos cinco centímetros) de longitud fue suficiente para poder quitar la punta de la lanza a fin de extraerla del cuerpo. Más o menos este mismo procedimiento se empleó para extraer las lanzas que no habian pasado de parte a parte. Un hermano del Rey fue mortalmente herido: la lanza que lo alcanzó le perforó el costado izquierdo y la punta produjo un abultamiento en el costado derecho. Durante la operación, tan peligrosa como dolorosa, todos lo animaban a que no se dejara abatir por la violencia del dolor. Al terminar la extracción, ¡qué raudales de sangre los que salían de la tremenda herida! El infortunado pudo todavía mirarla con sus ojos moribundos, los que luego dirigió al cielo. La palidez de la muerte se extendió por su rostro. Murió pocos momentos después. Su esposa recogía a manos llenas la sangre que manaba de la herida y se la echaba sobre la cabeza. Generalmente todas las personas allegadas por parentesco a los heridos, recogían, por así decirlo, hasta la última gota de la sangre que salía de las heridas de sus seres queridos. Algunos, hasta secaban las hojas y las briznas de las hierbas teñidas de sangre. El P.Chanel pudo administrar el santo Bautismo. Por ser muy grande el número de heridos, temo alargarme demasiado, si le hablo a Ud. de cada uno.

Estábamos casi en la imposibilidad de dar un paso sin teñirnos de sangre. Se acercaba la noche. Las operaciones habían terminado, en parte; no así los gritos de los parientes de los muertos. ¡Oh, qué lamentos se oían por todas partes en el valle!

El P.Chanel y yo pasamos la noche al pie de un cocotero, sobre la arena. Tan sólo una tabla nos daba allí algún abrigo para defendernos del viento y de la lluvia. El cansancio, más que las ganas de dormir, nos dominó unas horas antes del amanecer; y descansamos algo; si se puede llamar descanso el poco tiempo que pasamos dormitando.

Muy temprano fueron transportados los muertos al valle donde se había pasado la noche. Allí fueron sepultados los vencidos, con excepción del Rey, a quien su esposa hizo exhumar para llevárselo a otra parte; y del hombre que había huido con su dios. A éste los vencedores lo llevaron a uno de sus valles. En cuanto a nosotros, enterramos al inglés en el mismo lugar adonde había sido arrastrado. ¡Ay, cuál fue el final de este infortunado, sólo Dios lo sabe! Sólo él sabe qué sentimientos acompañaron su último suspiro.

Nada pudimos saber de los vencidos. Tanto los heridos como los demás habían huido a las montañas, temerosos, con razón, de ser convertidos en nuevas víctimas. Los matorrales hollados nos indicaban el camino que habían seguido. El rey vencedor y los principales jefes los hicieron retornar después de unos días.

Tuve la dicha de bautizar a una niña enferma, de algo más de un año. El P.Chanel estaba de viaje. Supe que la enfermedad era peligrosa. Fuí a visitar a la enfermita. Está en buena salud, me dijeron los padres, hay que esperar a que esté más enferma. No era sino una astuta negativa que me preparaban, para el caso que yo les hablara de religión. Pero yo guardé el más escrupuloso silencio sobre este punto. Disimulé y, para alejar toda sospecha, fingí aceptar lo que ellos me dijeron. El aire de indiferencia que yo afecté, los hizo menos vigilantes; lo que me permitió, unos momentos después, bautizar a la criatura, sin que ninguno de los que estaban en la casa se diera cuenta. Le di el nombre de María Filomena. Mi temor había sido de que los obstáculos fueran más difíciles de vencer, en consecuencia me había provisto de dos frasquitos: uno con licor, el otro con agua natural. El licor era para fricciones, el agua para el Bautismo. Los padres de la niña supieron que estaba bautizada; no se han manifestado descontentos. Ella murió diez días después de su Bautismo. Tenemos el consuelo de ver que, afortunadamente, son pocas las personas adultas y los niños que mueran sin Bautismo.

Yo creo que con esto tiene Ud. más o menos un bosquejo, aunque imperfecto, de los principales acontecimientos ocurridos en Futuna, desde nuestra llegada. Casi todos los isleños parecen bastante bien dispuestos; a pesar de que hay muchos que temen la cólera de sus dioses si se hacen cristianos.

Adiós, Reverendo Padre. Me atrevo a volverme encomendar a las oraciones de toda la Sociedad,

H. MARIE-NIZIER

Edición: CEPAM

fonte: AFM Cahier 48L.16

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